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El apagón de Yuri: una letra que habla de abuso que no quisimos escuchar Música y drama

El apagón de Yuri: una letra que habla de abuso que no quisimos escuchar

Fernando Balcells Daniels
Por : Fernando Balcells Daniels Director Ejecutivo Fundación Chile Ciudadano
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El ritmo es contagioso y Yuri se mueve con una energía sensual y una mímica picaresca que le pertenecen solo a ella.


Con el apagón, que cosas suceden…Que cosas suceden, con el apagón.

La cantante es dueña de una presencia performativa que la conecta íntimamente con el público. La canción es una fiesta y los asistentes la acompañan cantando el estribillo y bailando como si la letra se resolviera en un sonsonete pegajoso, giros y acentos tonales cuya única referencia fuera su vibración en el cuerpo de los que bailan.

El ritmo manda un paso hacia adelante que se contiene y retrocede; va quebrando el impulso y marcando el tiempo. La repetición de los pasos de la finta da pie para el tono festivo que instala la canción. La abundancia de trompetas y congas remiten a los dibujos animados de los años treinta y a su humor malicioso. Pareciera que la alegría de la insinuación corporal y la energía del baile electrizaran a todos los que están ahí congregados en una felicidad que hace masa; establece un punto en común en una red.

Nunca supimos de qué iba la canción. No la escuchamos como relato sino como como la música de un estado anímico. Reímos, cantamos y bailamos como hace la alegría para sobreponer su sonambulismo a la rutina de un cuerpo en pena. Escuchamos como analfabetos, sonidos y no palabras.

Me llevaron al cubo de un Zaguán / Y en aquella oscura calle  / Ay, que me sucedió. Me quede muy quietecita en aquella / Terrible oscuridad / Y una mano ay! Ligerita / Me palpo con confianza y libertad… Cuando encendieron las luces / ¡Ay!…… era mi papa.

La canción, compuesta en 1942 por Ernesto Cortázar y Manuel Esperón, fue llevada a la fama por Toña La Negra, una voz suave y cercana, acorde con el espectáculo bailable de los años 40. En 1944 el tema llegó a las radios peruanas y el Gobierno la prohibió por indecente. Los comentaristas mexicanos recuerdan que el trasfondo humorista de la canción eran los apagones generados durante la Segunda Guerra. México se preparaba para los bombardeos japoneses y alemanes que no llegaron nunca pero dieron lugar a intensos dramas ligeros como el de la canción.

En la interpretación de Toña la Negra, a pesar de una orquestación colorida, la cadencia era más tenue y nada en la vocalización restaba seriedad al relato. Años después, Gloria Marín, el amor de Jorge Negrete, le agregó más caderas y una coquetería risueña descalzada definitivamente de la historia.

Hoy, el público ya no es una ‘audiencia’. Ahora es parte del espectáculo y de los intercambios sonoros y pélvicos que se producen en el acto y el espectáculo.

Yuri, que fue abusada a los cinco años, nunca leyó la letra ni supo lo que cantaba. Si la leyó, lo hizo desde el humor negro en el que se refugian los mexicanos. Y con una coreografía de tono risueño oscuro, inspirada en el Michael Jackson de Bad y Thriller. Cuando recién en este año, los movimientos feministas la hicieron escuchar lo que cuenta la canción, su reacción sorprendente fue la de censurar el texto, recortando sus partes incestuosas.

Parece inexplicable que hayamos podido permanecer ignorantes de un relato tan público, tan evidente y sórdido a la vez. La partición musical separa la mente del cuerpo que baila. El cuerpo hace girar a la mente en el ruedo rítmico que le prepara. Andar no es lo mismo que saltar. Pero no sabemos qué neuronas se conectan y cuáles se disparan.

Puede que la música y el baile sean los momentos de recuperación de una dignidad maltratada del cuerpo; su alboroto, su carga energética y su caricia. Puede que la sordidez se vista de fiesta para conservar los derechos de la antropofagia en tiempos puritanos.

Ningún acto teórico es suficiente para erradicar los puntos ciegos y las pieles muertas; ningún reclamo contra la invisibilidad, ningún alegato sobre la minimización del dolor, nada que hable de la naturalización del abuso, ningún ejercicio de género, ni Freud, ni la música trance sustituyen la experiencia de exponerse directamente a los efectos singulares de la propia estupidez.

Hay una doble condición de drama y de comedia trenzada en algunas maneras de hacer arte. Ellas alertan sobre los peligros de la buena conciencia (musical) y la necesidad irrenunciable de avivar la capacidad de escucha, la reflexión y la aproximación crítica a los placeres sin narrativa. Algo se desquicia en la sublimación de los horrores invivibles. Algo y su contrario se presentan en el mismo espacio, no ante un juez, sino como un sujeto que se consuela y se hace justicia a sí misma.

Hubo que escribir esa historia, envuelta en ese ritmo, para que la música, el baile y el texto sobrevivieran cincuenta años deshilachadas en el olvido antes de ser escuchadas nuevamente pero de una manera nueva. La escucha que viene se equilibra, por un momento, entre el olvido definitivo, su archivo como ejemplo y el reciclaje por medio de reinterpretaciones que no podemos anticipar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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