“Yo soy Romilio, ¿y usted?”. “Eliodora, para servirle”. ¿Habrá empezado así la historia de esta pareja de Concepción, que ya pasó de los 90 años de edad, cuyos miembros nacieron cuando Chile tenía cuatro millones de habitantes? Han pasado siete décadas, tal vez más, desde aquel primer encuentro. Los hijos, desde hace mucho tiempo, se fueron de la casa. Todo pasó tan rápido: el noviazgo, el matrimonio, los nacimientos, la crianza, las épocas de bonanza y de vacas flacas, de alegrías y de tristezas. Hoy vuelven a estar solos, como cuando se conocieron, con una diferencia: hoy, la vida que tenían por delante cuando comenzaron, ha quedado atrás. Hoy la enfermedad agobia y la muerte acecha. A veces, algún familiar pasa a saludar. Muchos amigos ya no están y la vida es pura inercia, con la rutina casi como bendición: el amanecer, el día, la noche, y todo de nuevo. Cocinar, comer, lavar la loza, escuchar la radio, ésa es la vida hoy. Las salidas de casa son escasas, difíciles, excepcionales, el cuerpo duele, se cansa. Ir a otra ciudad es como viajar a otro continente. Los placeres son sencillos: tomar un té, sentarse en la puerta de la casa a tomar un poco de sol, saludar a los vecinos. Las estaciones cambian, los días se alargan o se acortan, pero la rutina casi siempre es la misma. Si estas paredes hablaran… cuántas historias no contarían. “La vida es corta, aunque ancha”, dice Calamaro. Quién más que ellos para dar fe de ello.