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El olimpo garantista desde el cual se dictó el fallo que absolvió a Longueira y MEO Opinión AgenciaUno

El olimpo garantista desde el cual se dictó el fallo que absolvió a Longueira y MEO

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Cristián Riego
Por : Cristián Riego Profesor de derecho procesal penal, Derecho Universidad Diego Portales
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Al final, el juicio SQM ha derivado en una confirmación de la impunidad con que concluyó la grave crisis política que comenzó en 2013 y que ha contribuido de manera tan notoria al desprestigio de las instituciones.


Hace unos días se dictó el veredicto del juicio del llamado caso SQM, uno de los pocos casos que sobrevivió a la gran operación de impunidad que recayó sobre el escándalo de financiamiento ilegal de la política que se destapó con motivo del llamado caso Penta y que involucraba a la mayoría de los partidos políticos.

En el caso SQM, la Fiscalía pretendía sancionar, entre otros, una  gran cantidad de delitos tributarios cometidos con el fin de justificar el traspaso de fondos de la empresa a los políticos, además de sobornos pagados a algunas autoridades que desde el Gobierno y el Parlamento favorecieron los intereses de la compañía.

Se trataba de un conjunto de delitos cuya investigación resultó muy problemática, debido a las enormes presiones ejercidas contra los fiscales y las operaciones mediáticas destinadas a justificar los hechos o disminuir su relevancia.

Así y todo, la Fiscalía logró formular acusaciones en 2018, ofreciendo pruebas respecto de hechos graves cometidos por algunas figuras políticas y empresariales  de gran visibilidad.

Pero a partir de ese momento todo fue mal, ya no debido a los esfuerzos de los políticos para enterrar los casos, sino debido a una grave disfunción que se ha instalado en los tribunales penales y que ha transformado las audiencias de los casos más complejos en ejercicios caros, largos y de baja utilidad, lo que a su vez genera una nueva fuente de impunidad en casos vinculados a la corrupción política.

En el caso SQM, la llamada audiencia de preparación del juicio oral, que se supone debiera ser la oportunidad en que el juez de garantía selecciona la prueba que ha de presentarse en el juicio con el fin de que este pueda concentrarse en la resolución del fondo del caso, se alargó de un modo grotesco, prolongándose por cerca de un año y medio y en modo alguno cumplió su cometido, en el sentido de viabilizar un juicio que pudiera realizarse de un modo razonable.

Luego, el juicio mismo estuvo fuera de todo control, prolongándose por cerca de tres años, en los cuales tuvieron lugar todas las malas prácticas que se han venido instalando desde hace tiempo y que ninguna autoridad se ha sentido compelida a corregir. Entre ellas, la exigencia de los jueces de que el juicio se desarrolle al ritmo de un dictado, con el supuesto fin de que un juez vaya produciendo una especie de acta que luego se incorpora al fallo, cuestión absolutamente innecesaria, dado que el fallo lo que debe hacer es analizar la prueba y no recitarla.

A ello se suma la exigencia de leer interminables documentos cuyo contenido no es objeto de ninguna controversia e interrogatorios interminables, muchas veces irrelevantes o reiterativos, que los jueces no limitan a pesar de tener facultades para hacerlo, solo por mencionar algunas.

Pero en este caso, la situación se agravó, dado que las juezas que formaron la mayoría adoptaron una actitud problemática. En su veredicto tomaron una postura extremadamente garantista, haciendo reiteradas declaraciones acerca de la importancia de diversas cláusulas del debido proceso, sí como su exigibilidad internacional y la ética. Al mismo tiempo, se mostraron rigurosas en criticar el desarrollo del proceso, en especial del propio juicio oral que presidieron, identificando diversos defectos , entre ellos, la enorme demora, lo que en su opinión privó de legitimidad a la pretensión punitiva del Estado y determinó la necesidad de absolver.

Lo contradictorio es que las juezas que dictaron el fallo de mayoría parecieron no darse cuenta de que su rol no es el de juzgar al proceso desde una especie de olimpo conceptual garantista, sino el de realizar un juicio con razonables garantías, mediante su gestión diaria del mismo. Su enorme respeto por el plazo razonable debió traducirse en conducir un juicio que cumpliera con ese estándar, no en permitir que la duración se descontrolara y luego decir que eso lo había tornado ilícito.

Pero no conformes con el desastroso resultado del juicio, las juezas decidieron tomarse el plazo de 10 meses para redactar el fallo definitivo, con lo cual no solo extienden la vulneración del plazo razonable que tanto les preocupa, sino que hacen virtualmente imposible la posibilidad de que se pueda corregir su mal desempeño mediante un nuevo juicio, que resultaría más que tardío.

Al final, el juicio SQM ha derivado en una confirmación de la impunidad con que concluyó la grave crisis política que comenzó en 2013 y que ha contribuido de manera tan notoria al desprestigio de las instituciones.

En su época, esa impunidad requirió de operaciones políticas mayores, como la intervención del SII o groseras presiones ejercidas en la elección del Fiscal Nacional, pero en esta etapa final bastó con la disfuncionalidad ya instalada de las audiencias judiciales para este tipo de casos, debido a la cual –de acuerdo con los resultados que se han venido obteniendo– los políticos difícilmente tendrán incentivos para superarla por la vía de alguna reforma legal.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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