
¿Seguimos pensando el populismo?
Porque si el populismo es una lógica, lo es impura, está contaminada por los antagonismos que la expresan y constituyen (y para mayor remate, de manera retroactiva).
Hace unas semanas tuvo lugar en Buenos Aires un encuentro en ocasión de los 40 años de la publicación de Hegemonía y estrategia socialista, libro icónico para el posmarxismo, escrito por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe; y de los 20 años de La razón populista, texto fundamental para los estudios del populismo de este siglo de autoría de Laclau. Fue una buena ocasión para revisitar los aportes de estos dos importantes teóricos políticos contemporáneos, pero sobre todo para resituar algunos de los debates o incluso imputaciones que se le hacen habitualmente a sus obras, en particular a la de Ernesto Laclau.
Una de estas cuestiones, que a menudo tiene bastante prensa entre los intelectuales columnistas, es la supuesta defensa del populismo que se le reclama al autor argentino. La explicación de esta imputación se encuentra en una lectura de su libro La razón populista en lógica de manifiesto, es decir, como si allí lo que se defendiera fuera una estrategia populista de gobierno o de acceso al poder. No es fácil sacudirse de esta “lectura”, y las razones son en algún sentido “propias” pero sobre todo ajenas.
Para explicárselas, conviene entender –o abrirse a entender– que el proyecto intelectual de Laclau correspondió al de una interrogación –muy peculiar habrá que decir– en torno a la posibilidad de la constitución de lo social, es decir, de ese terreno de “objetivad” significante en la que habitamos; que para Laclau no resulta dado por alguna trascendencia, ni se encuentra asegurado en su ocurrencia (o sea, el riesgo de implosión social siempre está en cierne, cuestión que a menudo se pasa por alto en los tiempos convulsos que corren).
Este rango de análisis –digámoslo así– ontológico, no es para nada propio o exclusivo de Laclau, sino que corresponde en verdad a esta altura a un rama de la filosofía (la que se ocupa del estudio de los objetos en cuanto entes, no en cuanto a su constitución empírica u óntica), es decir, ha sido formalizado casi como un quehacer intelectual más –filosófico en este caso–. Por supuesto, Laclau era consciente de este derrotero y por ello buscó inscribir su aporte (aunque esto es también polémico entre sus cultores) en una determinada apropiación de la ontología –la posheideggeriana– que, lejos de centrar el estudio en los “entes”, lo hace en sus posibilidades de emergencia, o si se prefiere en el sentido del ser.
Así enfocada, la propuesta de Laclau comienza a dotarse de originalidad. Puesto que desde allí avanza en una reflexión que muestra cómo específicamente se constituyen los horizontes de objetividad, lo que antes llamamos la posibilidad de lo social y que en la obra de Laclau –dadas determinas operaciones, todas ellas retóricas– termina llamándose hegemonía. Así, “significantes”, “lógica diferencial”, “lógica equivalencial”, “significantes vacíos”, etc. –todos ellos articulados a partir de desplazamientos de sentidos metonímicos que cristalizan en reemplazos metafóricos vía catacresis–, son parte de una nomenclatura que explica lo social en lógica de articulación política.
Es por ello que la reflexión sobre el populismo en la obra de Laclau debe ser entendida en este rango analítico, esto es: el referido a las condiciones de posibilidad de lo social, y no como una propuesta programática populista A o B.
Ahora bien, hay razones “propias”, decíamos antes, que explican esta confusión. La primera es la decisión teórica de Laclau de identificar la vía principal de articulación política de lo social como una “lógica populista” –la via regia le llamó–. Pero, de nuevo, lo que se pasa por alto en esto es que Laclau con ello quería marcar una cuestión propia de los desplazamientos de sentidos del registro ontológico en el que trabajaba y no referida a las estrategias de actuación propias de la política contingente.
De hecho, para Laclau la lógica populista podía nutrirse de contenidos tan variados como los provenientes del fascismo o del maoísmo. Es decir, era compatible con diferentes y a veces opuestos programas doctrinarios porque su función era operar como un principio de diseño, no como el objeto a diseñar. Tal y como ocurre con la arquitectura, la que resulta útil tanto para edificar palacios como viviendas sociales.
Por cierto, este punto no es para nada pacífico entre los cultores y desarrolladores de la obra de Laclau, quienes se dividen entre aquellos que defiendn la versatilidad de una teoría capaz de explicar la emergencia tanto de populismos de derecha como de izquierda a partir de la misma lógica, y otros –más bien detractores– que ven en esa ductilidad un gran déficit, si no teórico, al menos político.
Ahora, aparte de la cuestión de la via regia, y todavía dentro de las razones “propias” de esta confusión, hay que hacer referencia a la inscripción biográfica del autor. No hay duda que Laclau se inscribía en el campo de las luchas “nacional-populares” y, por tanto, identificaba en los hechos su teoría del populismo con las estrategias de las izquierdas (populistas), o del peronismo en su caso. Esto último, sin embargo, lejos de ser un defecto imputable a la militancia de Laclau, revela más bien un secreto a voces, a saber: que la teoría y la existencia propia son un solo continuo.
Más aún, las teorías están vivas y sirven a los propósitos reales o imaginarios de sus cultores. Relevar esto, me parece, es bajar de la torre de marfil a los autores y hacerlos caminar entre sus congéneres, cuestión en todo caso a la que Laclau siempre adhería con entusiasmo (famosas son sus entonaciones de la marcha peronista en cada evento social al que asistía).
Pero también hay razones ajenas que explican la inversión de significado de la teoría del populismo de Laclau. Estas razones –cuando no son solo prejuicio– son aportadas por escuelas académicas rivales –las que entienden al populismo como una ideología (“delgada”), en donde la oposición entre “los de arriba” y “los de abajo” aparece solo como reflejo de una enunciación voluntarista, caprichosa, esto es –y salvando la redundancia–, ideológica.
Así, entonces, lo que presenciamos es la caracterización de la teoría de Laclau sobre el populismo como una mera expresión de lo irracional. Es decir, una operación –no solo académica sino también propagandística– que evacua la dimensión articuladora y, por tanto, colectiva, volviéndola extraña, anómala a la política.
Lo paradójico, es que, a pesar de que el propósito explícito de Laclau en La razón populista siempre fue rescatar al populismo de su condición bastarda en el que la mantenía el pensamiento social, su teoría experimenta la misma jibarización en el nombre del malhablado populismo. En otras palabras, se termina condenando una teoría sobre el populismo por ser populista (¡!).
Cuando ello ocurre, quedan solo dos opciones, abandonar por fin dicho intento por pensar el populismo abordado por Laclau, rendirse ante la evidencia; o seguir revisitándolo, no para repetirlo ni convertirlo en dogma (lo que daría razón a sus contradictores), sino para insistir en preguntar ¿qué se teme cuando se nombra al pueblo?
Es decir, para seguir auscultando la cuestión de la universalidad elusiva que anida en toda articulación política (salvo que queramos traer devuelta los esencialismos o, lo que es peor, los totalitarismos), labor que Laclau dejó inconclusa en un último libro diseñado, pero nunca escrito. Imaginamos que lo habría hecho por medio de un “rutear” vía lógica populista a los significantes relacionados por contigüidad o ¿de qué otra forma lo habría hecho sino de esta?
Porque si el populismo es una lógica, lo es impura, está contaminada por los antagonismos que la expresan y constituyen (y para mayor remate, de manera retroactiva). De ahí que, de seguir pensando el populismo, solo se podría hacer desde el llano –ni siquiera desde el bosque o la selva–. Tal y como ocurrió en Buenos Aires, en alguna semana de septiembre de 2025.
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