
Moldavia elige un futuro dentro de la Unión Europea
En tiempos de guerra y de tensiones globales, Moldavia nos recuerda que el futuro de Europa también se juega en sus márgenes y que allí, en ese espacio aparentemente olvidado del mapa, se libra una batalla política cuyo desenlace afectará el futuro de todos.
En un rincón del mapa europeo, entre Rumania y Ucrania, se libra una batalla silenciosa que tiene implicancias para todo este continente. Moldavia –un país de apenas 2,4 millones de habitantes, sin mar, pobre y con una historia marcada por invasiones y cambios de frontera– acaba de enviar un mensaje contundente en las urnas: su futuro está en Bruselas, no en Moscú.
Las elecciones legislativas del pasado domingo dieron una victoria aplastante al Partido de Acción y Solidaridad, la fuerza pro Unión Europea que respalda a la presidenta Maia Sandu, y que obtuvo más del 50% de los votos, mientras que su principal rival, el bloque prorruso Patriotic Electoral Bloc, apenas logró cerca del 24% de los votos.
No fue una victoria sin ruido: el proceso electoral estuvo marcado por denuncias de interferencia rusa, campañas masivas de desinformación, amenazas telefónicas de bomba, ataques cibernéticos y acusaciones cruzadas de fraude.
Este resultado, lejos de ser anecdótico, tiene lecturas profundas: es que Moldavia, como Ucrania en 2014, optó abiertamente por el proyecto europeo, aunque eso suponga tensar su relación con Moscú.
Este país, a menudo ignorado por la prensa internacional, vive bajo una amenaza permanente: Transnistria, una franja de territorio en su frontera este, donde en 1991 se instaló un régimen separatista apoyado por el Kremlin y donde permanecen cerca de 1.500 efectivos rusos desde hace décadas. Transnistria es, en la práctica, un enclave de Rusia que limita la soberanía moldava y funciona como recordatorio de su fragilidad.
Si Rusia llegara a conquistar la costa oeste de Ucrania y cortar su acceso al Mar Negro –algo que los analistas no descartan–, tendría la posibilidad de unir ese territorio ocupado con Transnistria, creando un corredor ruso justo en la frontera oriental de Moldavia.
Ese escenario, por ahora hipotético, explica el nerviosismo en Chisináu y en Bruselas. No es casual que la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, haya visitado Moldavia varias veces en el último año y haya comprometido un paquete de hasta 1.9 mil millones de euros para reformas e infraestructura entre 2025 y 2027.
Es que la UE ha abierto formalmente el camino de adhesión para Moldavia y Ucrania, acelerando plazos y flexibilizando criterios, porque sabe que aquí no solo se juega el futuro de dos naciones, sino la estabilidad del flanco este europeo.
En perspectiva, el caso moldavo es una advertencia y una oportunidad. Una advertencia de que Rusia no necesita invadir formalmente para condicionar el rumbo de un vecino: basta con un enclave armado, campañas de desinformación y cortes energéticos para mantenerlo en jaque. Pero también es una oportunidad para la Unión Europea de demostrar que su poder de atracción –basado en garantías de democracia, seguridad y cooperación– sigue vivo y puede competir con las tácticas de coerción del Kremlin.
Por eso lo ocurrido en Moldavia no es una nota de color en la crónica europea, sino una señal del pulso geopolítico actual. Un país pequeño, sin mar y sin grandes recursos, está decidiendo con sus votos de qué lado de la historia quiere estar. Y al hacerlo, pone a prueba la promesa europea: que los valores de la UE pueden prevalecer incluso en la periferia más vulnerable del continente.
En tiempos de guerra y de tensiones globales, Moldavia nos recuerda que el futuro de Europa también se juega en sus márgenes y que allí, en ese espacio aparentemente olvidado del mapa, se libra una batalla política cuyo desenlace afectará el futuro de todos.
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