
Derecho a jugar
cuando un niño juega, no solo se divierte: se desarrolla, se expresa, se conecta. Y al garantizar ese derecho, nos aseguramos de estar construyendo una sociedad más segura, más justa y más humana.
Más allá de una fecha en el calendario, el reciente Día del Niño deja una pregunta que deberíamos sostener todo el año: ¿qué presente les estamos ofreciendo a quienes encarnan el futuro? Esta reflexión invita a poner en valor un derecho que con frecuencia pasa inadvertido, pero que es esencial para su desarrollo: el derecho a jugar.
Jugar no es un lujo ni una pérdida de tiempo. Es una necesidad vital para el desarrollo físico, emocional y social de la infancia. El juego no es solo recreación ni simple entretenimiento. Es el lenguaje propio de las infancias, una manera natural de aprender, de comprender el mundo y de situarse en él. Como señalan Peter Gray, Angela Hanscom y Stuart Brown, a través del juego, niños y niñas exploran con curiosidad su entorno, desarrollan la creatividad, hacen amigos, se comunican y descubren quiénes son. Jugando aprenden a convivir, a ponerse de acuerdo, a resolver conflictos, a imaginar y a soñar. Es en el juego donde se ensayan roles, se explora la imaginación, se aprende a convivir y se construye el sentido de comunidad. Como hacen ver Johan Huizinga en Homo Ludens, el juego es mucho más que una simple actividad; es una función primordial de la vida humana. El juego es el cimiento sobre el cual se construyen la cultura, el arte y la propia sociedad.
Sin embargo, cada vez resulta más difícil encontrar espacios y condiciones para que ese derecho se ejerza plenamente y de forma cotidiana.
Hoy, muchos padres y cuidadores sienten un legítimo temor de dejar a sus hijos jugar en la calle. La inseguridad, el tránsito vehicular y los riesgos del entorno urbano han transformado lo que antes era un espacio natural de socialización infantil en una zona percibida como riesgosa y en muchos casos peligrosa. El resultado es que muchos niños y niñas permanecen al interior de sus casas, reemplazando el juego activo por las pantallas y el entretenimiento digital. El patio fue sustituido por la tablet; el escondite, por los videojuegos; la ronda, por los reels; el aire libre, la luz del sol y la naturaleza por espacios interiores.
Esta realidad nos interpela como sociedad. ¿Dónde pueden entonces jugar nuestros niños de forma segura, libre y creativa?
Una respuesta posible está más cerca de lo que parece: las escuelas. Los establecimientos educacionales son, para muchos niños, el principal —y a veces el único— espacio seguro fuera del hogar. Allí están sus pares, cuentan con adultos que los cuidan y, con la intervención adecuada, pueden disponer de patios de juego diseñados para promover el derecho al juego, el movimiento libre y la actividad física.
Transformar y adecuar las escuelas para garantizar el derecho al juego no significa sobrecargar el currículo ni restar tiempo a los aprendizajes académicos. Significa entender que jugar también es aprender. Que una sociedad que protege a su infancia no solo la resguarda de los riesgos, sino que le ofrece entornos donde pueda explorar, crear, equivocarse y volver a empezar.
Si como sociedad queremos cuidar verdaderamente a nuestros niños y niñas, debemos garantizar que puedan jugar. Esto implica también impulsar políticas públicas que promuevan entornos escolares lúdicos, transformar los patios y espacios exteriores, capacitar a docentes en pedagogías del juego y permitir que el tiempo escolar incluya experiencias significativas más allá del aula.
Detengámonos a pensar en cómo fueron nuestras experiencias de juego en la infancia, en qué actividades las niñas y los niños despliegan toda creatividad y, desde ahí, en cómo impulsamos el juego como un derecho esencial. Porque cuando un niño juega, no solo se divierte: se desarrolla, se expresa, se conecta. Y al garantizar ese derecho, nos aseguramos de estar construyendo una sociedad más segura, más justa y más humana.
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