
Balance del aniversario del rescate de los 33 mineros: Chile suma leyes, pero no política minera
El rescate de los 33 fue una hazaña técnica y humana que unió a Chile bajo una cápsula. Quince años después, el país necesita una nueva cápsula: no para subir mineros, sino para elevar su política minera.
A 700 metros bajo tierra, Chile vivió una gran prueba de fe. Quince años después del rescate de los 33, la cápsula Fénix sigue, es todavía símbolo de esperanza e ingeniería, pero también un espejo incómodo: Mejoró la seguridad minera, pero la política sectorial parece haber quedado atrapada bajo tierra:
1. La seguridad «subió».
En 2010, la minería chilena registró 45 muertes; en 2023, 13. Una reducción superior al 70%, que refleja avances técnicos y culturales. El rescate de los 33 fue más que un evento mediático, instaló la seguridad como prioridad nacional. Sin embargo, la seguridad nunca es definitiva. El accidente en El Teniente en 2025 recordó que ni siquiera Codelco está libre de riesgo. La seguridad minera es como una cuerda tensa: aflojarla un poco es arriesgarlo todo.
2. Un Estado que promueve y fiscaliza al mismo tiempo.
Chile mantiene una arquitectura minera heredada añeja: un Estado que promueve la inversión y al mismo tiempo la fiscaliza. El Servicio Nacional de Geología y Minería (Sernageomin) depende jerárquica y administrativamente del Ministerio de Minería, cuya misión principal es impulsar la producción y atraer capitales. Esa configuración concentra fomento y control en la misma cadena de mando, y por ello crea un conflicto de objetivos: la autoridad que impulsa proyectos es, a la vez, la que debe detenerlos cuando existe peligro o incumplimiento.
Para resguardar imparcialidad, especialidad e independencia técnica, Chile necesita separar orgánicamente ambas funciones. La experiencia ambiental chilena ya dio ese paso: la creación del Ministerio del Medio Ambiente, el Servicio de Evaluación Ambiental y de la Superintendencia del Medio Ambiente permitió distinguir entre promoción, evaluación y fiscalización.
La minería, en cambio, sigue operando bajo un diseño donde las prioridades productivas pueden interferir con la función fiscalizadora. Por eso, la idea de una Superintendencia de Seguridad Minera no es una capa adicional de burocracia, sino el paso institucional necesario para dotar al país de una fiscalización moderna, con criterios homogéneos y legitimidad pública. En minería, la independencia del fiscalizador no es una opción administrativa, sino una condición de confianza.
3. Las leyes que avanzan, pero no construyen proyecto.
En los años recientes, Chile ha legislado más que nunca en materia minera: Royalty, Ley de Permisos Sectoriales, Decreto de Seguridad Minera y Ley de Cierre de Faenas son normas valiosas, pero dispersas. Cada una responde a una coyuntura, no a un propósito común. El país ha mejorado la regulación, pero no la política. Avanza en piezas sueltas, sin un relato unificador. Chile regula para resolver crisis puntuales; no para anticipar al desarrollo. El resultado es una hiper-legislación fragmentada: se cumple con los estándares internacionales, pero sin construir un horizonte propio. Las leyes deben servir a una visión de Estado, no sustituirla. Hoy tenemos un Estado que administra minería, no uno que la conduce. Y esa diferencia es decisiva. Administrar es reaccionar ante los problemas; conducir es anticipar los escenarios y definir el modelo productivo que queremos. Lo que falta no es más regulación, sino coherencia regulatoria. El país necesita una Política Minera de Estado con metas a por lo menos 30 años, con foco en seguridad, disponibilidad de agua, energía, carbono, innovación, que alineen leyes, incentivos e instituciones. De lo contrario, como país seguiremos avanzando por decreto y retrocediendo por desconfianza.
4. Las deudas bajo tierra.
La minería chilena ha tenido hitos que marcaron épocas: la creación de Empresa Nacional de Minería (ENAMI) en 1955, la nacionalización del cobre en 1971, la expansión privada de la década de 1990, y el rescate de los 33 en 2010. Cada uno representó un salto o hito, pero ninguno cambió la estructura del poder minero. La Ley de Cierre de Faenas Mineras (N°20.551), promulgada en 2012, fue un punto de inflexión silencioso. Por primera vez, el Estado exigió que los grandes proyectos planificaran el final de sus operaciones desde el inicio, con garantías financieras y obligaciones ambientales.
Cerrar responsablemente una mina es un acto de justicia intergeneracional: significa reconocer que el desarrollo tiene límites y que la rentabilidad no puede terminar en abandono. Pero esa ética aún no alcanza a todo el territorio: Chile acumula más de 760 depósitos de relaves en su catastro oficial, muchos sin responsables identificables o en condición crítica. Son los pasivos huérfanos de la historia minera chilena: depósitos que no solo contaminan, sino que simbolizan la ausencia del Estado. Cada relave abandonado es una herida de legitimidad; cada pasivo sin control, una señal de desigualdad territorial. La Pequeña y Mediana Minería, donde aún se concentran los mayores riesgos, también requiere una nueva arquitectura.
ENAMI ha sido su columna vertebral durante décadas, pero hoy necesita transformarse en una agencia de fomento y asistencia técnica independiente de la operación. No se trata de reducir su rol, sino de reforzarlo: apoyar a quienes sostienen la minería regional, pero con los mismos estándares ambientales y de seguridad que exigimos a la gran minería. La deuda ya no es solo ambiental: es moral y territorial. El Estado no puede seguir actuando como un arrendador ausente de su propia riqueza.
5. El futuro verde y la legitimidad.
Durante décadas, el país midió su éxito minero en toneladas y precios. Ese paradigma ya no basta. La minería del siglo XXI no se evaluará solo por cuánto produce, sino por cómo accede a los mercados y al financiamiento. La llamada «minería verde» no es un ideal ambiental, sino una condición de competitividad estructural. China seguirá comprando cobre chileno por volumen y precio, sin exigir certificaciones de origen ni huella hídrica. Pero los mercados que fijan estándares y precios de referencia (Europa, Norteamérica y la industria tecnológica asiática) ya están condicionando contratos y fondos a criterios ESG (Ambiental, Social y Gobernanza) verificables. Las normas europeas sobre materias primas críticas, la política estadounidense de subsidios a energías limpias y las certificaciones industriales de grandes fabricantes están generando una segmentación de mercado: el cobre con trazabilidad ambiental accede a financiamiento más barato y contratos más estables; el cobre sin certificación se vuelve un commodity de segunda línea. Por eso, hablar de agua de mar, relaves monitoreados o energía limpia no es un gesto de marketing, sino una inversión en acceso a mercados y crédito internacional.
La sostenibilidad se está convirtiendo en un factor financiero. En el futuro, la diferencia no será entre mineros verdes y tradicionales, sino entre países que logran mantener confianza regulatoria global y los que quedan fuera por falta de legitimidad. Chile no compite solo por reservas, sino por la estabilidad de sus instituciones, la previsibilidad de sus reglas y la reputación de su gobernanza minera. Ese es el nuevo estándar de soberanía: la capacidad de seguir exportando sin hipotecar confianza.
El rescate de los 33 fue una hazaña técnica y humana que unió a Chile bajo una cápsula. Quince años después, el país necesita una nueva cápsula: no para subir mineros, sino para elevar su política minera. La seguridad, la sostenibilidad y la legitimidad ya no son virtudes morales, sino nuevas formas del poder. El cobre seguirá siendo el sueldo del país, pero la confianza será nuestro capital.
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