Opinión
Archivo (AgenciaUno)
No es el delito, son los incentivos
Porque al final, no es el delito, son los incentivos. Cuando la astucia supera a la honestidad, la ganancia a la legitimidad y el atajo al mérito, el delito abandona el ámbito de la transgresión para ingresar en el de la cultura.
En Chile, todos hablan de seguridad, pero pocos comprenden sus causas. Abundan las soluciones inmediatas, pero escasea la mirada que se atreva a ir a la raíz del problema. Especialmente en tiempos electorales, cuando el miedo se convierte en consigna. Todos coinciden en que la violencia aumenta, que el crimen organizado se expande y que la sensación de inseguridad no cede. Pero pocos se detienen en lo esencial: los incentivos que hacen que, para muchos, el delito parezca una salida coherente dentro de las reglas reales del sistema.
El problema no es solo la falta de control, sino el tipo de recompensas —económicas, simbólicas y sociales— que hoy ofrece nuestra sociedad. Mientras los beneficios de la transgresión sigan superando a los del cumplimiento, ningún despliegue policial será suficiente. El delito no surge de la carencia, sino de la convergencia de estímulos. Las personas actúan en función de las oportunidades y significados que su entorno les ofrece. Cuando el esfuerzo no es premiado, cuando la legalidad es lenta, cuando el prestigio depende de la ostentación y no del mérito, cometer un delito deja de ser una anomalía y se transforma en una alternativa racional.
Chile vive precisamente ese punto de inflexión. La frustración estructural, la impunidad institucional y la cultura del éxito rápido han configurado una matriz criminógena de incentivos. En ella, el delito deja de ser una excepción y pasa a formar parte del repertorio social. Redefinir esa matriz es el verdadero desafío. No basta con endurecer penas ni multiplicar sistema de control. Hay que cambiar el modo en que como sociedad premiamos, admiramos y legitimamos las conductas. Y ese cambio debe comenzar por cinco ejes fundamentales.
Primero, el éxito inmediato debe dar paso al mérito sostenible. Chile necesita volver a valorar la constancia, la colaboración y el trabajo bien hecho, no la velocidad ni la ostentación. Mientras el mercado y los medios sigan glorificando al que “llega rápido” y no al que “construye bien”, el atajo seguirá pareciendo más inteligente que el camino legítimo.
Segundo, la impunidad percibida debe ser reemplazada por una trazabilidad moral del Estado. La justicia no se fortalece solo con castigo, sino con coherencia. Cada procedimiento, sentencia y fiscalización debe ser visible, verificable y transparente. La legitimidad institucional se construye cuando la ciudadanía ve que la ley se cumple, sin privilegios ni demoras.
Tercero, el reconocimiento por la transgresión debe transformarse en prestigio por la contribución. En muchos territorios, el estatus lo otorgan quienes mandan o reparten, no quienes enseñan o sostienen. Revertir esa lógica implica devolver el valor simbólico al liderazgo ético, convertir al educador, al técnico o al vecino solidario en referentes culturales. La admiración también previene.
Cuarto, el abandono estatal debe ceder ante una presencia relacional del Estado. No basta con irrumpir con policías o programas esporádicos. El Estado debe recuperar presencia real en los territorios de forma continua, accesible y cercana. La autoridad se construye en el vínculo cotidiano, no en la irrupción esporádica.
Y quinto, la astucia ilegítima debe mutar en una ética del ingenio. Chile siempre ha admirado al “vivo”, al que burla el sistema. Pero esa picardía, desprovista de moral, se vuelve delictual. Reencauzada hacia la creatividad legítima, puede ser una fuerza social transformadora. Hay que volver a admirar la inteligencia que construye, no la que evade.
Estos cinco cambios no son solo morales, sino estructurales. Redefinir los incentivos es reprogramar la lógica de la recompensa colectiva, es lograr que cumplir las reglas sea más rentable —material y simbólicamente— que quebrarlas. No se trata de disuadir, sino de hacer que el delito pierda sentido.
Chile enfrenta hoy una encrucijada: puede seguir tratando la criminalidad como un asunto operativo —de más patrullas, más cámaras y más castigos— o comprenderla como el reflejo de un desajuste social y moral mucho más profundo. Si opta por lo primero, multiplicará esfuerzos sin cambiar resultados. Si asume lo segundo, deberá revisar sus jerarquías morales, sus símbolos de éxito y sus recompensas cotidianas.
Porque al final, no es el delito, son los incentivos. Cuando la astucia supera a la honestidad, la ganancia a la legitimidad y el atajo al mérito, el delito abandona el ámbito de la transgresión para ingresar en el de la cultura.
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