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Vida, adicción y muerte de Náyade PAÍS

Vida, adicción y muerte de Náyade

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Cuando llegó a un programa terapéutico, los datos de su ficha eran elocuentes: a los 9 meses fue ingresada por primera vez al Sename. A los 10 años presentaba daño orgánico severo por consumo de pasta base y tolueno. Tenía varias enfermedades de transmisión sexual, VIH incluido. Murió a los 19 en calle, donde había vivido casi toda su vida. Su caso es un símbolo de la interseccionalidad de género, concepto que Hogar de Cristo incorpora en “Ser niña en una residencia de protección en Chile”, revelador estudio que se presentó este 17 de marzo.


–Niñitas, ¡a bañarse! –era el llamado de Carolina Reyes, la psicóloga y entonces directora del primer y único programa residencial en el país para mujeres adolescentes infractoras o no de ley, con consumo problemático de alcohol y otras drogas.

En ese tiempo, la residencia –que llegó a tener cupo para 20 jóvenes– estaba situada en Colina, muy cerca de los centros penitenciarios. Había sido instalada allí, en 2012, frente a unos departamentos conocidos informalmente como “el mall de la droga”, con la promesa de las autoridades de establecer un Centro de Salud Familiar (Cesfam) y otros programas, para generar una suerte de polo de atenciones sociales en las inmediaciones que sirviera como escudo protector.

Nada de eso sucedió. O pasó todo lo contrario.

“A los 5 meses de funcionamiento, se instaló al frente nuestro una traficante que tenía asociada una red de explotación sexual comercial. Nuestro programa es abierto; las niñas pueden entrar y salir libremente, así es que era descarado cómo las utilizaban, sin que nosotros pudiéramos hacer nada. Las denuncias se interponen, las alertas están dadas, pero las policías tardan en investigar, las niñitas no quieren declarar. Tienen tantas carencias, que confunden amor con abuso y llaman ‘mi pareja’ al cincuentón que las prostituye”.

[cita tipo=»destaque»]Pese a este emparejamiento en los consumos, el sicólogo y director social nacional del Hogar de Cristo, Paulo Egenau, insiste en que el tratamiento de la pobreza hoy no puede desentenderse de la dimensión de género. Y pone un ejemplo crítico: “Si observamos la situación de las niñas y las jóvenes que están en residencias de protección bajo la responsabilidad del Estado, también es evidente que su realidad difiere absolutamente de la de sus pares masculinos. Ellas arrastran graves experiencias de vulneración y en la adolescencia la acumulación de trauma se traduce en mayores problemas de salud mental, niveles de conflictividad y daño. Es por esto que para el Hogar de Cristo la dimensión de género en los procesos terapéuticos se ha convertido en una cuestión crucial”.[/cita]

Carolina dirigió ese programa durante dos años y medio, hasta que, a causa de la nefasta acción de la red delictual, debieron trasladarse a la comuna de Independencia, en 2015.

Pero volvamos a 2012, cuando la entonces joven directora de la residencia no se explicaba por qué la casa olía tan mal y mandaba a las adolescentes a bañarse y a todo el mundo a limpiar. Pronto descubrió que no era olor a sudor, ni a orina, ni a falta de aseo lo que sentía. Era el hedor característico de los condilomas de Náyade, una joven de 16 años entonces, que finalmente moriría a los 19, en calle, en Renca, a la orilla del río Mapocho.

Náyade –cuyo nombre es ficticio, no así su historia– pasó y se fue de este mundo en la más sola de las soledades, con la tristeza más triste y la inconsciencia más inconsciente, para terminar con la más muerta de las muertes: las muertes de esas vidas que nadie quiere recordar. Reconstruir su cruda y durísima trayectoria de vida resulta clínico, tiene visos de autopsia, quizás porque fue víctima de la insensibilidad de toda la sociedad, de la incompetencia del sistema y de la incomodidad que genera en todos dar los detalles de su breve e inhumana existencia. Aunque hay quienes, como Carolina Reyes, que sí la recuerdan y la consideran un símbolo de la vulnerabilidad de las mujeres. Nos dice:

–Esa residencia debe ser uno de los programas más complejos que ha tenido el Hogar de Cristo, porque se conjugan las variables más terribles de la pobreza: se trata de mujeres, adolescentes, abandonadas, abusadas, explotadas sexualmente y con consumo. Son chicas que han tenido una vida terrible –cuenta Carolina.

Esta suma de condiciones que contribuyen a la vulneración, exclusión y estigmatización de las mujeres, es lo que hoy se denomina interseccionalidad de género y alude a que “las niñas, adolescentes y mujeres pueden ser víctimas de discriminación múltiple, producto de la intersección entre dos o más factores de discriminación. El concepto de interseccionalidad fue acuñado en 1989 por la abogada afroestadounidense, Kimberlé Crenshaw, para destacar el hecho de que en Estados Unidos las mujeres negras estaban expuestas a violencias y discriminaciones, por razones tanto de raza como de género y, sobre todo, buscaba crear categorías jurídicas concretas para enfrentar discriminaciones en múltiples y variados niveles (Viveros Vigoya, 2016)”.

La cita es parte del estudio que presentó la Dirección Social Nacional del Hogar de Cristo el 17 de marzo, en un lanzamiento online que se enmarcó en la serie de publicaciones «Del Dicho al Derecho». Las anteriores son “Estándares de calidad para residencias de protección de niños y adolescentes” (2017) y “Modelo de calidad para escuelas de reingreso” (2019). Ahora se trata de “Ser niña en una residencia de protección en Chile”, temática que representa un tremendo avance al incorporar el género al tratamiento de la infancia vulnerada, y que dedica un esclarecedor capítulo a cómo las redes de explotación sexual comercial conocen la debilidad de las niñas y jóvenes de las residencias de protección y de alguna manera “las cercan”, sin que el aparato judicial y policial logre contrarrestar su infame accionar. Y aunque ese programa no era una residencia de protección, sino un dispositivo terapéutico para jóvenes pobres con problema de consumo, tenía el mismo “atractivo” para estas redes de depredadores que una residencia Sename.

Cuando Náyade llegó al programa, los datos de su ficha psicosocial eran elocuentes: a los 9 meses de edad fue ingresada por primera vez al Sename; de ahí en adelante fue un permanente entrar y salir. A los 10 años ya presentaba daño orgánico severo por consumo de pasta base y tolueno, después de haber vivido la mayor parte del tiempo en calle. Tenía todas las enfermedades de transmisión sexual imaginables, desde condilomas hasta VIH. “Se decía que a causa de esto último, la perseguía un sicario pagado por una mafia de colectiveros a los que había contagiado y buscaban vengarse”, cuenta Carolina Reyes, quien explica que la joven estuvo con ellas durante tres meses en el programa, porque ese es el tiempo máximo que permanecen las chicas en tratamiento de rehabilitación.

“Nosotros no éramos un programa de larga estadía y si bien ella mejoró en esa etapa, tuvo sus pequeños logros, en especial en lo que tiene que ver con el autocuidado, al irse, volvió pronto a la calle y, por eso mismo, a la droga».

Murió precisamente ahí, en la calle, a causa de un daño sistémico generalizado. Y, aunque tenía familia, esta nunca se hizo presente, como pasa en la mayoría de los casos de mujeres con consumo problemático de alcohol y otras drogas.

La familia las rechaza, la policía no se apura, la justicia es lenta, el personal médico las desprecia, los políticos no las ven como electorado potencial.

Elizabeth Jiménez, trabajadora social que hace dupla con Carolina en el trabajo con mujeres con problemas de consumo en el que continúan trabajando, releva el que en las escasas residencias terapéuticas existentes “los hombres siempre son visitados por la familia. Madres y padres, parejas, hijos, están pendientes, preocupados. Las mujeres, en cambio, prácticamente no reciben visitas, no las va a ver nadie. Están solas, abandonadas, porque son motivo de vergüenza para sus familias. Es lo mismo que sucede en las cárceles”.

Mujeres sin atención

Elizabeth Jiménez sostiene: “Ellas soportan un mayor grado de reproche y rechazo social, que se traduce en un menor apoyo familiar y comunitario. Se les juzga como malas madres, malas hijas, malas mujeres. Son estigmatizadas, aisladas, censuradas, por eso, muchas ocultan lo que les pasa”.

Las mujeres con consumo problemático perciben con más frecuencia e intensidad que los hombres, que han fracasado a nivel personal, familiar y social, que son incapaces de desempeñar satisfactoriamente el papel que les ha sido asignado: ser una buena hija, una buena madre, una buena dueña de casa. Las consecuencias de esta vivencia son la desvaloración personal, las tensiones y los conflictos familiares, cuando no, la violencia intrafamiliar.

Si además son jóvenes y viven en calle, en abandono y vulnerabilidad extrema, la violencia se amplifica, en particular la sexual, lo mismo que la intensidad del consumo.

De acuerdo a las cifras de Senda, en Chile 692 mil personas declaran tener consumo problemático. Y en la oferta pública de tratamientos faltan programas específicos para grupos vulnerables muy concretos. El año 2018 hubo solo 2.292 mujeres ingresadas a terapia por consumo, según cifras oficiales.

El sicólogo Carlos Vöhringer, responsable de las residencias de protección del Hogar de Cristo, donde también es imperativo incorporar la dimensión de género que ahora abordan en la publicación “Ser niña en una residencia de protección en Chile”, sostiene: “Faltan espacios residenciales para mujeres adolescentes con consumo, mujeres en situación de pobreza con historias de abandono, violencia y abuso, donde puedan acceder a tratamiento con sus hijos pequeños o cuando están embarazadas. Debería haber al menos un dispositivo de este tipo por región, pero la carencia es total frente a una necesidad evidente“.

Antes, incluso de la emergencia sanitaria y económica generada por la pandemia por COVID-19, la fundación se vio enfrentada a la disyuntiva de cerrar la oferta de tratamiento residencial para 17 mujeres en Arica, que en 2019 funcionaba en un recinto mixto, ya que, a partir de ese año, se exigió que este tipo de residencias estén separadas por género. Implementar una casa solo para ellas es un costo que produciría un déficit anual, que Hogar de Cristo no estaba en condiciones de asumir. Carolina Reyes entonces se sintió impotente, tanto como con lo ocurrido con Náyade.

En Calama existe una comunidad terapéutica que atiende mujeres. Hay otro programa ambulatorio en Temuco. De Arica a Punta Arenas, se cuentan con los dedos de las manos y son pequeñas islas de esperanza en un escenario de desamparo generalizado.

Redes de explotación sexual

“A las mujeres les cuesta mucho llegar a tratamiento, por el estigma asociado. Consumen más en soledad, ocultan su problema. Los hijos también son un obstáculo, solo se les recibe con ellos, cuando son pequeños y los cupos son limitadísimos”, comenta Carolina, quien agrega que en total y en todo el país Hogar de Cristo ofrece tratamiento a no más de 50 mujeres.

Las diferencias por género en materia de consumo son de todo tipo. Además de las culturales ya expuestas, están las biológicas. “Las mujeres tenemos más agua y más grasa en el cuerpo. Durante la lactancia, por ejemplo, la grasa se acumula en las caderas para ser usada en esa etapa. Y la marihuana, por ejemplo, se adhiere firmemente a la grasa. ¿Consecuencia? Pasa directamente a la guagua en la etapa de amamantamiento”.

Opiáceos, cocaína, alcohol, anfetaminas, barbitúricos, benzodiacepinas, LSD, cafeína, además de la marihuana, son las drogas específicas que provocan síndrome de abstinencia en un recién nacido, hijo de una madre con consumo problemático de drogas. Lamentablemente para ellas (y por añadidura para sus hijos), como hemos dicho varias veces, la oferta terapéutica escasea en todo el país. Otra manifestación de la desigualdad de género que golpea con muchísima mayor crudeza a las mujeres más pobres.

“En general, en todas las clases sociales, las mujeres consumen antidepresivos, a diferencia de los hombres que usan estimulantes. Ellas buscan evadirse, tranquilizarse, adormecerse frente a la realidad adversa con benzodiacepinas que se consiguen incluso en las ferias libres y que sabemos se ha incrementado a causa de la pandemia. El de ellas es un consumo silencioso, menos visible, en soledad. Sin embargo, en contextos de pobreza, consumen pasta base a la par que los hombres, así como alcohol barato de la peor calidad».

Pese a este emparejamiento en los consumos, el sicólogo y director social nacional del Hogar de Cristo, Paulo Egenau, insiste en que el tratamiento de la pobreza hoy no puede desentenderse de la dimensión de género. Y pone un ejemplo crítico: “Si observamos la situación de las niñas y las jóvenes que están en residencias de protección bajo la responsabilidad del Estado, también es evidente que su realidad difiere absolutamente de la de sus pares masculinos. Ellas arrastran graves experiencias de vulneración y en la adolescencia la acumulación de trauma se traduce en mayores problemas de salud mental, niveles de conflictividad y daño. Es por esto que para el Hogar de Cristo la dimensión de género en los procesos terapéuticos se ha convertido en una cuestión crucial”.

¿Por qué?

“Porque en una sociedad como la nuestra, el simple hecho de ser mujer conlleva obstáculos adicionales al reconocimiento de la dignidad humana. Porque la pobreza femenina se ve amplificada por la desigualdad de género, y esto no es machismo ni feminismo, es la verdad pura y dura”, concluye Carolina.

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