
Femicidios: la fragilidad del sistema de protección en Chile
La reciente muerte de una mujer víctima de femicidio, a manos de un hombre que mantenía denuncias previas por violencia intrafamiliar y una prohibición de acercarse a ella, nos recuerda dolorosamente el desconocimiento y la fragilidad de los sistemas de protección frente a la violencia de género. Este hecho no es solo un episodio individual; es un síntoma de una deuda histórica con las mujeres que han denunciado, que han buscado ayuda, y que aun así permanecen expuestas a estos riesgos.
La violencia de pareja no surge de manera súbita. Se trata de un proceso progresivo que involucra patrones de control, manipulación emocional, dependencia afectiva y, muchas veces, una escalada de agresiones que terminan en tragedias irreversibles. No se trata de “conflictos privados” ni de “decisiones pasionales”, sino de un fenómeno estructural con raíces culturales, sociales y psicológicas que requieren una respuesta sistémica.
Lo que vimos en este caso revela dos vacíos preocupantes. El primero es la limitada efectividad de las medidas cautelares. Una orden de alejamiento, sin fiscalización real ni acompañamiento psicológico a víctimas y agresores, se convierte en un papel con escaso poder disuasivo. El segundo vacío es cultural: seguimos sin comprender que la violencia de género es un problema de salud pública y salud mental, y que requiere prevención, detección temprana y apoyo continuo a las familias.
En este femicidio, la víctima había retomado el vínculo con su agresor, una situación que suele ser leída con prejuicios, pero que en realidad refleja dinámicas complejas de dependencia emocional, miedo, esperanza de cambio y falta de redes de apoyo sólidas. En lugar de culpabilizar a quienes retornan a relaciones violentas, debemos preguntarnos qué hizo falta del sistema para que esa persona se sintiera protegida y acompañada en su decisión de romper definitivamente ese vínculo.
Más allá de responsabilidades legales, esta tragedia debe interpelarnos como sociedad. ¿Cuántas denuncias de violencia intrafamiliar quedan sin seguimiento efectivo? ¿Cuántos agresores reciben tratamiento psicológico obligatorio? ¿Cuántas víctimas logran acceder a redes de apoyo que no solo entreguen medidas judiciales, sino también contención emocional y seguridad real? La respuesta, lamentablemente, sigue siendo insuficiente.
Hablar de violencia de género no basta si no se traduce en acciones concretas: fortalecimiento de los programas de intervención en agresores, acompañamiento psicológico permanente a las víctimas, protocolos claros de coordinación interinstitucional y, sobre todo, una transformación cultural que deje atrás la normalización del control y la dominación en las relaciones.
Cada vez que un femicidio ocurre, no solo se vulnera la vida de una mujer y la integridad de su familia, sino también los principios básicos de protección y dignidad que un Estado y una sociedad deben garantizar. La violencia de género no puede seguir siendo un problema invisibilizado ni reducido a cifras anuales. Nuestra obligación ética es avanzar hacia una sociedad que sepa reconocer las señales, intervenir oportunamente y acompañar, en lugar de dejar solas a las víctimas frente a su agresor.
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