
Más presupuesto para Cultura: del gasto a la inversión estratégica
La exigencia va más allá del aumento presupuestario del 11.28%. Es una exigencia de visión de Estado. Es tiempo de que Chile reconozca que la inversión en cultura es el pilar indispensable para construir lo que podríamos denominar un humanismo para el siglo XXI.
El reciente anuncio del gobierno de destinar $55.660 millones adicionales a Cultura y Patrimonio, marcando un incremento del 11.28%, es una señal bienvenida y muy necesaria. En un contexto donde la discusión fiscal suele comprensiblemente polarizarse entre urgencias sociales y estabilidad macroeconómica, una decidida inyección de recursos a la esfera cultural debe ser aplaudida. Sin embargo, desde la academia y el análisis estratégico, debemos mirar este hito no como una meta alcanzada, sino como un recordatorio persistente de la brecha que aún nos separa de un desarrollo nacional sostenible y profundo.
Chile mantiene un dilema estructural en su política cultural: históricamente, nuestra inversión promedio se ha mantenido por debajo del 0.4% del presupuesto nacional, lo que palidece al compararla con otros países latinoamericanos como Uruguay o Colombia, y resulta insignificante frente a los promedios de la Unión Europea. La pregunta que debemos plantear no es si este reciente aumento es bueno –que lo es–, sino si es una medida suficiente (la económica) para dotar al arte y la cultura de la escala, la proyección y el alcance que exige el enriquecimiento intelectual y espiritual de una sociedad moderna.
El hilo invisible fundamental
En la vorágine de la modernidad tardía, caracterizada por la hiperconectividad, la desinformación, una profunda desconfianza en las instituciones y la erosión del encuentro social, la cultura y el arte se erigen como un vehículo esencial para un posible encuentro dialógico. El quehacer cultural no es un valioso adorno, pero adorno al fin y al cabo. Es un motor clave que impulsa la reflexión crítica, el cuestionamiento lúdico y la inspiración colectiva, generando pensamiento artístico y cultural rizomático que modifica las estructuras rígidas y jerárquicas. Las manifestaciones artísticas —sean estas doctas o populares, cinematográficas, literarias, circenses, visuales, musicales o culinarias, y un precioso largo etc— ofrecen un espacio seguro para el encuentro con el otro, permitiendo un diálogo que trasciende las trincheras sociales, políticas y económicas.
La cultura es, en esencia, ese hilo invisible que mueve o refleja o dibuja al país. Nos obliga a mirarnos con franqueza, a confrontar nuestra complejidad y nuestras heridas, pero también a celebrar la belleza única y particular de nuestra identidad. En tiempos de fragmentación, el arte es un constructor de comunidad, un catalizador de la cohesión social indispensable para reconstruir el tejido cívico.
Del gasto a la inversión estratégica
La principal traba conceptual que frena la expansión de las políticas culturales es la visión que las considera un “gasto” residual. Es imperativo que las élites políticas y económicas comprendan que los recursos destinados a la cultura, el arte, y la comunicación pública no son una merma en las arcas fiscales, sino una inversión estratégica. ¿En qué invertimos cuando financiamos la creación, la difusión y el patrimonio? Invertimos en una sociedad más sana, más culta, más profunda y, paradójicamente, más alegre. Invertimos en capital social y cognitivo que se traduce directamente en creatividad, innovación y resiliencia democrática.
Una sociedad que carece de profundidad y referencias simbólicas se debilita ante los vaivenes globales y las crisis internas. El peligro real radica en sucumbir a lo que podríamos llamar los “espejismos de la pura eficiencia”. Una nación obsesionada únicamente con la métrica económica, con la productividad inmediata y los balances de corto plazo, corre el riesgo de diluirse. Una sociedad que no celebra, que no fomenta ni cuestiona su núcleo simbólico e historia a través de sus propias expresiones creativas, se queda vacía. Pierde su capacidad de memoria y, con ello, su rumbo.
Un humanismo para el siglo XXI
Desde una perspectiva universitaria y humanista, sostenemos que la construcción de la memoria —tanto la del pasado que nos define, como la del futuro que estamos construyendo— se realiza a través del tejido creativo nacional. Fomentar las raíces de nuestra poesía, la fuerza de nuestras artes folclóricas, la riqueza de nuestra artesanía y la visión de nuestros creadores, es fundamental. No se trata solo de preservar un acervo; se trata de utilizar la cultura como la herramienta más poderosa para educar a las nuevas generaciones en la complejidad del ser y del devenir colectivo.
La exigencia, por tanto, va más allá del aumento presupuestario del 11.28%. Es una exigencia de visión de Estado. Es tiempo de que Chile reconozca que la inversión en cultura es el pilar indispensable para construir lo que podríamos denominar un humanismo para el siglo XXI: una sociedad que es capaz de mirar su belleza sin ignorar su dolor, que valora la profundidad además de la eficiencia, y que entiende que la identidad -que se expresa en el crisol de la cultura- es la brújula innegociable para navegar el futuro. Solo así aseguraremos que Chile no se pierda en los espejismos de lo fácil y estridente, sino que se encuentre en su propia expresión creativa.
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