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La política en tiempos de pandemia EDITORIAL

La política en tiempos de pandemia

El COVID-19 ha desnudado no solo el frágil funcionamiento del sistema sanitario, sino también la fragilidad institucional de la economía y de lo social en todo el país, poniendo una nota de interrogación sobre la seguridad humana en el Chile de hoy. No debiera entonces ser un tema menor del debate político actual, menos todavía cuando están implicados los derechos civiles y políticos de los ciudadanos en un momento de estallido social y de proceso de cambio hacia una Nueva Constitución. Sin embargo, la desorientación institucional de la elite política –y en gran medida de la oposición– resulta evidente, y el debate político de fondo, inexistente. El problema no radica solo en la pericia corta del Gobierno sino también en la ceguera larga de la oposición, incapaz de construir, con su mayoría formal, un derrotero programático para el país, al menos en el manejo legislativo.


Resulta innegable que el COVID-19 está conmoviendo tanto los cimientos del orden político mundial como las costumbres, las bases de poder y los usos de la política interna, prácticamente en todos los países. Es evidente que en las democracias es donde quedan expuestas de manera más nítida las fallas y errores en el manejo de la pandemia, y donde es posible conocer las tensiones entre ciudadanos y gobiernos en torno a los derechos civiles y políticos puestos en juego. En cambio, donde campean sistemas autoritarios o derechamente dictaduras, la inexistencia del derecho ciudadano a opinar libremente deja todo en la opacidad de la manipulación oficial.

Chile no es una democracia perfecta, pero, aun con fallas de información, es posible opinar y debatir. De la información disponible, es posible constatar que las opiniones remiten a dos grandes conjuntos de nociones políticas por parte de la ciudadanía y los actores políticos.

La primera es sobre el significado doctrinario y conceptual de los derechos y bienes públicos que, asociados al bienestar de las personas, ha puesto en el tapete la pandemia, y la realidad de la seguridad humana de los ciudadanos. La segunda es si la forma de régimen político que tiene el país y los titulares de su gestión, realmente son eficaces o suficientes o si, por el contrario, se requiere de cambios profundos cuando se salga de la crisis actual.

En cuanto a lo primero, el debate –todavía larvado– entre qué prima como principio ordenador de la política pública, si la salud o la economía, ya prevé parte de lo que será el debate a futuro.

En estos momentos la respuesta más recurrida a los requerimientos elude una definición de fondo y declara –de manera comprensible– que es el momento de salvar vidas, al tiempo que soslaya aclarar que esa tensión entre salud y economía, dadas las definiciones institucionales y financieras previas del país, obligaría a discriminar entre vidas humanas, si la crisis sanitaria empeora o se prolonga en el tiempo, o si los recursos pasan de escasos a críticos o inexistentes, frente a tanta demanda. Es decir, si se debe enfrentar una decisión de costo-eficiencia social en los sistemas de salud privados o públicos, que ponga el dilema entre ricos y pobres, o jóvenes versus ancianos.

El tema no es menor, pues a corto andar ha quedado en evidencia que la estructura de valores del pacto constitucional vigente en nuestro país, enfrentado a las consecuencia económicas del COVID-19, ha llevado al  Gobierno a optar por instrumentos de mercado a la hora de resolver los paquetes económicos para la protección de las personas de cara al funcionamiento de la economía. La libertad económica, protección de la propiedad y funcionamiento de los mercados proclamados como valores en la Constitución, han primado sobre aquellos de la amplitud social y el alcance humanitario de las políticas. El Gobierno eligió los mecanismos institucionales disponibles en la economía, que son los de un mercado formal, independientemente del número de personas que estos cubren, por ejemplo, la tasa de bancarización del país.

Chile es un país con una mixtura difícil entre economía formal e informal. Un tercio o quizás más de la fuerza de trabajo está inserta en la informalidad y una parte sustantiva del encadenamiento productivo del sector formal es muy débil, sobre todo en sus sectores medios o bajos de la pirámide productiva, especialmente si tienen bajo nivel tecnológico. Eso hace que el sostenimiento de la fuerza laboral y productiva, aun siendo formalizada, sea muy escasa y que parte importante de las pymes y microempresas deban asociarse más a la informalidad que a la economía formal. La mayor información sobre esto, sin duda, reside en los registros del SII y no de la banca o el Ministerio de Desarrollo Social.

Así, el COVID-19 ha desnudado no solo el frágil funcionamiento del sistema sanitario, sino también la fragilidad institucional de la economía y de lo social en todo el país, poniendo una nota de interrogación sobre la seguridad humana en el Chile de hoy.

No debiera entonces ser un tema menor del debate político actual, menos todavía cuando están implicados los derechos civiles y políticos de los ciudadanos en un momento de estallido social y de proceso de cambio hacia una Nueva Constitución.

Sin embargo, la desorientación institucional de la elite política –y en gran medida de la oposición– resulta evidente, y el debate político de fondo, inexistente.

La oposición, obsesionada en un espejismo de poder interno en la Cámara de Diputados, ha extraviado su acción política en una pugna negligente y autorreferente, que la pone de espaldas frente a las necesidades del país.  Curiosamente, la voz más crítica y de control de las medidas adoptadas por el Gobierno ha sido la de los alcaldes y, entre ellos, algunos de las huestes oficialistas, como los de La Florida y Puente Alto en la Región Metropolitana.

Más allá de una comprensible desavenencia doctrinaria entre un partido tradicional y centrista como la Democracia Cristiana y una fuerza política abigarrada y poco cohesionada como el Frente Amplio, no se entiende que ellos hagan prevalecer sus diferencias en torno a la presidencia de la Cámara de Diputados, como si de tal cargo dependiera una definición trascendente para el país.

Puede ser efectivo que la conducción errática del segundo mandato de Sebastián Piñera haya tenido, entre sus principales problemas, el de intentar de usar al Congreso Nacional como un emblema de incompetencia u obstruccionismo, tratando luego que negociaciones bilaterales con la oposición le permitan obtener pequeños triunfos legislativos. Sin embargo el problema no radica solo en la pericia corta del Gobierno sino también en la ceguera larga de la oposición, incapaz de construir, con su mayoría formal, un derrotero programático para el país, al menos en el manejo legislativo.

La regla de la democracia es que en ella se dialoga y se debate, pero los contenidos de los diálogos y los acuerdos los determinan la pericia política y la cultura democrática de los actores y, en ello, la oposición ha sido hasta ahora ciega, sorda y muda.

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