La pulsión de una muerte tranquila, la creación constante de contradicciones, el avance hacia territorios de muerte segura, se ha transformado en regla de conducta de una elite política que mientras se resiste a morir, no sabe hacer otra cosa que caminar hacia ella. Es así como se acaban las épocas, así es como se pudren los ciclos, así es como se renueva la historia.
La depresión y la guerra no se llevan bien. Las almas melancólicas abundan en los monarcas, de cargos garantizados y eternizados, sumidos en la complacencia de todo su séquito o hastiados de conspiraciones entre primos. Es razonable el desvarío y la tristeza de Hamlet dudando sobre el causante de la muerte de su padre y odiando el pronto matrimonio de su madre. Las campañas políticas, primas en segundo grado de la guerra, no producen depresión. Pueden enloquecer, tornar obsesivos, paranoicos, enfatizar la histeria y, sin lugar a dudas, generar maníacos que mañana, después de la derrota o incluso del triunfo, transiten al marasmo o la depresión. Pero la campaña tiene otro hálito, otra tensión.
Por eso, el símbolo del líder de la UDI retirándose del combate por depresión no es sólo un acontecimiento, sino que adquiere el rasgo de arquetipo, de arcano mayor de la época. El misterio de esa imagen es lo que hoy está en juego. ¿Cuál es el significado de este hecho? La historia no juega a los dados. Los candidatos no se deprimen como si chocaran a cien kilómetros por hora, la derecha no pierde a sus tres figuras presidenciales más importantes por casualidad. En dos meses y medio Golborne, Allamand y Longueira sufrieron derrotas políticas y existenciales que los dejaron reducidos a escombros. Allamand volverá a escena, pero muy debilitado. Quizás incluso Golborne podría reaparecer, reivindicado en una sociedad que se identifica con los que han sido golpeados, pero el fantasma del lucro acecha su existencia. Longueira está definitivamente fuera de concurso. En sólo dos meses y medio, la derecha dejó heridos a sus principales figuras presidenciales. En medio del escenario, resplandece con ironía Sebastián Piñera, cuyos bajísimos niveles de aprobación son casi un mérito en medio de la sequía política de la derecha. Si hace un año él parecía el causante de la crisis de poder en la derecha, hoy aparece como el sobreviviente.
En mi columna anterior escribí que Tánatos se había apoderado de la escena política y que era la UDI el lugar donde se había quedado a vivir. La pulsión de una muerte tranquila, la creación constante de contradicciones, el avance hacia territorios de muerte segura, se ha transformado en regla de conducta de una elite política que mientras se resiste a morir, no sabe hacer otra cosa que caminar hacia ella. Es así como se acaban las épocas, así es como se pudren los ciclos, así es como se renueva la historia. Dije que era evidente que el frenesí mortuorio tenía en la UDI su máxima expresión. Y eso no es casual: es este partido el corazón de la época, la barrera política que permitió que la postdictadura no fuera nunca democracia, el fundamento ideológico y religioso donde Dios, la empresa y el mercado de capitales se unieron en sagrada trinidad.
[cita]La depresión de Longueira es el síntoma de dos procesos: primero, el cuerpo político de la derecha se desangra hace ya tres años, su poder se desvanece a cada instante, se agudizan los conflictos internos, las contradicciones, el empresariado se refugia en otros sitios (Velasco fue un ejemplo).[/cita]
En el ciclo que hoy vemos descomponerse la derecha ha tenido un poder enorme. Bajo la administración constante de la Concertación, el poder ha sido depositado en la derecha política y económica. La agonía de este ciclo supone la agonía de la derecha. La depresión de Longueira simboliza las fuerzas exánimes de un proyecto que empieza a retirarse de la historia. El país anormalmente libremercadista, anormalmente conservador en sus leyes, anormalmente temeroso de los cambios institucionales; empieza a cuestionar la anormalidad. El cambio en el sentido común que los movimientos sociales han producido ha sido un corrosivo para la arquitectura armada durante la dictadura y que todavía nos rodea.
La fortaleza histórica de la derecha durante la transición política es un hito anormal en la historia de Chile. No es que la derecha no haya tenido poder antes, pues de hecho casi nunca ha dejado de tenerlo. Pero nunca antes había logrado operar con tanto éxito en la dimensión electoral, nunca había logrado aparecer formalmente tan democrática ni había conseguido hacer viable su extremo conservadurismo y su cultura de la desigualdad de un modo tan sutil y liviano. Las reformas que constituyeron al nuevo empresariado durante la dictadura, la reivindicación ideológica y la configuración material de la desigualdad, las regresiones en la salud pública reproductiva hasta convertir a Chile en bastión de la aguda normatividad sexual de Juan Pablo II, la solidificación del valor del orden como prioridad; fueron algunos de los rasgos que cambiaron el hábitat del país. Y en este hábitat artificialmente creado, la derecha podía ser relevante. Un escenario social y cultural específico, más dispositivos de control político durante la transición, sumado a una coalición rival como la Concertación que sacrificó su programa y su alma por ser gobierno e integrarse a los beneficios del modelo; permitieron a la derecha su época más floreciente, donde el poder de sus ideas (e incluso de sus ‘no ideas’) parecía incontrarrestable.
Los movimientos sociales desde 2011 acabaron con la estructura transicional porque le quitaron su premisa: la política debía ser de baja intensidad para ser soportada por las instituciones postdictatoriales. Como la política se tornó de alta intensidad y el escenario que habitamos hoy es de politización, el orden institucional (que va desde las prácticas regulares hasta la formalidad de las instituciones) se ha tornado impertinente. En este escenario las dos energías fundamentales de la sociedad han sido la transformación y la conservación.
Los extremos de esta tensión quedaron representados por los movimientos sociales, de un lado, y la UDI, por el otro. Por eso, hace un año escribí que estos actores eran la clave del proceso que se estaba viviendo. Hoy la UDI está derrotada. Su último bastión era Longueira, quien llegaría con su mesianismo a salvar al partido en medio de este escenario adverso. Pero no hubo lucha, no hubo guerra, no hubo heridos, mártires ni héroes. Sólo hubo depresión y muerte tranquila, retiro del mundo y abandono. En toda tragedia hay un momento en que el protagonista ‘reconoce’ la existencia de su destino trágico, logra notar lo que desde fuera parece evidente y que en su mente no ha logrado articularse como un dato. Edipo comprende que ha cumplido sin desearlo la sentencia del oráculo (se ha casado con su madre, ha asesinado a su padre) y horrorizado se saca los ojos. Ahora es Longueira quien cae derrotado. Saben bien él y todos los miembros de la UDI que al seguir la ruta que permitiría salvar a la UDI, rescatar su obra, salvar el modelo político tutelado, la democracia incompleta, la transición interminable y sostener el modelo económico; sólo han conseguido acabar con los últimos trozos del muro de contención de las transformaciones.
La depresión de Longueira es el síntoma de dos procesos: primero, el cuerpo político de la derecha se desangra hace ya tres años, su poder se desvanece a cada instante, se agudizan los conflictos internos, las contradicciones, el empresariado se refugia en otros sitios (Velasco fue un ejemplo). Y en segundo lugar, el orden político transicional/binominal está en crisis. Los elementos de esta estructura política transicional están dados por la fuerza operativa de la Democracia Cristiana, el Partido Socialista y la UDI, por el pacto indisoluble entre los dos primeros y por la capacidad real del último para ser el tapón de toda transformación. Por eso, es llamativo que en la Concertación haya imperado la felicidad en medio de la devastación de la UDI. Por supuesto, la forma de aparición de esa felicidad ha sido la empatía, los llamados a respetar a Longueira, la comprensión por su salud. Si a usted lo defiende su enemigo, hay dos posibilidades: o ha ganado brutalmente o ha sido inmensamente derrotado. Y aquí nadie puede decir lo primero de la UDI. La Concertación festeja, pero lo hace porque no comprende. El ciclo político sigue mostrando avanzar en la misma dirección. El poder se mueve hacia su último bastión. Todo cuerpo se resiste a morir, toda época también. La última frontera es la Concertación, mejor dicho, es simplemente Bachelet. Sobre sus hombros pesa toda la administración de este fin de ciclo. Su triunfo obvio y seguro hoy pesa toneladas. No habrá a quien culpar, no se podrá ser gobierno y oposición a la vez, se le hará entrega de todo el poder para que invente un punto donde la democracia mejore sin molestar a los fácticos, donde la transformación aumente sin molestar a los conservadores, es decir, donde se armonicen los contrarios.
Pero esta época no es de armonía. Hoy no se armonizan los contrarios. Más bien se contradicen los armónicos. Si Longueira es el símbolo de la gran depresión de todo el orden transicional, Bachelet es el punto de anudación del final de ese ciclo. A veces una fuerza política logra en la historia ser la última frontera de la era que se muere y la primera semilla de la era que nace. No sabemos si Michelle Bachelet lo logrará. Si la derecha habita en la depresión y la Concertación en el silencio, es discutible que el orden que han administrado tenga algún futuro.