Yo opino
Créditos: El Mostrador.
Garantizar vidas libres de violencia contra las mujeres: tarea inexcusable de un Estado democrático
Cada 25 de noviembre, el mundo vuelve a pronunciar una verdad incómoda: la violencia contra las mujeres no es un hecho aislado ni un fenómeno excepcional. Es, en cambio, una trama histórica y estructural que atraviesa hogares, instituciones, economías, sistemas de salud, espacios digitales y cuerpos. Una violencia que persiste no porque falten leyes o declaraciones, sino porque se sostienen desigualdades de género que siguen organizando silenciosamente nuestra vida social.
La violencia contra las mujeres no es solo física. Eso ya lo sabemos, pero no siempre lo decimos con suficiente claridad. Existen violencias que se expresan en los lugares más íntimos —el control del dinero, la manipulación emocional, la amenaza velada— y otras que se practican desde espacios institucionales, donde se normaliza la desconfianza hacia las mujeres, se minimizan sus relatos o se castiga su autonomía. También está la violencia simbólica: aquella que educa a generaciones enteras a pensar que las mujeres deben ser cuidadoras por naturaleza, disponibles, dóciles, agradecidas, sacrificadas.
Una dimensión muchas veces silenciada, pero clave, es la violencia de Estado y la violencia política. Esta incluye desde la impunidad frente a los femicidios, fallas sistemáticas en la protección judicial, la revictimización en los procesos de denuncia, hasta la falta de garantías para que mujeres líderes, defensoras de derechos humanos, activistas o autoridades ejerzan su rol sin amenazas, acoso o campañas de odio. La violencia política no solo busca dañar cuerpos o reputaciones: busca disciplinar. Intenta expulsar a las mujeres del espacio público, limitar su capacidad de incidencia y restringir la diversidad de voces que sostienen la democracia. Y cuando el Estado falla en prevenir, investigar o sancionar estas violencias, se convierte en parte del problema.
En los sistemas de salud, por ejemplo, la violencia obstétrica —o la negación de derechos durante el embarazo, parto y puerperio— revela cómo las desigualdades de género pueden ser legitimadas incluso en contextos donde el cuidado debería ser el centro. En el ámbito laboral, la brecha salarial, el techo de cristal y el acoso son recordatorios de que el talento femenino sigue siendo condicionado por estructuras patriarcales que dictan quién puede liderar, hablar o decidir.
En el espacio público, el miedo sigue funcionando como un dispositivo de control. Las mujeres aprendemos rutas más seguras, tonos más prudentes y horarios permitidos. No por elección, sino por supervivencia. Y en el mundo digital, que prometió libertad, se han multiplicado las violencias: acoso, vigilancia no consentida, difamación y extorsión. El espacio virtual replica, amplifica y acelera las desigualdades que ya habitaban en la vida offline.
Pero hay algo que este día también nos recuerda: las mujeres no solo hemos sido víctimas; también hemos sido transformadoras. Los movimientos feministas han empujado cambios legales, han nombrado violencias normalizadas y han creado redes que sostienen, acompañan y protegen. La lucha contra la violencia es, en esencia, una lucha por la dignidad humana, por sociedades donde la igualdad no sea un ideal sino una práctica cotidiana.
Para avanzar, necesitamos asumir que la violencia contra las mujeres —incluida la violencia de Estado y la violencia política— no es un problema “de mujeres”, sino un problema de democracia. Afecta el desarrollo, la salud, la economía, la convivencia social y, sobre todo, la posibilidad de que cada persona pueda construir una vida libre de miedo. La prevención requiere voluntad política, presupuestos suficientes, instituciones responsables y educación que cuestione las raíces culturales del patriarcado.
Hoy, en este 25 de noviembre, no basta con recordar nombres ni encender velas. La memoria es necesaria, pero no suficiente. El desafío es transformar. Transformar los silencios, transformar las prácticas, transformar los espacios que habitamos. Y preguntarnos, honestamente, qué estamos dispuestos y dispuestas a cambiar para que ninguna mujer tenga que sobrevivir a su propia vida.
La violencia contra las mujeres no desaparecerá con declaraciones, sino con acciones sostenidas. Con políticas públicas que garanticen autonomía económica, educación no sexista, justicia accesible, sistemas de salud que respeten derechos, espacios seguros y un compromiso social que no tolere ningún tipo de violencia.
Porque un país que permite que sus mujeres vivan con miedo —miedo a la violencia en sus hogares, a caminar por la calle, a denunciar, a parir, a opinar en público, a ocupar espacios de poder o simplemente a existir con libertad— es un país que aún no ha comprendido qué significa realmente la palabra democracia.
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