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Crítica de cine: “Santiago violenta”, una crónica de tinta roja Un filme del realizador chileno Ernesto Díaz Espinoza (1978)

Crítica de cine: “Santiago violenta”, una crónica de tinta roja

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A la manera de un thriller policial de alto voltaje, así se mira el sexto largometraje de este director nacional, ya convertido en un especialista del género de las películas de “acción”. Con las actuaciones protagónicas de Mauricio Diocares, Matías Oviedo y Nicolás Saavedra, la deuda audiovisual y dramática con Quentin Tarantino y Martin Scorsese, acá presentes, resulta a todas luces observable. Lo mejor: un guión trabajado y coherente, el diseño del sonido (vital en esta clase de obras) y la ambición cinematográfica de encuadrar una ciudad de calle y de exteriores, una urbe de ambientes reconocibles y esperpénticos. Un aspecto que termina siendo opacado, no obstante, por el peligroso flirteo estético del director con el lenguaje y los códigos del cómic y de la animación japoneses.


“Era casi el verano, el tiempo bueno para niños y canes, el de las largas noches, el de los baños en los estanques del parque Japonés, o en el río, o en la laguna del parque Cousiño. El verano del Bosco, iluminado hasta el alba. El de El Infierno o El Bambino, en San Diego. El verano de la Quinta Normal con sus avenidas de plátanos. El cerro Blanco cubierto de dedales de oro y huilles. Los sauces enormes, refugio, casa verde”.

Enrique Lafourcade, en Novela de Navidad

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Balas y tiroteos, figuras engañosas y matones a sueldos, persecuciones en auto y enfrentamientos en la Alameda y en los viejos barrios del Centro: unas instantáneas que no se ven mucho.

Por distintos motivos, el cine noir nunca ha tenido un desarrollo propicio y acentuado dentro del séptimo arte chileno, y las explicaciones del fenómeno pueden ser variadas. Una de ellas, quizás la más importante, es el requisito de ese formato de ficción, por tener que sacar la cámara y los equipos técnicos a la calle, el deber de elaborar escenarios y unas condiciones creativas que permitan, ni más ni menos, mantener la continuidad narrativa del relato audiovisual, de acuerdo con los exigentes parámetros de la pantalla grande.

Resolver de manera aceptable ese desafío artístico y fílmico, termina por convertirse en el gran atributo del nuevo largometraje dirigido por Ernesto Díaz Espinoza, y cuyo libreto, el autor escribió en compañía del crítico David Vera-Meiggs.

Los casos anteriores de cineastas locales que intentaron realizar aquello, o bien exhiben una ciudad que concentra sus rodajes en los límites de las poblaciones marginales de Santiago y de regiones; o en su desmedro, optaron por grabar al resguardo de unas habitaciones inventadas que, supuestamente, pertenecerían a los inmuebles de una barriada vulnerable de la capital o de una urbe provinciana.

Ejemplos de algunos créditos al respecto, en donde la recreación de ambientes del hampa criminal se despliega en ese par de escenarios mencionados, son: El entusiasmo (1998), de Ricardo Larraín; Caluga o menta (1990), de Gonzalo Justiniano y Johnny Cien Pesos (1993), de Gustavo Graef Marino. Ese trío de buenas películas nacionales, sin embargo, sólo utilizaba el mundo del delito como una excusa para mostrar conexiones dramáticas bien específicas, y otros motivos audiovisuales igual de ambiciosos (el derrumbe de un amor y el desamparo del desierto, en el caso del largometraje de Larraín, sin ir más lejos).

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Santiago violenta (2014), en cambio, enuncia sus cualidades argumentales y cinematográficas, sobre el Centro de la ciudad, en un espacio verificable entre la Alameda y esas calles que cerca de la Avenida Matta, de Matucana, y de la Quinta Normal, siguen iguales a como estaban hace 80 años. En esa propuesta estética radica su atractivo, y por qué, no anotarlo, una cierta fascinación produce: la que generan el artefacto simbólico inédito, la novedad de la singularidad y el encanto de lo distinto.

La estructura secuencial y nítida de su guión, ya es suficiente para tenerla muy en cuenta. La historia es generosa en matices, rica en personajes bien perfilados, entretenida, y está unida por una acción que, mientras avanza el tiempo de la ficción, se complejiza cada vez más. Y a pesar de esa característica argumental y literaria, la narración jamás se enreda en la exposición de sus temas y menos en el desenlace de su relato. Aunque su final entregue la impresión de una respuesta temática y audiovisual un tanto errada, y poco creíble, en su formulación ideológica,

El lente de su director, asimismo, manifiesta escenas de una lograda composición cinética. Los fotogramas que transcurren al interior del auto del trío estelar -Mauricio Diocares (Broco), Matías Oviedo (Mauro) y Nicolás Saavedra (Noel)-, recuerdan a las ocho cámaras ocultas que utilizó el inglés Jonathan Glazer, para registrar desde todos los ángulos posibles a Scarlett Johansson, mientras conducía su automóvil en la desconcertante Under the Skin (2013).

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Y los cuadros de tiroteos grabados en una conocida galería de un céntrico edificio santiaguino, instalados al comienzo del filme, citan sin discusión al Quentin Tarantino de Pulp Fiction (1994) y de Reservoir Dogs (1992). Las dos persecuciones que marcan la trama de la cinta (una de incipiente lluvia), en tanto, deben su gestación a la obra de Martin Scorsese, de Orson Welles y de Alfred Hitchcock, en lo que guardan de misterio, manejo del suspenso, y el tema de la muerte rondando por la música, los planos elegidos, y en la actuación del reparto involucrado.

Además de la meditada visión de la realidad diegética-ficcional, que demuestran Ernesto Díaz con el manejo de su cámara y el departamento de montaje en el estilo de unir las tomas capturadas del entorno (la secuencia del tiroteo vehicular en la noche y la balacera diurna al interior de un hotel, son un ejemplo claro de cómo es posible arreglárselas a la perfección -con pocos recursos de utilería-, a fin de levantar un mundo creíble en su veracidad conceptual).

Otro aspecto técnico loable, siempre discutible en la calidad final y en su factura global cuando analizamos el cine chileno, proviene en esta oportunidad del diseño de sonido. Ya sea por la limpieza auditiva de los diálogos, ya sea en el uso y elección de una banda musical que consiga un prendamiento estético en el espectador. Mayor es el fruto en este caso, si dejamos constancia de la considerable cantidad de exteriores rodados, de la violencia y de los recurrentes impactos de bala, los que se suman en su lucha por alcanzar el volumen apropiado, con el ruido cotidiano de una calzada cualquiera.

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Una objeción descrita en la “bajada” de este texto: la opción errada, por parte del realizador, de buscar algunas soluciones discursivas, tanto fílmicas como de libreto, inspiradas en la industria del cómic norteamericano y oriental, presente especialmente en el circuito cinematográfico japonés y coreano, los que tributan en demasía a las historietas editadas y pensadas en la misma Tokio. Trasladado ese idioma grandilocuente, al zócalo de un recinto santiaguino, empero (me refiero a la secuencia que grafica el rescate de Broco), aquél pierde sustancia visual y credibilidad dramática, diluyendo el sentido último de un conjunto de factores, en donde casi siempre prevalecen la veracidad de la puesta en escena y de la dirección de arte.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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