
Votar no es suficiente: lecciones de los plebiscitos recientes
En plena discusión sobre la reforma al sistema político en Chile, una pregunta persiste: ¿cuáles son las mejores herramientas para fortalecer nuestra democracia?
En los últimos años, los plebiscitos han emergido como instrumentos clave para decidir sobre cuestiones fundamentales, desde la necesidad de redactar una Nueva Constitución hasta su eventual aprobación o rechazo. Sin embargo, su uso ha mostrado que la democracia directa, al menos en ese formato, no es necesariamente una respuesta efectiva a los desafíos de la democracia chilena.
La experiencia chilena reciente nos ha enseñado que, si no se diseña con cuidado, la participación en plebiscitos puede generar contradicciones difíciles de resolver. Mientras que en 2020 -con voto voluntario- cerca de un 80% de los votantes optó por redactar una nueva Constitución, en 2022 y 2023 esos mismos mecanismos democráticos -esta vez en mucho mayor número, con voto obligatorio- llevaron al rechazo de las propuestas elaboradas. Este ciclo plebiscitario refleja una tensión entre la participación y la representación: el entusiasmo inicial por el cambio no se tradujo en acuerdos duraderos ni en textos constitucionales aceptados por la mayoría.
Recientemente publiqué una investigación junto a la Fundación Friedrich Ebert en la que afirmo que el problema no radica en la herramienta en sí, sino en su contexto y diseño. Sirven -y sirvieron- para decidir grandes cuestiones en los años recientes, así como ocurrió también en 1988. Y les brindan amplia legitimidad a las decisiones. Pero no resulta coherente haber aprobado un proceso constitucional con un sistema electoral y luego sancionar su resultado con otro totalmente diferente. Al ser opciones binarias, los plebiscitos no sustituyen otras herramientas de participación y deliberación, que los deben anteceder y complementar. Y en este sentido Chile está al debe, pues solo cuenta con la opción plebiscitaria en el ámbito comunal. Y a esta le impone condiciones de realización tan difíciles que desincentivan su utilización. En 25 años solo se han realizado cuatro procesos y apenas uno de ellos de origen ciudadano.
Hoy, cuando el Congreso discute posibles cambios a nuestro sistema político, es fundamental preguntarse cómo diseñar mecanismos que realmente permitan a la ciudadanía incidir en las decisiones sin caer en la frustración ni en el desencanto. Así, la herramienta plebiscitaria no debiera considerarse de manera aislada de un ejercicio más amplio y diverso de formas de participación, que en el país aún no existen. Pero que los diferentes textos constitucionales propuestos incorporan, lo que indica grados importantes de acuerdo. Mecanismos como los referéndums de iniciativa ciudadana, en simultáneo con las elecciones regulares; la participación en la agenda legislativa y las instancias de deliberación local podrían complementar el uso de plebiscitos, asegurando que estos no sean solo un “todo o nada”.
Pues si algo hemos aprendido de los procesos constituyentes fallidos es que la democracia no se fortalece solo con más votaciones, sino con más participación efectiva y más vinculación entre la ciudadanía y sus representantes. Porque de nada sirve abrir las urnas, si no abrimos también el debate.
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