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Los apuntes del ex conscripto que confesó en la radio cómo dinamitaron a detenidos desaparecidos

Los apuntes del ex conscripto que confesó en la radio cómo dinamitaron a detenidos desaparecidos

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En un relato coloquial y rústico, plagado de marihuana y angustia existencial, el ex soldado relata las misiones en las que participó en la Pampa del Tamarugal y el fatídico destino de los prisioneros.


Se presentó en el programa ‘El Chacotero Sentimental’ como «Alberto», un chofer de colectivo de 62 años que se reencontró con una mujer de origen italiano con la que tuvo una breve historia de amor justo antes de irse al servicio militar en 1973 y participar en una patrulla militar que –según admitió– fusiló y dinamitó en el desierto a decenas de prisioneros, entre ellos, el marido de la mujer con la que volvía a encontrarse. 

Toda esa experiencia está plasmada en el blog «Desperdicio militar obligatorio»,  donde el ex soldado se hace llamar «Demian», que también se publicó como libro impreso. A continuación ofrecemos algunos fragmentos:

Cumplíamos con nuestro servicio militar obligatorio, el año 1973 en el Regimiento de Infantería Nº 5 Carampange de la VI División del Ejército de Chile en la ciudad de Iquique, ubicado entre las calles Manuel Rodríguez con J.J. Pérez y Riquelme de cerro a mar y de Norte a Sur. J. Martínez y Amunátegui.

Drogados, volados como piojo, en la letrina del regimiento. La fragancia del pito se mezclaba con la fetidez de las tazas de los W.C. Casi rebalsando la mierda, todo ese conjunto de olores fecales y marihuana, eran el cuadro perfecto de nuestra conciencia.

Todos los que estábamos ahí, en ese momento, nos drogábamos, habíamos regresado hacía tres días desde Santiago, porque nos habían mandado a reforzar el batallón del Ejército de Chile de la capital. Ahí en Santiago, nos vimos enfrentados a la locura de la guerra. Ahí nuestra ingenuidad terminó en una violenta verdad. Ahí nuestra inocencia conoció la violencia de la muerte, el sabor de la hiel y el veneno del odio. Todos los que estábamos ahí nos drogábamos para apagar nuestra conciencia del hecho de haber tenido que obedecer al mandato de disparar contra nuestros propios ciudadanos chilenos, por el solo hecho de pensar diferente al que a la fuerza se hizo cargo del gobierno. Habíamos sido victimarios de más de una muerte, sin siquiera imaginar la estela de dolor que dejamos en los familiares de las víctimas. Nuestros superiores, ordenaban matar, quizás ellos pudieran imaginar las sensaciones o sentimientos que se grabaron en lo más profundo de nuestros corazones, al tener que cumplir estas órdenes: “Debe matar”. Sensación de náuseas y vacío en el alma.

La misión en Santiago, a todos nos había transformado: trastornado, desequilibrados. También nos había matado una gran parte de nuestros inocentes y duros sentimientos de la ingenua vida que habíamos llevado antes del golpe militar.

Al regresar a Iquique, en el cuartel, los otros pelaos, nos miraban asombrados. Nos dábamos cuenta que le causábamos una profunda impresión en su inocencia, nos vanagloriaban de un delito como un acto heroico. En mi interior, yo sentía que me tenía sujeto el demonio por la mano y mis muertos me perseguían.

Pero… Yo sabía… Sentía en lo más impenetrable de mi ser, que conocí en Santiago, cosas que nunca habría creído posibles que yo podría llegar a cometer. Este sentimiento me hacía sentir como la mierda, como las güevas, desconcertado. Sentía pavor en mi realidad, algo como un escape a mi maldad no conocida.

La muerte del hippie

-Tratando de dormir- Sentía un nudo ciego de odio, sentía como una piedra que obstruía mi garganta, odiaba a los milicos, odiaba al gobierno de la Unidad Popular, odiaba a los de derecha y a los de izquierda, por ser unos descriteriados, como chucha no evitaron lo inevitable: llevando a nuestro país a conocer la violencia de la muerte. Como chucha, los imbéciles de la derecha, los imbéciles de la izquierda y los imbéciles de las fuerzas armadas, no buscaron una alternativa de paz. Jamás lo hicieron. No eran hippies, no habían fumado yerba. Como chucha no se fueron a alguna playa y viendo la puesta de sol, se habrían fumado unos buenos pitos, igual que los hippies, que su lema es amor y paz: No a la guerra, sí al amor. – Estos gueones deberían, por último, haberles preguntado a los hippies, que tenían su revolución de las flores. Estoy seguro, cualquier hippie, les habría demostrado con harto humo, que la marihuana depura los sentimientos, reblandece la ferocidad de bestia salvaje que lleva el ser humano. La marihuana, te enseña a andar sin detenerte… A no atarte, sólo a lo que puedes ver y tocar. Te enseña a proteger todo lo vivo, te enseña a disfrutar del amor y la paz.

[cita tipo=»destaque»] Cerca de los cadáveres, creía ver una pequeña y casi imperceptible luz, una chispa o algo parecido. Trataba de fijar mi visión en ese destello. Dudaba dentro de mi estado de embriaguez con la marihuana, alucinaba o algo parecido, pero igual ese punto luminoso que avanzaba hacia los muertos, me inquietaba. El sargento Mamani y el cabo Supanta, llegaron junto a nosotros. El sargento Mamani, dejó la caja metálica en el suelo y pegó su vista en la cagá de su reloj unos segundos, levantó su cabeza y dirigió la mirada hacia los cadáveres y delante de nosotros, ante nuestras miradas, se remeció la tierra, el cielo, el infierno, junto con el bramido de la explosión.[/cita]

-Tratando de dormir- Sigo despierto, tengo sentimientos encontrados. Los milicos se equivocan. Se creen justos, cometiendo injusticias. Los milicos parecían poseídos, estaban en el límite de lo salvaje. Hechizados por algún brujo, por su agresividad y maldad que los hizo enloquecer.
-Tratando de dormir- Mi alma hippie sabía que la violencia no sirve a ninguna verdad. Ella misma quiere ser la verdad. Los milicos nunca definieron su extrema violencia.
La violencia deforma lo que viola, lo arruina y lo destruye. No lo transforma, sino que le arrebata su forma y su sentido, haciendo de ello únicamente un signo de su propia cólera.
La violencia permanece fuera. No conoce el sistema, el mundo la configuración que hiere y mata. (Ya sean personas, grupos, cuerpos o razas). Se niega a ser posible las soluciones del problema, con otra cosa, al contrario quiere ser imposible. Quiere ser inaceptable en el ámbito que ella desgarra y destroza. No quiere saber nada de él. Quiere ser sólo ignorancia, locura decidida y ciega. Voluntad embrutecida, libre de toda ligadura, exclusivamente dedicada a su agresividad destructora.

Por eso la violencia es profundamente estúpida. Verdaderamente estúpida, de una manera intensa, impenetrable y muy difícil de corregir. No es estupidez por falta de inteligencia, sino mucho peor, es estupidez por falta de pensamientos, producto de una inteligencia deformada. El violento quiere explotar con toda su violencia y para ello tiene que enajenarse. Tiene que arremeter con su propia impenetrable dureza y ser sólo aquello que ataca y rompe. Aquello que tortura hasta la insensibilidad, la de la víctima, pero también la suya propia. Su fuerza, ya no es fuerza, sino una especie de intensidad pura, torpe, estúpida e inaccesible.

La violencia es una debilidad que causa estragos, del que no quiere saber nada. No lo cambia por ninguna otra alternativa, sino por sí misma, con sus golpes quiere engendrar la verdad.
La violencia no trabaja con argumentos, reflexiones y pruebas. Su agresividad es la revelación.
La diferencia entre la violencia de la verdad y la verdad de la violencia parece imponerse cada vez con la misma fuerza que la ambivalencia, la verdad es violenta, porque es verdadera, mientras que la otra, su tenaz doble,sólo es “verdadera” en la medida en que es violenta.
Mucho antes de convertirme en soldado, cuando adolescente, sentí todo mi ser identificado con la buena onda hippie. Su lema amor y paz, con la revolución de las flores. Eso para mí significaba el amor incondicional a la naturaleza, a la tierra, a la vida, la buena vida. Amaba al mundo, el rock, y mi himno de guerra era el tema de Los Jaivas: “Para qué vivimos separados, si la tierra nos quiere juntar, el sol alumbra para todos…”. Y mi ritual para unirme a la naturaleza, fumar marihuana, era el cáliz de la congraciación al dios supremo de las drogas. Volado, me dejaba llevar por las venas subterráneas, que riegan los sueños. La marihuana te enseña a andar sin detenerte… A no atarte sólo a lo que puedes ver y tocar. Los hippies protegen todo lo vivo. Lo que germina desaparece y como el amor que vuelve a regresar.

Desperdicio militar obligatorio

¿Qué paz podríamos encontrar en nuestras vidas?….
Sintiéndonos totalmente confundidos al saber, cada uno de nosotros, las cagás que nos habíamos mandado en Santiago durante el golpe militar,
sabiendo y sintiendo que los milicos nos llevaron a nosotros, los pelaos, que estábamos cumpliendo nuestro servicio militar obligatorio, desde Iquique a Santiago, para combatir sus injusticias.
Porque las ansias de dominar, se apoderó de los milicos y en vez de tratar de dialogar con los de la Unidad Popular, se pusieron más furiosos y belicosos, aumentando su voracidad por el poder, sin ningún respeto por sus compatriotas, los silenciaron con la muerte.
Todos esos cuarenta y cinco días que estuvimos en Santiago, me llevaron a una mínima conclusión, a una real conclusión… Para mí los milicos sin adversarios… ¡son nada! Se inventaron un enemigo y esos enemigos eran la gente de la Unidad Popular y las piezas de su invento somos nosotros, los pelaos que cumplíamos nuestra cagá de servicio militar obligatorio, que se transformó en desperdicio militar obligatorio.

Vendados a la pampa

¿Mi sargento, adónde vamos?
-Guarde silencio soldado, usted sólo cumple órdenes.
Bajando la calle Bolívar, se detuvo el jeep en una puerta de servicio del cuartel general, y el sargento Mamani ordenó.
-Tú, Demián, quédate a un costado del jeep. Ustedes… síganme.
Los tres llegaron a la puerta. Desde adentro fue abierta. Ingresaron. Salieron de inmediato, pero ahora acompañados de dos civiles, maniatados y con su vista vendada.
Los subieron al jeep, luego nosotros y… en marcha. El preso que estaba a mi lado, tenía el pelo liso y largo, igual que su abundante barba. El otro, pelo corto, tez blanca y repelían un fuerte olor, por el encierro y el mal trato. Dejarlos asearse, a los detenidos, era un lujo.

El rugir del motor, rompía el silencio de la noche. Cerca del hospital nos detuvo una patrulla militar. El sargento Mamani, bajó. Mostró un papel al encargado de la patrulla. Este se dirigió a nuestro jeep, metió su cagá de cabeza por la ventana del conductor, sapió y se viró junto con llevarse la mano a la visera ordenó: continuar.

La patrulla militar nos escoltó hasta la salida de Iquique. El conductor aceleró, rápido y seguro. Al enfrentar los zig-zag, condujo con prudencia las curvas disminuyendo la velocidad, llegando a altos hospicios. El frío de la pampa nos recibió junto con los destellos de la luna llena, a la altura de la base aérea Los Cóndores. Nuevamente se detuvo el jeep frente a una patrulla de la Fach. Lo mismo, el güeón del sargento Mamani, bajó, saludó, mostró el papel. El güeón a cargo se dirigió el jeep. Metió su cagá de cabeza por la ventana del conductor, sapió y chao. Llevando su mano a la visera dijo: -¡continuar!
Rápido avanzó el jeep, internándose en la soledad de la pampa, la noche iluminada por los destellos de la luna llena. Nuestros sentidos oscurecidos por los destellos de la muerte.
El prisionero sentado a mi lado derecho, tiritaba de frío, de miedo, de incertidumbre. Al ver su rostro vendado, se notaba húmedo, los dos tenían la misma actitud. Ellos lloraban su propia muerte.

Después, sentí sus cuerpos lánguidos. Ya no tiritaban. Se notaban sus cuerpos diseminados de dolor. Hacia el interior del jeep, a través de una ventana, ingresaba la brisa de la pampa. Se olía húmeda y amarga. Ahora, sus cuerpos, parecían no tener huesos ni articulaciones. Sentía que la carretera iba como a un puente, hacia el mundo subterráneo de los muertos. La venda en sus ojos era una sábana mortuoria. Parecía que sus espíritus hubiesen abandonado sus cuerpos.
Durante el trayecto, no hubo ningún comentario. El silencio era parte del ruido del jeep. El tiempo y espacio, uno solo. La esperanza y la desesperanza, no existía.
Frente al fuerte Baquedano, paró el jeep. Bajó el sargento Mamani, mostró el papel al oficial de guardia y este se dirigió al vehículo, metió su cagá de cabeza por la ventana del conductor, sapió y chao, agregando:  ¡Continuar!

Continuamos la marcha. El bajón de los pitos, llegó junto con el hambre. Tenía más hambre que la chucha. No podría pensar ninguna güeá. Tenía bajón de pitos. Miré al pelao Quiroga y le insinué, si tenía algo para comer. El respondió que sólo había traído caramelos toffee, lo que acompañó con una cara de güeón. (Caramelos toffee, cigarro de marihuana).
Llegamos a Huara, el jeep se detuvo, junto a una garita de carabineros. El sargento Mamani, bajó. Mostró el papel. Un carabinero se dirigió al jeep, metió su cagá de cabeza por la ventana del conductor, sapió y chao, agregando: ¡Continuar!
El jeep, giró hacia el interior, en dirección a la cordillera. Acompañados por bruscos movimientos que sacudían el vehículo al internarse en ese camino como las güeas.

No sé cuánto rato anduvimos en esa cagá de camino. La caja metálica saltó junto con todos nosotros, al pasar el jeep por un gran bache. La caja metálica se detuvo en mi canilla… caja culiá. Llegué a soltar unas lágrimas del fuerte golpe. Me dolía la pata más que la cresta. Lo que alejó mi trance de hambre.

Con una mano afirmaba el fusil, con la otra mano afirmaba la caja metálica, tratando de mantener mi posición en el asiento. Todos, presos y opresores, recibíamos el mismo trato. La naturaleza del camino no hacía diferencias. La naturaleza del hombre, la maldad del hombre marca la diferencia.

-¡Disminuye la velocidad, cabo Supanta! Sí. Acá es la güeá -concluyó el sargento.

En medio de la pampa, al costado izquierdo del camino tortuoso, había un cerro de mediana altura. El sargento Mamani ordenó girar en dirección al cerro. Avanzamos varios metros, luego el sargento Mamani, ordenó detener el vehículo diciendo:

-Bajen todos. Tú, Demián, trae la caja.

Sólo el conductor continuó en el volante. Al recibir una señal del sargento Mamani el jeep, nuevamente en movimiento se alejó de nosotros casi quinientos metros. Con nuestras miradas seguimos al jeep, dándonos cuenta que se detuvo. Apagó las luces y el conductor se dirigía hacia nosotros.

El silencio nos envolvió. La luz de la luna nos pintó a todos de un color extraño. Nos veíamos casi plomos, acompañados de nuestras negras sombras. Eran colores y sensaciones macabras.
Una inesperada brisa diseminó las últimas esperanzas, una helada sensación de delirio y terror nos invadió. Los minutos eternos… Nos mirábamos con el pelao Quiroga, con los ojos atónitos, alucinados, desencajados de miedo.

Por fin llegó el cabo conductor Supanta . El sargento Mamani rompió ese momento demencial y ordenó a los presos caminar. Uno primero, el otro después. Después el sargento, el cabo, el pelao Quiroga y yo, avanzamos en fila en dirección al cerro. Parecíamos una procesión de fantasmas.
Avanzamos unos metros, y el sargento ordenó detenerse. Avanzó acercándose al primer preso, lo tomó del brazo. El cabo Supanta tomó al otro preso también del brazo, avanzaron en línea, pero antes ordenó que el pelao Quiroga y yo, nos detuviéramos.

Avanzaron, los opresores y los presos. El sargento Mamani con un gesto de su cabeza le dió una señal al cabo Supanta. Los dos soltaron a los presos. Estos titubearon. El sargento los animó a seguir caminando, y a la vez los dos milicos, desenfundaron sus pistolas. Junto con sacar el seguro, pasaron bala a la recámara, levantaron sus armas apuntando a la nuca de los presos, y al unísono, un solo estampido, un solo fogonazo, los presos en el límite de la vida, con unos ridículos movimientos, traspasaron la frontera de la muerte.
Los ajusticiaron como si hubieran cometido un atroz delito, cuando apenas, tenían un ideal político.

El sargento desde lejos ordenó: Demián, trae la caja.
-A su orden, mi sargento -el pelao Quiroga y yo, avanzamos como zombies, como petrificados, enajenados, trastornados.
Al llegar donde el sargento Mamani, alargué mi brazo y entre balbuceo le dije al sargento:
-Cumplida la orden, mi sargento- Este ordenó.
-Ahora tú, Demián y Quiroga vayan al jeep y esperen ahí.
-A su orden, mi sargento -contestamos con el pelao Quiroga. Dimos la vuelta y caminamos en dirección al jeep.

Caminaba cabizbajo, caminaba choqueado, caminaba aturdido, caminaba destruido. Luego escuché la voz del pelao Quiroga que caminaba detrás de mi.
-Demián, tengo frío. Tengo miedo, tengo miedo. Tengo un pito…
-Guárdalo, gueón, en el jeep lo prendimos.
En el jeep, bien lejos de los milicos culiaos, prendimos el pito. Volamos, pitiamos, alucinamos. Dos pitiás cada uno y cagó el pito.

Sin hablar, sin comentar, sin balbucear. No había nada de que hablar. A veces sin preguntar, se reciben miles de respuestas.
La violencia de la verdad, la violencia de la mentira, era la realidad. La vida, la muerte coronada por la maldad.

Volado como piojo, buscaba en el infinito cielo estrellado algo que justificara lo injustificable. Las estrellas estaban al alcance de la mano, igual que la muerte. La vida estaba al final de las estrella, la muerte a años luz de la cordura militar
-¡Hey, Demián! Ahí vienen los culiaos, güeón.
-Sí, güeón. Vienen como si nada hubiera pasado.
Cerca de los cadáveres, creía ver una pequeña y casi imperceptible luz, una chispa o algo parecido. Trataba de fijar mi visión en ese destello. Dudaba dentro de mi estado de embriaguez con la marihuana, alucinaba o algo parecido, pero igual ese punto luminoso que avanzaba hacia los muertos, me inquietaba.

El sargento Mamani y el cabo Supanta, llegaron junto a nosotros. El sargento Mamani, dejó la caja metálica en el suelo y pegó su vista en la cagá de su reloj unos segundos, levantó su cabeza y dirigió la mirada hacia los cadáveres y delante de nosotros, ante nuestras miradas, se remeció la tierra, el cielo, el infierno, junto con el bramido de la explosión.

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