Opinión
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Incentivos perversos: cuando la ciencia olvida su propósito
Desde hace años, quienes nos dedicamos a la investigación vivimos bajo la consigna de “publicar o perecer”, un lema que, de tanto repetirse, terminó vaciándose de contenido.
La noticia dada a conocer a través de una carta al director por dos académicos de la Universidad de Chile en que se develó que una académica de la Universidad de Tarapacá habría recibido más de treinta millones de pesos mensuales por publicaciones científicas encendió una alarma que va mucho más allá de un caso aislado.
Lo que subyace a esta denuncia de cuestionables prácticas es una distorsión que, poco a poco, ha ido infiltrándose en la educación superior chilena —y también fuera de nuestras fronteras—: la idea de que la ciencia puede medirse como si fuese una línea de montaje.
Desde hace años, quienes nos dedicamos a la investigación vivimos bajo la consigna de “publicar o perecer”, un lema que, de tanto repetirse, terminó vaciándose de contenido. Las métricas —el número de artículos publicados, las citas obtenidas, el índice de impacto— pasaron a ocupar el lugar que antes tenía la curiosidad o la búsqueda genuina del conocimiento. En su avance, desplazaron algo menos visible pero esencial: la ética, la vocación, el propósito.
En un país que invierte menos del 0,4 % del PIB en investigación y desarrollo, la presión por mostrar resultados ha llevado a muchas instituciones a implementar mecanismos de incentivo que valoran la rapidez antes que la profundidad. Pero el problema no es el incentivo en sí. Los reconocimientos bien concebidos pueden fortalecer la cultura científica si están orientados a premiar la calidad, la colaboración y la relevancia social del conocimiento.
El riesgo de este paradigma aparece cuando el sistema se centra en la cantidad, reduciendo el sentido del trabajo académico a una acumulación de puntos en lugar de un compromiso con el saber y la búsqueda de la verdad.
Lo que nació como una estrategia para dinamizar la productividad terminó, en algunos casos, alimentando un ecosistema donde lo urgente reemplaza a lo importante, y donde la colaboración retrocede ante la competencia.
No se trata de culpar a quienes investigan. La mayoría lo hace con rigor y convicción, muchas veces en condiciones adversas. El problema no reside en las personas, sino en un modelo que confunde excelencia con volumen y prestigio con visibilidad. En esa lógica, los incentivos pierden su capacidad transformadora y se vuelven una meta en sí mismos.
Hace más de ocho décadas, el sociólogo Robert Merton advertía que la ciencia se sostiene en valores como la universalidad, el desinterés y el escepticismo organizado. Cuando esos principios son reemplazados por la lógica del mercado, la investigación pierde su brújula moral y su sentido más profundo.
Revertir esa tendencia exige revisar las políticas de financiamiento, los sistemas de incentivos y, sobre todo, volver a preguntarnos por qué investigamos. ¿Queremos sumar puntos en un ranking o comprender mejor el mundo que habitamos?
La ciencia no necesita más métricas, sino más propósito. No necesita más competencia, sino más confianza. Tal vez, antes de diseñar nuevos estímulos, deberíamos recuperar algo que nunca debimos dejar escapar: la convicción de que el conocimiento es, en esencia, un bien público.
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