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Proyecto vida eterna: un viaje a través del transhumanismo FT Weekend

Proyecto vida eterna: un viaje a través del transhumanismo

Un vívido retrato de cómo la religión secular intenta superar a la biología.


Por Clive Cookson

¿Quieres vivir mil años? ¿Cargar tu mente en una máquina? ¿Aumentar tus capacidades y complementar tus habilidades con implantes electrónicos? ¿Deseas que llegue la próxima «singularidad» cuando la superinteligencia artificial supere con creces al cerebro humano y las computadoras se adueñen del mundo?

Si contestaste a alguna de estas preguntas con un «sí» entusiasta, calificas para la membresía de la religión secular conocida como transhumanismo, la creencia de que la humanidad debería utilizar la tecnología para evolucionar más allá de sus actuales limitaciones físicas y mentales, o según la definición sucinta de Mark O’Connell, «una rebelión contra la existencia humana como tal».

En su primer libro, O’Connell, un periodista irlandés de aproximadamente 35 años de edad, disecciona las prácticas y creencias del transhumanismo con extraordinaria exuberancia e ingenio. Escribe siguiendo la tradición «gonzo» de Hunter S. Thompson — un recuento en primera persona del proceso de conocer, comer, beber y viajar con transhumanistas en su feudo de California, al resto de EEUU y a la periferia europea del culto.

‘Ser Una Máquina’ es a veces hilarante (me produjo varios ataques de risa incontrolable mientras lo leía en el metro) pero, aunque el . O’Connell se burla de las manifestaciones más absurdas de transhumanismo, muestra simpatía y comprensión hacia sus seguidores.

Los transhumanistas, como los sacerdotes de las religiones teístas, muestran la fragilidad y las contradicciones humanas. Pueden desear vivir para siempre, pero a veces asumen riesgos considerables que reducen sus probabilidades de sobrevivir hasta que la medicina pueda curar todas las enfermedades.

Por ejemplo, Zoltan Istvan, quien se presentó a la contienda presidencial estadounidense el año pasado representando el Partido Transhumanista. O’Connell se une a su viaje de campaña por carretera a través de EEUU en un ‘Autobús de la Inmortalidad’ con forma de ataúd, creado a partir de una casa rodante Wanderlodge de 1978. El vehículo de 43 pies apenas era funcional, emitía gases tóxicos hacia el interior mientras luchaba por subir las cuestas y luego simplemente sobrevivía los descensos con unas pastillas de freno de 40 años. Para hacer la situación más peligrosa,  Istvan tenía la constante obsesión de revisar su teléfono móvil y responder a los mensajes de texto mientras conducía el monstruo. «Aunque yo no estaba seguro de querer vivir para siempre», señala O’Connell, «sí estaba seguro de que no quería irme de este mundo en medio de una llamarada de ironía barata, cayendo a un barranco amarrado al asiento del pasajero de esta cosa llamada el ‘Autobús de la Inmortalidad’».

O’Connell prueba las numerosas líneas de transhumanismo que se entretejen holgadamente en un movimiento con un sentido de su propia identidad. Visita Alcor, la planta criogénica en Arizona dirigida por Max More, donde los «pacientes» se conservan en nitrógeno líquido inmediatamente después de la muerte, con la esperanza de que pueden ser devueltos a la vida o que sus mentes puedan cargarse en un nuevo cuerpo o una máquina, con alguna tecnología actualmente desconocida en algún momento en el futuro.

Al igual que varios otros transhumanistas, More había cambiado su nombre de nacimiento a algo que él considera que suena positivo. Solía ser de apellido O’Connor, pero quería «eliminar los vínculos culturales con Irlanda (lo cual denota atraso en lugar de orientación futura)». O’Connell, quien es dublinés, cita esto sin comentario directo, pero puede no ser coincidencia que sea menos favorable aMore que a otros transhumanistas en el libro.

Se relaciona más con Randal Koene, quien «ha dedicado su vida al ideal de extraer la mente de las personas de los materiales — carne, sangre, tejido neuronal — en los que tradicionalmente ha sido integrada» y cargarla a un sustrato nuevo mucho más duradero. Por supuesto la tecnología requerida para escanear todo el contenido de un cerebro humano — sus 100 mil millones de neuronas, las conexiones físicas entre ellas y la información y las emociones que se guardan entre ellas — y luego emular todo eso en una especie de supercomputadora o máquina humanoide no existe aún, ni siquiera en gestación.

Sin embargo, O’Connell se reúne con una cantidad suficiente de investigadores que trabajan en las fronteras de la neurociencia y la bioelectrónica como para convencerse de que la emulación de todo el cerebro no está más allá de los límites de las posibilidades, si se considera el futuro bastante lejano.

Koene no ofrece una idea clara de cómo sería la existencia de una mente cargada, más allá de decir que esto dependería del «sustrato . . . el material del ser». Cuando se le presionó, le dijo a O’Connell que podría ser como alguien muy bueno en el kayak, quien considera el kayak una extensión natural de la parte inferior de su cuerpo: «Quizás no sería un gran impacto para el sistema al que se va a cargar, puesto que ya existimos en esta relación protésica con el mundo físico de todos modos, donde tantas cosas se experimentan como extensiones de nuestros cuerpos».

O’Connell no se limita a las personas que desean con entusiasmo un futuro transhumano. También habla con expertos que temen la probable aparición de la superinteligencia artificial porque podría suponer una amenaza existencial para la humanidad. Uno de ellos es Nick Bostrom, de la Universidad de Oxford, ex transhumanista quien aún piensa que «en pocas generaciones será posible transformar el sustrato de nuestra humanidad». Pero Bostrom añade: «Hay tanto entusiasmo en cuanto a la tecnología del transhumanismo, tanta convicción ciega de que las cosas sólo mejorarán exponencialmente y de que la actitud correcta es simplemente dejar que el progreso siga su curso».

El temor, explica O’Connell, no es tanto a que la superinteligencia se vuelva hostil e intente destruirnos, sino que nos destruya con su indiferencia. La inteligencia artificial (IA) sin sentimientos similares a los humanos tal vez decida deshacerse de nosotros porque nuestra ausencia es una condición óptima en la búsqueda de algún otro objetivo que podríamos no anticipar. O’Connell da dos ejemplos bastante inverosímiles: si el objetivo de la IA es producir sujetapapeles, podría consumir los recursos mundiales en su intento; si se propone erradicar el cáncer, podría eliminar a todas las criaturas vivientes en las cuales crezca un tumor.

El libro concluye con sensatez sin aventurarse en predicciones sobre si o cuándo las esperanzas de los transhumanistas — o los temores de aquello.

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