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Crítica de cine: “El pasado”, la memoria de la nostalgia Un filme del realizador iraní Asghar Farhadi (“La separación”)

Crítica de cine: “El pasado”, la memoria de la nostalgia

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La película que concedió el premio a mejor actriz -en la competencia oficial del Festival de Cannes (2013)-, a la argentina Bérénice Bejo, se halla en la esfera de esos largometrajes que marcan el calendario, una temporada, un lustro. Aunque fue rodada por un director persa, esta cinta parece editada por uno más, de los grandes cineastas francófonos de esa larga generación que ahora sobrepasa los 40 años, y que tienen en el avance del cronómetro, la fugacidad del instante, la soledad, las pérdidas afectivas y en el desamor, las principales materias primas con las que construyen sus guiones y enfocan sus cámaras: Nicole Garcia, los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, Catherine Corsini, Erick Zonca, Philippe Claudel, Stéphane Brizé y François Ozon.


“El tiempo que retorna y el tiempo que progresa hablan a dos estados de ánimo fundamentales del ser humano, a saber: al recuerdo y a la esperanza, que son los dos constructores del palacio que el hombre habita. En el recuerdo y en la esperanza se encuentran el padre y el hijo, el espíritu conservador y el espíritu de cambio. Mientras que el retorno es algo que viene determinado por poderes extraterrenales, la esperanza forma parte, con el suicidio y las lágrimas, de los signos distintivos propiamente humanos. Los animales no conocen la esperanza. La esperanza es algo humano-terrenal, es un signo de imperfección. Pero el estado en que se siente la imperfección constituye ya un estado superior a aquel en que no se la siente”.

Ernst Jünger, en El libro del reloj de arena

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Cine arte francés escrito y grabado por un director iraní: eso es El pasado (Le passé, 2013), el sexto largometraje de ficción del iraní Asghar Farhadi (1972). Un creador que si bien alcanzó la notoriedad internacional después de exhibir su filme inmediatamente anterior (La separación, 2011, con el que ganó un Oscar a la mejor película extranjera al año siguiente); es con este trabajo que termina de instalar su nombre entre los realizadores de mayor talento, que producen sus títulos fuera del imperio de Hollywood.

Una obra en la que refulge la belleza madura de Bérénice Bejo (1976), una argentina que desde los tres años de edad vive en París, y quien interpreta a la atormentada, a la sedienta de amor, Marie Brisson. Es tan convincente la actuación de la trasandina, que su papel nos trae a la memoria la secreta feminidad de Monica Vitti, bajo las órdenes de Michelangelo Antonioni, la elegancia de Silvana Mangano dirigida por Luchino Visconti, y el fotograma de otra actriz italiana, que escondemos en el lúdico fervor de la juventud: la Laura Morante, conducida por Nanni Moretti.

En los suburbios de la capital gala, al lado de una línea férrea, por donde pasan los trenes rigurosamente vigilados, se desarrolla esta historia que transita hacia la dirección de todos los límites posibles: los del desarraigo, los de la soledad, los del sentirse fuera de foco y desplazados de lugar, al interior de la existencia.

Por eso no es casualidad que Farhadi instale a sus personajes en la periferia de la ciudad, porque la vida de su reparto orbita inexorablemente, sobre los campos, si no de la marginalidad material, por lo menos sí fuera de cualquier identidad afectiva, de una que les recuerde quiénes son de verdad, en esta feria de las vanidades.

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Marie Brisson tiene la altura de esos roles femeninos inventados por Honoré de Balzac, Gustave Flaubert y Émile Zola. Verla esperando en el aeropuerto a su ex marido iraní (Ahmad, encarnado porAli Mosaffa), traspasada su hermosa tristeza por el ventanal de la sala de visitas, debe ser uno de los más hermosos cuadros “existenciales” que hemos observado en el último tiempo. Frágil, compleja, fuerte, delicada, histérica, esbelta, envuelta en una falda o en pantalones, sensible y a punto de estallar, a Bérénice Bejo le sobran la ternura, la tragedia y el misterio.

Enérgica es la reflexión filosófica que cobija en su interior El pasado. La vida es una experiencia precaria y dolorosa, insatisfactoria en esencia, pero que a cada instante nos impulsa a los propósitos más elevados. La instancia de disponerse a querer a otro, sería uno de aquellos. Si somos correspondidos en ese afán, abrazaremos la dicha. El deseo de destruir y vengarse de esa persona, si es que responde negativamente a nuestros requerimientos: el nefasto contraplano de la felicidad. Y ante la fugacidad del presente, y la ausencia palpable del futuro (salvo en los sueños y en la esperanza), el pasado es la única temporalidad cierta que poseemos.

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El real punto de inflexión dramática, sería: las carencias que más nos duelen, no provienen, como se podría pensar, de las frustraciones pasajeras y momentáneas, derivadas de los tropiezos financieros o profesionales, que nos tienen acostumbrados el día a día, a la inmensa mayoría de los habitante del planeta. En este motivo, Asghar Farhadi comulga cinematográficamente con los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne y con Nicole Garcia.

No, nuestros dolores más acendrados, la nostalgia de la memoria que devasta a todo ser humano, se generarían en la insatisfacción que puede llegar a producir, el ansia que emana de una educación sentimental de pocas lumbres y escaso fuego.

La Brisson se ha casado tres veces, y tiene igual número de hijos (si sumamos al que se gesta en su vientre mientras avanzan las escenas), pero esa búsqueda, en vez de llenarla de algo semejante a la placentera experiencia, sólo ha socavado sus emociones y el vínculo que la une con las niñas, una adolescente y la otra menor, que ha tenido fruto de esas relaciones. Lucie, la mayor de éstas (encarnada por Pauline Burlet), guarda por el deambular errático de su madre, un profundo resentimiento. Y cerca del desenlace de la cinta, el espectador podrá apreciar cuánto existe de este rol, que se inspira en el personaje de Cecile, la cruel heroína de Bonjour Tristesse (1958), el crédito más famoso de Otto Preminger, quien se basó a su vez, en la novela ficcionada por Françoise Sagan.

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Y otra coincidencia que de seguro está lejos de ser una casualidad. Esa Cecile, rubia y pálida, robada de un sueño –uno absurdo como todas las ilusiones-, fue abordada por la suicida Jean Seberg, cuya autoeliminación arrastró también a su marido (el que la adoraba): el soberbio escritor (por su sensibilidad y talento), Romain Gary.

Asghar Farhadi, buen conocedor de la literatura y del cine francés, sabe de sobras lo que yo humildemente apunto. Por algo sus estelares (Bejo, Ali Mosaffa y Tahar Rahim), son en su totalidad inmigrantes, extranjeros igual que él, insertos en una cultura a la que admiran.

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De seguro, y al igual que Marcel Proust, a quien homenajea con el título de su película, el cineasta iraní pienso lo siguiente: “Pero nuestra inteligencia, por lúcida que sea, no puede percibir los elementos que la componen y permanecen ignorados, en un estado volátil, hasta que un fenómeno capaz de aislarlos les imprime un principio de solidificación. Pero este conocimiento, que las más finas percepciones de la inteligencia no habían sabido darme, me lo acababa de traer, duro, deslumbrante, extraño, como una sal cristalizada, la brusca reacción del dolor”.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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