Publicidad
La narrativa portuaria en Chile: ¿Fausto o Prometeo? Opinión Imagen Referencial. Crédito: Agencia Uno, puerto de Valparaíso

La narrativa portuaria en Chile: ¿Fausto o Prometeo?

Publicidad

El país no necesita decidir hoy entre “megapuerto o nada”. Lo que necesita es dejar de pensar en términos binarios.


En Chile solemos discutir los grandes proyectos como si el país jugara eternamente a la ruleta del crecimiento: o apostamos masivamente y rápido, o “perdemos el tren de la historia”. En el debate portuario la lógica es la misma: construir ahora o quedar fuera del mapa marítimo global. Pero ¿y si el tren que nos piden tomar no tiene destino asegurado? ¿Y si lo que se nos ofrece como futuro inevitable es, en verdad, una ilusión estadística, impulsada más por consultoras, constructoras y élites técnicas y políticas que por datos objetivos del comercio internacional? Por lo demás, ¿cuáles son los presupuestos éticos, políticos y epistémicos que respaldan la objetividad de los reportes comprometidos?

Durante décadas, la narrativa portuaria en Chile fue simple: el comercio mundial crecía, el Pacífico se expandía, y los puertos debían seguir “escalando”. Esa lógica hoy está quebrada. La geopolítica fragmenta las cadenas logísticas, los shocks ambientales encarecen seguros y rutas, la multipolaridad introduce riesgos sistémicos, y las proyecciones de comercio ya no son lineales –ni para la OCDE, ni para UNCTAD, ni para la industria marítima–.

Uno de los más reputados consultores marítimos y portuarios, Jon Monroe, ha señalado que la industria marítima sigue actuando como si la tendencia del comercio internacional justificara la inversión y el crecimiento de las naves. El gigantismo naval, a su vez, arrastra también al sector portuario que cae presa de la misma ilusión de progreso. En otras palabras: ya no vivimos en el mundo que justificó el mantra “más megapuertos, más competitividad”. Más aún, en la actual coyuntura de reconfiguración del comercio internacional y la lucha comercial entre USA y China, las tendencias ya no son claras. 

Tal como advierte Bent Flyvbjerg –el gran estudioso mundial de los megaproyectos–, los proyectos de infraestructura de miles de millones comparten un patrón: se planifican con sobreoptimismo, se ejecutan con sobrecostos y se justifican con sobrepromesas. Recordemos algunos casos conocidos, como The Big Dig – Boston Central Artery/Tunnel Project, una megaobra vial en Massachusetts; Flughafen Berlin Brandenburg “Willy Brandt”, que es el mayor aeropuerto de Berlín; varios de los estadios del Mundial de Fútbol 2014 en Brasil; o el proyecto de estación de transporte intermodal Stuttgart 21 en la ciudad homónima.

La lista podría ser interminable. Todos partieron con la retórica del progreso, modernización y/o “salto al desarrollo”. Pero varios terminaron como deudas públicas, litigios, elefantes blancos o enormes activos infrautilizados. No porque la infraestructura no importe, sino porque se apostó a un crecimiento e inversión que no estaban basados en evidencia adecuada, antes de tener una demanda real y en ausencia de una gobernanza sólida.

Chile está peligrosamente cerca de repetir esa historia. Si forzamos hoy un megapuerto de US$ 3.500 a US$ 5.000 millones sin horizonte cierto de carga que lo respalde, no estaremos haciendo política estratégica. Debemos evitar caer como país en el juego del “capitalismo de casino”, que favorece la especulación en megaproyectos de infraestructura. Como advirtió Flyvbjerg, “think slow, act fast”: planificar con prudencia y ejecutar prontamente, pero solo cuando los datos lo validen.

Pensar lentamente permite planificar detalladamente, reducir los espacios de incertidumbre y considerar los eventuales riesgos para construir una base sólida para una ejecución rápida que permita cerrar la ventana de tiempo en que se produce la potencial emergencia de errores e imprevistos.

Esa prudencia no es sinónimo de parálisis. Significa, como propone el enfoque de fases, invertir primero en eficiencia de la infraestructura existente, optimizar las inversiones disponibles que nos dan una ventaja competitiva como el molo de Valparaíso –que ya nos ofrece aguas abrigadas–, discutir las ventajas y desventajas de la  digitalización en la industria logística portuaria, mejorar la seguridad de los procesos productivos, potenciando el protagonismo de trabajadores y trabajadoras, mejorar los corredores logísticos, invertir en líneas que permitan mayor carga ferroviaria y lograr todo lo anterior con una gobernanza colaborativa que integre a todas las partes interesadas, de modo de asegurar la viabilidad de los proyectos.

Significa concentrarnos en lo que ya sabemos que funciona hoy, en vez de financiar a ciegas el puerto imaginado del mañana, basado en un imaginario fáustico del futuro del comercio internacional.

La alternativa existe y está bien resumida en tres principios, los dos primeros muy entrelazados:

  • Inversión progresiva y reversible: evitar hundir capital en infraestructura que no se puede adaptar si el comercio cae o rota de eje.
  • Estrategia de inversión y construcción por umbrales: no construir hasta que existan compromisos verificables de carga y líneas navieras.
  • Gobernanza colaborativa ciudad-puerto-hinterland: con ella daremos seguridad, voz e influencia real a las comunidades locales y evitaremos la judicialización de los proyectos, mejorando su legitimidad social y política.

La pregunta entonces no es “¿megapuerto sí o no?”, sino: ¿qué tipo de política portuaria tiene sentido en un mundo inestable?

El propio sector portuario ha cambiado. Las empresas tienen conciencia de que los puertos ya no son solo nodos logístico-técnicos. Son espacios y redes de circulación en territorios cruzados por una conflictividad social, ambiental y laboral latente. Ningún plan de desarrollo portuario del siglo XXI sobrevive sin licencia social. 

Sin embargo, hoy seguimos operando con una ley de modernización del sector portuario estatal de 1997 que regula a una minoría de los puertos del país. Esta ley tuvo varios aciertos. Entre ellos, haber sentado las bases para el desarrollo portuario como resultado de una alianza público-privada. Pero no siempre ha podido dotar de legitimidad a los planes maestros de desarrollo portuario.

Esa ley fue diseñada para otro mercado internacional, otro sistema logístico y para una sociedad y comunidades locales menos exigentes. Con el paso del tiempo, se ha ido asentando un consenso transversal desde la academia hasta los gremios de que el sistema institucional que regula al sector portuario merece ser revisado, y que probablemente lo que necesitamos es una Ley General de Puertos.

En efecto, creemos que, sin nueva ley portuaria, cualquier plan de desarrollo o megapuerto es infraestructura sin norte. Lo que hoy necesitamos, más que las grandes inversiones, es un marco regulatorio y una autoridad portuaria con capacidad de generar una orientación estratégica para todo el sector.

El país no necesita decidir hoy entre “megapuerto o nada”. Lo que necesita es dejar de pensar en términos binarios. Lo urgente no es mover contenedores: es mover el debate desde la fe desarrollista que sigue una ilusión de progreso lineal, hacia la política basada en evidencia y con orientación estratégica. En un mundo en crisis de certidumbre, el verdadero liderazgo no está en construir más grande, sino en construir más prudente. 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

Inscríbete en nuestro Newsletter El Mostrador Opinión, No te pierdas las columnas de opinión más destacadas de la semana en tu correo. Todos los domingos a las 10am.

Publicidad