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Opinión de cine: Los fragmentos del recuerdo «To the Wonder», película de Terrence Malick

Opinión de cine: Los fragmentos del recuerdo

Enrique Morales Lastra, periodista.


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“Siento como en las vértebras

Desplegarse tinieblas

Todas en un temblor.

Al unísono”.

Stéphane Mallarmé, en “Cántico de San Juan”

“Gracias al amor que nos quiere”, dice la voz en off de la actriz franco-ucraniana Olga Kurylenko, el pelo largo y castaño envolviéndole su cuello largo, los brazos cruzados alrededor del cuerpo diseñado por las sesiones de ballet que siguió desde chiquilla; de fondo, una puesta en escena abstracta, retratada por una fotografía espectacular. Como sus compañeros de reparto en “To the Wonder” (2012), el sexto largometraje en la selectiva carrera del director estadounidense Terrence Malick, la grácil modelo se haya subyugada por los simbolismos de su pasado reciente, y la búsqueda de un sentido en el flanco abierto de su precaria existencia.

La Kurylenko sabe bien que debe abandonar Oklahoma y regresar a París para recuperar el significado de su vida, y dejar atrás el amor que creía perpetuo, aunque eso signifique hacer algo para destruirlo, un engaño absurdo, una pomposa traición. En una época larga, de años, a mí me ocurría una situación parecida: estaba consciente de que no debía volver a mirar las aguas del río Putagán, desarmarse encima de las del Maule, ver el cielo nocturno y estrellado de Panimávida, sentir el viento que baja desde la cordillera de Los Rabones y barre las lomas que circundan al afluente, todo con el fin de evitar caer derrumbado en el dolor de la añoranza y de la nostalgia. Hoy, conozco que no puedo salir de mi rincón junto al cerro Santa Lucía, precisamente para sortear lo mismo: perderme, extraviarme en la ciudad ignota.

En Chile no le conocen demasiado, salvo por sus películas “La delgada línea roja” (1998) y “El árbol de la vida” (2011), pero Terrence Malick no es sólo uno de los cineastas vivos más importantes de su país, sino que del mundo entero. En la postura que tenía cuando respiraba el escritor J. D. Salinger, y en la que ahora le imita el novelista Thomas Pynchon, el realizador esquiva a los medios y busca el silencio y el anonimato, en refugio, hogar y habitación natural.

Escasos semblantes se han publicado de su rostro, y puntos especiales en los contratos que firma, lo eximen de promocionar sus filmes y comparecer a las usuales conferencias de prensa en lanzamientos y festivales. Tampoco concede entrevistas, y de su biografía personal, se saben nada más que datos de su etapa de formación, la humana e intelectual: que nació en Ottawa, Illinois, hace 70 años; que su padre era de origen sirio; que estudió filosofía en Harvard y en Oxford, y que en esta última universidad preparó una tesis sobre Heidegger, la que, al parecer, no concluyó; que enseñó la disciplina en el MIT; y que trabajó como periodista free lance en renombrados diarios y revistas norteamericanos.

También, que durante el lapso que transcurrió entre 1978 –la temporada en que terminó de editar la cinta “Days of Heaven”– y dos décadas después, al dirigir la bélica “The Thin Red Line”, estuvo todo ese tiempo sin rodar siquiera un corto. Mientras, contrajo matrimonio en un par de oportunidades e impartió clases de literatura inglesa en algún lugar de Francia, nación que es su segunda patria, y donde habría vivido gran parte de ese ostracismo de las cámaras y los platós.

La singular poética cinematográfica de Malick incluye polifónicos monólogos en silencio de sus estelares, los que entregan la nota exacta de sus emociones y deseos sentimentales más íntimos; el respaldo de temas y piezas musicales clásicas y doctas, a modo de apuntalar los cuadros y secuencias que brillan por su exquisita composición y luminosidad, tan perfectas y elusivas, que se acercan a un estilo experimental; de la intención de su dirección de arte por alejarse de las leyes teatrales, y de abordar la obra en términos puramente fílmicos: mediante escasos diálogos entre los actores, y una estructura argumental que se manifiesta en logradas imágenes y en una línea temporal cuyos saltos, sin hacerse cronológicamente ininteligibles, permiten que la historia se mantenga suspendida sobre el pasado, el presente y un lúdico futuro.

Los tópicos del nacimiento de un amor, su desarrollo, cúspide y muerte, son el motivo catalizador que articula la trama de “To the Wonder”. La ucraniana Marina, el personaje de Olga Kurylenko, ¿bailarina, cantante lírica?, en fin, de oficio desconocido, católica pero divorciada, abandonada por su ex marido, y con una extrovertida hija de diez años a cuestas, se enamora de Neil (Ben Affleck), un ingeniero que, suponemos por las vacaciones invernales, se encuentra deambulando en Europa. El entrelazamiento afectivo se produce en un ambiente parisino de parques y palacios, y en un viaje arriba de un descapotable que se dirige a la costa normanda, al Monte Saint-Michel. La consecuencia del hondo romance es que Neil se lleva con él a Marina y a la pequeña Tatiana –el nombre de la niña de la mujer– para vivir familiarmente en su natal Oklahoma.

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El fuerte vínculo que surge al interior de la pareja, y la posterior aparición en el derrotero del hombre de Jane (Rachel McAdams) –durante una breve estadía de Marina en la capital de Francia, debido al vencimiento de su visa–, resultan las órbitas alrededor de las cuales Malick hace girar su visión romántica de la pasión amorosa. Así, el cineasta antepone su perspectiva metafísica del concepto, frente a la de una realidad que finaliza por imponer sus duras condiciones y, de esa manera, aplastar el puro y sublime intento, de forjar una relación que permanezca más allá de compartir un exiguo trecho en el camino.

Los personajes de Malick prefieren perseguir rayos de luna, pensar en el amor como una segunda oportunidad que los redima, que trasmute su carácter, su alma y cambie el entorno que los acoge, antes que volver a su antigua fragilidad existencial, solos, sin exaltaciones, prisioneros de lo anodino y carentes de un hambre de belleza, aliento de primera necesidad para vivir, en la mente de los roles creados por el director.

Pese a las buenas intenciones, a las propuestas con aires de eternidad y codicias de “siempre, que dure siempre”, fuerzas incontrolables –prosigue el realizador– fracturan las ilusiones, los anhelos y la obstinación de un tierno corazón; y los afectos sucumben al desencanto, se corrompen, se levantan los engaños, y éstos horadan el espíritu y la disposición. “Porque nada nos penetra más de la esperanza y la fe en otro mundo, que la imposibilidad de que un amor nuestro fructifique de veras en este mundo de carne y de apariencias”, escribió Miguel de Unamuno, en Del sentimiento trágico de la vida.

Y Malick comprende perfectamente al filósofo español. De hecho, un atrayente papel secundario en la historia desplegada por “To the Wonder”, es el que interpreta el actor canario Javier Bardem, encarnando a un sacerdote católico de ascendencia ibérica, el “Father Quintana”, quien es el párroco de la minúscula ciudad del centro sur norteamericano, en la que se instalan Neil y Marina. El presbítero padece una insondable crisis de fe, no obstante, se recupera, y se eleva con mayores bríos y fortaleza que antaño, en su convicción de la presencia divina que late en cada hombre y en cada mujer; y, en una de las escenas más intensas de la película, confiesa e imparte los sacramentos a la atormentada Marina.

Lúcido en analizar y en recoger las astillas de una fractura amorosa, y a la manera de un Marcel Proust, Terrence Malick confirma que el presente está lejos de ser el único estado en el que suceden y transcurren nuestras obsesiones, sus triunfos y sus derrotas. Existe el pasado, e igualmente ese futuro que, al que si bien nunca llegaremos, yace armonioso, seguro y confiado, en los fósiles de esa memoria, en un “temblor al unísono” y espectral.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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