
Veinte años de los Tribunales de Familia: promesas, deudas y desafíos
La justicia de familia requiere más y mejor especialización, formación en género, infancia y salud mental, y una transformación tecnológica que no se limite a digitalizar trámites, sino que garantice accesibilidad real.
Hace veinte años se inauguraron los Tribunales de Familia en Chile. La reforma prometía modernizar la justicia en una de las áreas más sensibles: la vida familiar. Con la oralidad, la inmediación y la especialización, se buscaba dejar atrás los viejos tribunales de menores y poner en el centro a niñas, niños y adolescentes como sujetos de derechos, en sintonía con la Convención de los Derechos del Niño ratificada quince años antes.
El inicio fue entusiasta. Nuevos edificios, más jueces y juezas, y la incorporación inédita de equipos psicosociales dieron la impresión de un cambio profundo. Sin embargo, la ilusión duró poco: a los tres meses los tribunales ya estaban colapsados. No hubo estudios de carga real ni recursos suficientes para enfrentar la avalancha de causas que llegaba. Largas filas comenzaron a rodear los edificios y, años después, esas filas se transformaron en esperas virtuales frente a un sistema igualmente sobrecargado.
En dos décadas, los Tribunales de Familia se transformaron en la puerta de entrada de miles de conflictos cotidianos: alimentos, cuidado personal, régimen de relación directa y regular, violencia intrafamiliar, entre otros. En muchos casos, son los únicos tribunales a los que la ciudadanía acude directamente, muchas veces sin representación letrada. Esto les da un lugar protagónico en la experiencia social de la justicia, pero también una enorme responsabilidad que no siempre ha sido respaldada por el Estado.
El balance es mixto. Hubo avances indiscutibles: se instaló un enfoque interdisciplinario, reconoció a la violencia intrafamiliar como un problema estructural, abrió el espacio a una mirada con perspectiva de derechos. Pero persisten deudas graves: la revictimización de mujeres y niñeces, la dificultad de aplicar de manera uniforme la perspectiva de género, y la permanencia de narrativas dañinas que pueden debilitar la protección efectiva.
A veinte años, la pregunta ya no es solo qué hicimos bien o mal, sino qué debemos hacer ahora. La justicia de familia requiere más y mejor especialización, formación en género, infancia y salud mental, y una transformación tecnológica que no se limite a digitalizar trámites, sino que garantice accesibilidad real. Se requiere contar con datos confiables que permitan diseñar políticas públicas basadas en evidencia y no en intuiciones ni estereotipos.
Este aniversario, entonces, no debe ser solo una conmemoración. Debe ser una interpelación al Estado y al sistema de justicia: ¿cómo cumpliremos de verdad la promesa de acceso a la justicia en un ámbito que toca lo más íntimo y lo más vulnerable de la vida de las personas? La respuesta marcará no solo el futuro de estos tribunales, sino también la confianza de la ciudadanía en toda la justicia chilena.
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