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                        “Atorrantes”: el lenguaje del clasismo político en Chile
El país necesita recuperar un lenguaje político que construya, no que humille, que confronte ideas y no personas, porque mientras algunos sigan hablando desde el pedestal del desprecio –o justificando a quienes lo hacen–, la brecha entre representantes y representados solo seguirá creciendo.
En tiempos de campaña las palabras se escapan más rápido que las ideas. La ansiedad por marcar diferencias, por instalar frases efectistas o por golpear al rival, termina muchas veces por desnudar más de lo que se quisiera.
Eso fue lo que ocurrió con Diego Paulsen, vocero de la candidatura de Evelyn Matthei, quien el pasado 28 de octubre calificó al Gobierno del Presidente Gabriel Boric como un “Gobierno de atorrantes”. Una frase breve, pero cargada de una violencia simbólica que revela mucho más que una simple descalificación política, porque decir “atorrante” en Chile no es un acto neutro.
Es un insulto con historia, asociado al desprecio de clase, a esa mirada desde arriba que reduce al otro a la vagancia o a la carencia moral. En boca de un dirigente político proveniente de un sector acomodado, el término adquiere un tono particularmente hiriente. No solo ataca al Gobierno: ataca a quienes lo representan, a quienes lo apoyan, a quienes provienen de los mundos populares que históricamente han sido etiquetados bajo ese tipo de categorías.
Lo más revelador, sin embargo, vino después. En lugar de corregir a su vocero o reconocer el exceso, Evelyn Matthei optó por respaldarlo: “Yo respaldo totalmente a mi jefe de campaña, el tema es que he prometido comportarme como señorita”, declaró. La frase, lejos de suavizar el conflicto, terminó profundizando la brecha, porque detrás de ese intento de moderación se cuela el mismo patrón de clase que intenta negar.
En el fondo, la candidata parece sostener que los “atorrantes” son otros y que su deber es mantenerse al margen de ese desborde no porque lo considere errado, sino porque “una señorita” no debe expresarlo públicamente.
Esa mezcla de clasismo y condescendencia golpea en un momento clave, con cifras que muestran un estancamiento preocupante para una candidatura que había apostado por la moderación como estrategia de crecimiento. Y es que difícilmente se puede construir un liderazgo transversal cuando el discurso –o el silencio frente a ciertos discursos– refuerza la idea de una élite que mira desde arriba a la ciudadanía común.
La política chilena atraviesa una crisis de respeto. Lo vemos en redes sociales, en los debates parlamentarios y ahora en las vocerías presidenciales. En vez de discutir ideas, se imponen los epítetos. En vez de adversarios, se fabrican enemigos. Y cuando ese tono proviene de quienes aspiran a gobernar, el daño es mayor: se normaliza el clasismo como parte del debate público y se legitima la ofensa como estrategia política.
Decir “atorrante” no es solo un exceso verbal: es una forma de marcar jerarquías, de recordar quién pertenece a los “que trabajan” y quién a los “que sobran”. Es una frontera simbólica que Chile debería haber superado hace tiempo, pero que reaparece con fuerza cada vez que la desigualdad se siente amenazada.
El país necesita recuperar un lenguaje político que construya, no que humille, que confronte ideas y no personas, porque mientras algunos sigan hablando desde el pedestal del desprecio –o justificando a quienes lo hacen–, la brecha entre representantes y representados solo seguirá creciendo. En política, las palabras no se las lleva el viento: son la expresión más visible de la forma en que se entiende el poder.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
 
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