Yo opino
No retroceder ni un milímetro: el 25N en tiempos de disputa democrática
El 25 de noviembre es una fecha necesariamente incómoda. Incómoda porque interrumpe el ritmo habitual del país y nos obliga a mirar aquello que muchos prefieren no ver: que la violencia de género sigue siendo cotidiana; una arquitectura diaria y estructural que sostiene desigualdades profundas en Chile. Este día no se trata sólo de recordar cifras o denunciar casos. Se trata de reconocer que esta forma de violencia organiza silenciosamente la vida social, define qué cuerpos pueden moverse con libertad y cuáles son vigilados, disciplinados o castigados.
Porque la violencia de género no es únicamente un conjunto de hechos: es una forma de ordenar el mundo. Está en la distribución del miedo, en las desigualdades que se vuelven paisaje, en los roles que dicen cuáles son las vidas “que importan” y cuáles pueden ser desestimadas.
Esta fecha nos encuentra en un momento en que esa arquitectura vuelve a ser defendida con fuerza, tanto desde discursos políticos como de los nuevos nichos digitales de conservadurismo juvenil y la manósfera, ese algoritmo genéticamente machista y desigual que busca reinstalar jerarquías que el feminismo lleva décadas desmontando. Ese código que amplifica discursos de odio, desinformación y manipulación mediática, reproduciendo modelos de masculinidad autoritaria y narrativas que niegan la violencia estructural.
Pero la educación también es trinchera de esta ofensiva cultural, donde emergen intentos de restringir investigaciones y programas vinculados a los estudios de género y derechos humanos, ya sea mediante controles presupuestarios o por cuestionamientos ideológicos que buscan disciplinar el pensamiento crítico. La violencia simbólica también opera así: impugnando saberes que desestabilizan las jerarquías tradicionales.
En los últimos años hemos visto crecer un clima social que legitima el control, la vigilancia y el castigo, especialmente hacia quienes no encajan en los mandatos tradicionales de sexo-género. Proliferan discursos que ridiculizan el feminismo, cuestionan la educación sexual integral, demonizan a jóvenes, migrantes y disidencias, reinstalando la idea de que la única vida válida es la que responde a la familia tradicional y a roles rígidos, a los viejos modelos de división sexual del trabajo y las agotadas formas de estar, de habitar el mundo. Esto no es un debate cultural inocuo: tiene efectos muy concretos en la vida de las personas.
La violencia de género no retrocede sola, lo hace cuando existen políticas robustas, sostenidas y libres de presiones ideológicas, pero cuando estas se recortan, se cuestionan o se someten a disputas validadas desde el poder, el costo lo pagan siempre los mismos cuerpos: mujeres, niñas, personas LGBTIQA+ y quienes ya viven en condiciones de mayor vulnerabilidad.
En este escenario, las universidades tienen una responsabilidad histórica. No basta con reaccionar ante las denuncias: debemos construir espacios seguros, democráticos y libres de discriminación todos los días. La implementación de protocolos, el acompañamiento psicosocial especializado, el reconocimiento de la identidad de género y la educación no sexista son compromisos éticos que resguardan derechos humanos básicos. Y no pueden depender del clima político.
Como Dirección de Géneros y Diversidades, sabemos que la prevención es un trabajo paciente y sostenido, que exige transformar culturas institucionales, revisar prácticas y abrir conversaciones difíciles, mirar momentos incómodos. También sabemos que cada avance ha sido posible gracias a la fuerza de los movimientos feministas, estudiantiles, comunitarios y territoriales, que han insistido por décadas en que la vida de las mujeres, diversidades y disidencias no es negociable.
En este 25 de noviembre, reafirmamos una convicción clara: no podemos retroceder ni un milímetro. Defender los derechos de mujeres y diversidades no divide al país; lo vuelve más justo, más digno y habitable. La violencia es una vulneración de derechos humanos y es responsabilidad de toda la sociedad —instituciones, medios, comunidades y Estado— asegurar que ninguna persona viva con miedo de ser quien es. Porque una vida libre de violencia no es una aspiración: es un mínimo ético… Y Chile no puede permitirse retroceder.