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Moda y poder: la penalización de ser ‘fashion’ en la política Opinión

Moda y poder: la penalización de ser ‘fashion’ en la política

Claudia Mellado
Por : Claudia Mellado Doctora en Comunicación. Académica PUCV. Instagram: @claudiamellado
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La mujer en política se siente obligada a vestir con un look masculino para acceder al poder y ser legitimada por la sociedad. Pero aunque, en comparación con la mujer, el vestir masculino recibe menos atención y, por lo tanto, menos críticas de la opinión pública, esto no es solo una cosa de féminas.


«¿Qué hace Michelle Bachelet usando Converse rosadas en pleno Palacio de La Moneda?». Eso fue lo que todos se preguntaron el 6 de octubre, cuando comenzó a circular en Internet una sonriente foto de la Jefa de Estado vistiendo este calzado para muchos “juvenil”. No era un fotomontaje ni un arranque de relajo de la Presidenta, sino que una campaña para alertar sobre la importancia de la detección temprana del cáncer de mama.

Pero ¿por qué la foto circuló tanto en redes sociales? ¿Por qué salió en decenas de medios de prensa? ¿Por qué un cambio en los zapatos de una autoridad llama tanto la atención en un país donde están pasando tantas otras cosas?

La moda, así como la música o la pintura, es un arte; y, por lo tanto, es un lenguaje de signos y una forma de comunicarnos a nivel no verbal. La vestimenta de una persona emite –se quiera o no– un discurso que debe ser leído por alguien que considerará a dicha persona como moderna, anticuada, cool, ondera, elegante, ridícula, vulgar, estrafalaria, entre muchas otras opciones.

La parte “artística” de  la moda no es necesariamente la más cercana a la política, pero la del lenguaje sí. Dicho de otra forma: la moda, el estilo y el vestir en política están llenos de mensajes que influyen fuertemente en el nivel de “autoridad” que el señor político o la señora política logren transmitir.

Muchos han escrito libros y manuales sobre la moda como valor político, y sobre las claves para ser exitosos en política a través del vestir. Uno de los conceptos sociológicos más analizados en este contexto es el “power dresssing”, un estilo de moda típico de empresarias y políticas que surgió en los años 70 (pero que podría remontarse a cuando Juana de Arco se puso una armadura masculina).

El power dressing funde los roles de género a través del uso del traje masculino de dos piezas, suéteres de cuello redondo, hombreras, faldas hasta la rodilla, es decir: vestimenta sobria y conservadora, que haga posible que mujeres que entran a un terreno tradicionalmente masculino, como la política, transmitan autoridad, respeto y credibilidad. El power dressing es en política, entonces, un símbolo de estatus y de poder.

El objetivo es, claramente, dar al cuerpo femenino una forma más masculina, o sea, igualar a la mujer con el hombre.

Y esto no es casual. Desde el fin de la Revolución Francesa  y con la aparición de connotados diseñadores de moda se logró generar, quizás sin querer, lo que hoy puede definirse como el uniforme político. Es solo cosa de mirar hacia atrás, llegar hasta los años 20 y encontrarnos con la mundialmente aclamada Coco Chanel, cuando creo su clásico traje de dos piezas, “liberando” a las mujeres del uso de corsés, faldas apretadas, trajes aparatosos y tacos infinitos. Décadas más tarde, a fines de los 60, el legendario Yves Saint Laurent creo la clásica chaqueta smoking, siguiendo los mismos pasos.

Margaret Thatcher, Angela Merkel, Hillary Clinton, nuestra Presidenta Michelle Bachelet y las actuales candidatas a alcaldesas por Providencia (Evelyn Matthei y Josefa Errázuriz), son algunos ejemplos que muchos sociólogos de la moda podrían mencionar al momento de referirse a este fenómeno. Robin Wright, con su personaje Claire Underwood en la serie House of Cards, es hoy la embajadora indiscutida del power dressing actual, lo que no ha hecho más que encumbrar esta tendencia a lo alto de los deseos de miles de seguidoras de la serie.

En este contexto, varios han manifestado que el power dressing no implica minimizar la identidad de la mujer, sino resaltar la fusión de géneros en el vestir. Y la verdad, algunas mueren por eso. La senadora Lily Perez llegó a “disfrazarse” de la esposa del político Underwood en revista Caras, y muchas han intentado emularla. Pero señores, aclaremos las cosas. Eso, primero, es una serie de ficción. La trama es increíble. La actriz además es estupenda. Hizo de Jenny en Forrest Gump, todos la amamos por eso, y tiene otros atractivos (sin desmerecer a la senadora Pérez, estupendísima también), que hacen que no solo su ropa sino también su personaje en general sean un símbolo que connote glamour y estilo.

Pero, realmente, ¿nos hemos puesto a pensar en lo que hay detrás de este concepto que tiende a ser visto como un fenómeno liberador, positivo, feminista y que empodera a las mujeres?

No perdamos la perspectiva: el uniforme político fue creado para hombres. Lo que hicieron diseñadores como Coco Chanel o Yves Saint Laurent fue solo una adaptación de elementos del vestuario masculino para mujeres, y que en la práctica se acercaron al uniforme masculino, donde hay cosas permitidas, pero otras que no.

Como mujer, no me había puesto a pensar hasta qué punto la femineidad puede ser o no compatible con la política. Y aunque la respuesta no es universal, hay algo que está claro: la evolución del vestir, de la moda y del “fashion” dentro del mundo político, no ha estado a la par con los cambios que estos mismos conceptos han tenido en la sociedad. Por ejemplo, aunque cada vez estamos más acostumbrados e incluso admiramos la desnudez como algo natural, en el mundo político esto es visto como un pecado mortal: como si el político, tal caballero de batalla, se quitara su armadura y quedara desnudo frente al enemigo, constatando su condición de hombre, falible y frágil.

Pantalón o falda recta y recatada, top de cuello redondo, chaqueta recta, zapato de taco cuadrado y más bien bajito = perfecto.

Vestido con transparencias, tacos pronunciados, falda corta, accesorios voluminosos, vestimenta ceñida al cuerpo, colores “Barbie” = horror (y, seguro, portada de todos los medios el día después). Ni hablar de mostrar parte de tu cuerpo, quedas fatal. ¡Imagínate andar con escote!, ay no, te destruyen (si andas con escote es porque estás intentando conseguir algo, dirán seguro), porque, en definitiva, no puedes ser mujer en ese espacio: necesitas entrar en razón y ponerte el uniforme, que para eso te has esforzado tanto.

¿No tiene esto un mensaje perverso y perturbador? Si la única forma de acceder al poder es asumir un rol masculino, esto también es asumir que el poder está solo en los hombres, y que toda esta pantalla de la “mujer al poder” no es más que un enmascaramiento e incluso una aceptación de lo previamente dicho.

[cita tipo=»destaque»]Estos cánones extraoficiales, pero que funcionan a la perfección, hablan de la representación del poder como lo masculino, y que el hecho de ser mujer, femenina y sexy ya está penalizado en política.[/cita]

En lo personal, amo profundamente a Coco Chanel, su clásica chaqueta con perlas, ese “little black dress”, los pantalones, y muchos otros elementos que son un “must have” en el clóset de muchas mujeres, sean políticas o no. Pero estoy segura que cuando Coco Chanel lanzó su marca, su visión fue desarrollar un estilo de vestuario que generara una elegancia clásica y casual. De ahí al uniforme político, hay un universo de distancia.

Pongamos también las cosas en contexto: en aquella época lo que Chanel proponía era romper las reglas y generar una sensación de liberación, poniéndoles los  “pantalones a las mujeres”. Pero eso fue hace casi 100 años.

Hoy en cambio, si se aplican las mismas reglas, se obtiene todo lo contrario: una especie de encierro y esclavitud. La mujer en política se siente obligada a vestir con un look masculino para acceder al poder y ser legitimada por la sociedad.

Pero aunque, en comparación con la mujer, el vestir masculino recibe menos atención y, por lo tanto, menos críticas de la opinión pública, esto no es solo una cosa de féminas. Si a una mujer política se le prohíbe mostrar piel (recuerden a la Merkel  y el escándalo por su súper escote del vestido azul), a un hombre político se le prohíbe vestir sin corbata o desabrocharse cierto número de botones de la camisa (cosas de las que personajes como nuestro distinguido diputado Boric no se han dado ni por enterado).

Tremendo escándalo cuando, a mediados de los 80, Jean Paul Gaultier vistió a hombres con faldas. Él, por supuesto, negó que fuera una provocación al “establishment”, y afirmó que era una colección inspirada en los uniformes masculinos tradicionales como la falda escocesa.

¿Se imaginan que nuestros políticos pudieran hacer lo mismo que las mujeres, a lo más “power dressing style”, despojarse de sus amarras y usar faldas cómodas y holgadas, o pantalones pitillos, camisas ajustadas y zapatos de colores? Creo que eso seria realmente entretenido.

Lamentablemente, la existencia y total vigencia del uniforme político no es solo responsabilidad de ellos, sino de todos quienes validamos e imponemos ese “dress code” a los propios políticos. Nuestra sociedad es aún pacata, sobria, uniformada (razones sobran), y aunque va cambiando, aún falta mucho. ¿O votaría usted por un político que anduviera con “guayabera” y hawaiianas todo el día? ¿Habría ganado Michelle Bachelet sus dos presidenciales si las mismas zapatillas de la campaña contra el cáncer las hubiera usado como prenda diaria durante su campaña?

El vestir tiene en política el poder físico de definir los límites de lo posible. Así que ya sabe. Si quiere dedicarse a la política, vaya buscando el uniforme que mejor le acomode. Mientras más poder desee, más uniformadito tiene que estar.

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