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Universidades en modo retail: cuando la competencia fabrica desencanto Opinión

Universidades en modo retail: cuando la competencia fabrica desencanto

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Ezequiel Martínez Rojas
Por : Ezequiel Martínez Rojas Vicerrector de Investigación e Innovación UNAP
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Quizá el gesto más urgente sea el de la honestidad. Decirle a un país que estudiar importa (porque importa), pero que la forma en que organizamos ese acto ha desviado el sentido.


Durante tres décadas Chile abrazó una promesa: que la desregulación, las lógicas de mercado, la “soberanía del consumidor”, la autonomía casi irrestricta de los proyectos y un catálogo exuberante de títulos y grados ordenarían por sí solos la educación superior, como si estudiar fuese un acto de consumo y no un bien público. El espejo de la realidad es menos épico. El reciente estudio de la Fiscalía Nacional Económica (FNE) sobre educación superior muestra que el 35% de las carreras y programas hoy registra retorno negativo y que, pese a ello, cerca del 40% de la matrícula de 2023 se dirige a esas trayectorias (en 2012 eran 17% y 22%). Esto no es una excentricidad estadística: es el síntoma de un orden que convirtió la elección vocacional en una apuesta hecha a tientas, donde la etiqueta sustituye a la evidencia y el anhelo de movilidad social se monetiza como deuda.

La exuberancia de la oferta, celebrada como diversidad, terminó siendo ruido. Más de 5 mil programas que a menudo duplican contenidos bajo nombres distintos no multiplican las posibilidades de un país, multiplican el desconcierto. En un mercado donde el marketing y la retórica de “calidad” pesan más que los resultados efectivos (empleabilidad, salarios, duración real, correspondencia entre estudio y ocupación), la fragmentación no es un error: es una estrategia. Para el postulante, ese juego de espejos es un laberinto; para la institución, una forma de diferenciarse sin transformar la sustancia. Y cuando la decisión se toma a tientas, el costo no es solo pecuniario, se paga con tiempo vital, con expectativas rotas, con trayectorias laborales que no conectan con la formación que las precede.

El sistema ha normalizado una figura conocida y cruel: la del “cesante ilustrado”, la persona que acumuló diplomas, créditos, certificados y promesas, y que sin embargo habita una frontera de subempleo, sobrecalificación e inestabilidad. Esa figura no es una fatalidad individual, es el producto de un arreglo institucional que privatiza el riesgo y socializa el desencanto. La educación se nos vendió como seguro de futuro y terminó funcionando como instrumento de endeudamiento y de señalización en mercados saturados, donde el valor del título se deprecia por inflación credencial y desconexión con la estructura productiva. Se nos dijo “elige y vencerás”; la evidencia sugiere “elige y apuesta”.

En este cuadro, el papel de las universidades estatales aparece atrapado en una paradoja. Se les exige ser contrapeso público, custodias de misión y territorio; se las obliga, a la vez, a competir bajo lógicas que las empujan al mismo juego mercantil, donde compiten por vocación, sino por necesidad. Un financiamiento basal insuficiente y amarrado a fórmulas históricas castiga el presente, premia inercias y fuerza a salir a buscar aranceles para cerrar brechas que el presupuesto debiera cubrir. A esa dependencia se le suman rigideces administrativas que enlentecen la contratación de talento y la gestión cotidiana, generando una desventaja estructural frente a actores más ligeros de papeles. Así, lo público termina corriendo con lastre mientras se le pide llegar primero.

También la promesa de la virtualidad, presentada como democratización del acceso, se bifurcó: puede abrir oportunidades reales allí donde las distancias y los horarios son barreras, pero también puede convertirse en un dispositivo de escalamiento barato, donde cohortes infladas, tutorización mínima y materiales reempaquetados producen la ilusión de aprendizaje sin su densidad. La pregunta nunca fue “presencial o en línea”, sino si lo que se ofrece agrega valor a la vida de las personas y a los territorios. Cuando la modalidad es pretexto para capturar demanda más que para enriquecer el vínculo pedagógico, el resultado es el mismo: más títulos, menos futuro.

La raíz del problema no es moral; es política. Tratamos la universidad como un mercado de bienes diferenciados y la convertimos en una maquinaria de asignación de estatus en vez de una institución de producción y circulación de conocimiento con sentido público. El precio reemplazó a la orientación; el catálogo, a la comunidad académica; la “libertad de elegir”, a la deliberación sobre para qué educamos y a quién le sirve lo que enseñamos. Y cuando la conversación pública se reduce a la libertad de consumo, la sociedad queda sin herramientas para preguntar por el valor, por la pertinencia y el sentido de la educación. 

Reestructurar no significa recentralizar desde un escritorio ni romantizar burocracias; significa volver a preguntarnos, sin trampas, qué esperamos de nuestro sistema de educación superior en un país que envejece, que se digitaliza, que transita hacia nuevas matrices productivas y que arrastra deudas sociales antiguas. Significa asumir que la competencia puede tener un lugar, donde la pluralidad es deseable y la innovación requiere fricción, pero subordinada a un horizonte de valor público y no al revés. Significa dejar de confundir diversidad con redundancia y libertad con desresponsabilización. Significa, en términos simples, que el título no puede ser un boleto de lotería.

Ese ejercicio implica cuestionar la economía política del endeudamiento estudiantil y su moral tácita del “sálvese quien pueda”. Implica mirar de frente la inflación de credenciales y su promesa rota de movilidad. Implica reconocer que la sobreproducción de “programas-producto” no traduce necesariamente más conocimiento ni mejores competencias, sino a menudo más marketing y más costes de búsqueda para los jóvenes. Implica aceptar que la autonomía sin proyecto colectivo es solo la libertad de perderse.

No se trata de escribir una lista de recetas; se trata de cambiar el tono del diálogo público. Dejar de discutir en clave de consumidor y empezar a deliberar en clave de ciudadanía. Volver a situar la pregunta por la calidad más allá del eslogan y del ranking, y medirla donde duele: en lo que aprenden las y los estudiantes, en las condiciones de su inserción laboral, en la contribución real a los problemas del territorio, en la densidad cultural que la universidad agrega a la vida común. Y, sobre todo, reconocer que la neutralidad es una ficción: toda arquitectura institucional reparte costos y beneficios. La actual reparte certificados; distribuye, de forma desigual, las posibilidades de que esos certificados valgan algo.

Quizá el gesto más urgente sea el de la honestidad. Decirle a un país que estudiar importa (porque importa), pero que la forma en que organizamos ese acto ha desviado el sentido. Admitir que las reglas vigentes producen demasiadas veces “cesantes ilustrados” y que la salida no pasa por seguir multiplicando rótulos, sino por recomponer el vínculo entre aprendizaje, trabajo y comunidad. Entender que la promesa de movilidad no puede descansar en la intensificación del sacrificio individual, sino en un pacto que no privatice el riesgo de quien estudia ni socialice el desencanto de quien no consigue traducir su esfuerzo en una vida mejor.

Reestructurar, entonces, es un verbo cívico antes que técnico. Es volver a poner la educación superior al servicio de un futuro compartido, donde el mercado sea un instrumento y no el oráculo; donde la elección sea libertad y no ruleta; donde la universidad vuelva a ser, frente a la incertidumbre, una institución de sentido. Solo así dejaremos de formar “cesantes ilustrados” para formar ciudadanos plenos: personas que no solo acumulan créditos y diplomas, sino capacidades para construir, con otros, un país menos endeudado en su esperanza.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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