
El Teatro de Pisagua, entre la ignominia y la violencia de un oscuro pasado
En el Teatro de Pisagua coexisten historias radicales. En su época de oro, hacia fines del 1900, fue epicentro cultural del tercer puerto más importante de Chile. En el 50, albergó a los relegados comunistas perseguidos por Gabriel González Videla, en los 70 fue centro de detención y tortura y también proscenio para montajes hechos por prisioneros. Hoy, lo visitan compañías emergentes y se lleva a cabo hasta un carnaval.
Fue uno de los escenarios artísticos más modernos de su tiempo. Hacia fines del 1900, en plena época de oro del salitre, el Teatro de Pisagua era el epicentro de una actividad cultural bullante, tan propia de un puerto, por entonces uno de los tres más importantes de Chile, en el que habitaban cerca de 8 mil personas.
La hermosa fachada de orden neoclásico de este histórico teatro, compuesto de pilastras, columnas, capiteles, balaustres, arcos y frontones triangulares, presagiaba una larga vida llena de gloria, en el corazón de un pueblo que en su momento llegó a servir de proscenio a grandes compañías de teatro que buscaban su debut en la llamada capital del Departamento de Pisagua, una metrópolis en pleno desierto.
De esa historia casi no existen registros. En la actualidad el pueblo y su teatro forman parte de la «ruta fantasmal», un paquete turístico por el que se busca sacar dividendos de un pasado que habita en el olvido. Las agencias de viajes promueven incluso la idea de fotografiarlo todo, a ver si en sus ruinas logran captar algún espectro.

Pero el Teatro de Pisagua, vigente hasta el día de hoy, es más que un destino ocasional en la ruta del salitre. La nave central no solo albergó a públicos del teatro y la música, también fue testigo de una historia violenta, como experimentó la ciudad misma; un recinto que sirvió para albergar relegados del PC en el gobierno de González Videla y centro de detención y tortura bajo Pinochet. No existe una placa allí.
El teatro de Pisagua es por tanto un reflejo del tratamiento que le ha dado el país a la memoria histórica. Al igual que ocurre con el Estadio Nacional durante la presente Copa América de fútbol, que tras ser usado como centro de detención, tortura y asesinatos se sigue usando para toda clase de espectáculos, el centenario recinto, a 300 kilómetros del pueblo más cercano, es hoy sede de actividades teatrales, musicales e incluso de carnaval.
Doble uso
Su nombre oficial es Teatro Municipal de Iquique y data de 1892. Fue declarado monumento nacional en 1977 por la dictadura militar, junto a la Torre del Reloj de Pisagua y el Lagar de Matilla.
En ese momento, fue descrito en el decreto oficial que lo consagró como monumento como “una bella construcción neoclásica de fines del siglo XIX, que por su importancia histórica y méritos arquitectónicos es necesario preservar”, entre otros por pertenecer “a un pasado importante de nuestra historia, relacionado con el período de grandeza del salitre”.
Sin embargo, tal como señala Guillermo Ross-Murray, investigador, escritor y encargado de la hemeroteca de la biblioteca regional de Iquique, es innegable que “el teatro tiene dos aspectos: el lúdico, pero también el político. Allí se recluyó a la gente. Para el 73 los propios presos políticos, también como una recreación, montaron obras de teatro allí”.
No era la primera vez. Bernardo Guerrero cuenta en su libro “Vida, pasión y muerte en Pisagua” (Iquique, 1990) que durante el gobierno del presidente Gabriel González Videla (1946-1952), que prohibió el Partido Comunista, numerosos relegados llegaron a ese lugar y usaron el teatro para montar obras de todo tipo.
Incluso organizaron una orquesta, “dirigida por Olivares, un gigantón de origen haitiano, obrero de Chuquicamata”, llamada “Pisaguan Boys”.

El olvido parcial
Marcia Passache es la encargada del teatro y la biblioteca de Pisagua. Llegó a Pisagua en el año 2000, originalmente para trabajar en el jardín infantil local. Confiesa que cuando llegó no sabía lo que había pasado en Pisagua, aunque destaca que el lugar fue usado muchas veces como lugar de reclusión, no sólo en 1973.
En cuanto al teatro, sabe que allí los presos de la dictadura montaban obras de teatro, también de forma obligada. “Me lo ha contado gente que estuvo detenida. Hacían actuaciones en parejas. El que lo hacía bien, volvía a las barracas, y el que lo hacía mal, nunca más volvía”, relata.
“Hoy el teatro se usa en un treinta por ciento, porque está con un problema de corte de luz y lo van a restaurar”, afirma respecto al uso actual. “Se usa para hacer presentaciones, obras de teatro, actividades de la comunidad, como graduaciones del colegio, festival de la voz, shows, se proyectan películas”.
Opinión de artistas
¿Pero qué piensan los artistas que han actuado allí, con posterioridad? La actriz y productora Inés Bascuñán ha visitado varias veces el lugar, primero como miembro de la ONG Nodo Ciudadano para realizar algunos talleres de teatro.
“Yo en esa oportunidad trabaje con hombres y mujeres del pueblo creando un guión y posteriormente transformándolo en radio teatro”, relata. “Nuestras sesiones de trabajo eran en el teatro. Costaba que la gente llegara, pero una vez ahí todos nos divertíamos mucho inventando el texto o intentando llevarlo a escena”.
Admite que en esa ocasión fue un trabajo difícil. “Tenía que instalarme en un lugar con una historia profunda y dolorosa y además tenía que hacer que la gente se interesara y participara sistemáticamente por 10 días. Pero terminó siendo un trabajo precioso y los participantes del taller quedaron felices con la experiencia y los asistentes a la función se divirtieron mucho”.
La historia de la violencia política sin duda era un tema. “Hay muchas historias que circulan en torno a los hechos de represión, de las cuales yo no tengo certeza de su veracidad, pero hay una en particular que creo que a cualquier persona vinculada al teatro lo puede golpear”, cuenta. “Supuestamente creaban dos compañías de teatro y estas tenían que competir con una obra y la obra que ganaba se salvaba y de la obra que perdía alguien moría. Todo esto supuestamente sucedía en el teatro”.
Con los adultos, el tema “prácticamente no se aborda”. “Los comentarios al trabajar en el teatro son siempre más o menos los mismos, que en ese lugar penan, que sucedieron cosas, pero nunca nadie se detiene a ahondar en tema. Es como si quisieran poner paños fríos e intentar olvidar para poder construir un lugar distinto”.

Para los artistas, en su opinión, con conciencia con lo ocurrido en dictadura, se generó el deseo de resignificar, de rescatar un teatro que ha sufrido la crueldad de la historia.
Una postura similar tiene la actriz Camila Andrade. Estuvo este año en el lugar como parte de la obra «Kamshout, el espíritu del bosque», del Colectivo de Ficción, en el marco de una itinerancia por distintas comunas y localidades de la región, producida por el Colectivo y financiada por Fondo Nacional de la Cultura y las Artes.
“La experiencia con el teatro de Pisagua tuvo de sabores diversos”, cuenta. “Gente preciosa, comprometida con nosotros, pero al mismo tiempo es un teatro antiguo, muy abandonado, en términos técnicos es mucho lo que hay que trabajar”.
Añade que cada uno de los integrantes del Colectivo sabía de la historia y memoria que alberga tanto el teatro de Pisagua, como Pisagua mismo. “Cada uno vivió esta experiencia en relación a su historia personal. Es estremecedor y mágico llenar de niños, de música y arte un espacio que en algún momento fue malutilizado como centro de tortura. Las energías se renuevan, se vitaliza, los niños y el arte tienen esa cualidad común”.
El teatro y el Informe Rettig
Lo cierto es que el pasado del lugar, sobre todo en lo referente a los hechos ocurridos tras el 1973, resulta siniestro. La localidad en si misma se convirtió en un campo de concentración, según certifica el Informe Rettig (tomo 1). Allí ocurrieron múltiples fusilamientos a manos del Ejército de Chile, a cargo del lugar a través del comandante Ramón Larraín.
Era un lugar donde “todos los detenidos eran interrogados, y todos los interrogatorios estaban precedidos o acompañados por golpe y aplicación de electricidad”. Además “se solía dejar a veinte o treinta reclusos que lo habían sufrido tendidos a la intemperie por hasta 48 horas, bajo el calor diurno y el hielo nocturno”.
En cuanto al teatro propiamente tal, la Comisión consigna que mientras los hombres eran alojados en la Cárcel de Pisagua, “las mujeres detenidas fueron trasladadas a una dependencia contigua al Teatro de la ciudad, habilitada especialmente para este efecto”. La Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos (AFEP), en tanto, señala el teatro en sí fue “de reclusión de hombres y mujeres”.
Otros son más precisos respecto al edificio. Leandra Brunet, hija de Marcelo Guzmán, militante socialista y funcionario del Hospital de Iquique, padre de cinco hijos y asesinado en Pisagua, recuerda en un artículo que el capitán Sergio Benavides, uno de los torturadores, decía que «los gritos se escuchan mejor con la acústica del teatro».
Falta de memoria
¿Qué significado tiene que un lugar lleno de dolor se siga usando con fines recreativos? Para Freddy Timmermann, historiador y académico de la Universidad Católica Cardenal Raúl Silva Henríquez, se trata de “un ejemplo brutal de producción de olvido en términos de lo tocante a la memoria histórica”. Comprende que para los habitantes de Pisagua no haya otro sitio donde realizar actividades festivas, pero estima que en ese caso el Estado debería erigir otro edificio, no usar el actual.
“Si uno piensa que fue un lugar de detención, eso tiene una marca de dolor, no sólo en toda una generación, sino respecto al funcionamiento de las instituciones en este país, en términos de lo que el Estado en algún momento puede llegar a convertirse para sus ciudadanos”, señala.
Que ese lugar hoy sea usado para fiestas y demases le parece “una aberración”. “Muestra la liviandad con que el mismo Estado no cautela la paz cívica, que de alguna manera se alimenta de este tipo de recuerdo. Los espacios materiales tienen una impronta, y es obvio que el de este lugar no es de fiesta con semejante pasado”.
Aún así, reconoce que no es algo sorprendente ni nuevo “esta liviandad donde el Estado, la sociedad misma, y sobre todo la clase política, proceden con estos espacios casi sagrados en términos de ritualización del miedo. El teatro es un ejemplo riquísimo por un lado, pero al mismo tiempo triste, de esta tendencia en Chile”.
La ausencia de una placa conmemorativa “muestra que los valores democráticos están débilmente arraigados como sistema en los distintos grupos de la sociedad chilena. Muchas veces la mal entendida paz política pasa por no herir, supuestamente, la susceptibilidad de quien perpetra estos crímenes, y al asunto se le va echando tierra, se le elimina de las investigaciones, de los libros de texto, se eliminan los restos materiales o se transforman en edificios o supermercados. Es una producción voluntaria -o involuntaria- de olvido”.
“Una placa es incómodo. Hoy mucha gente dice, ‘qué tanta cosa, si el régimen militar ya pasó’. La verdad es que no pasó. Si nuestra sociedad no proyecta estos grandes errores que comete en su convivencia, significa que no ha aprendido nada. Ni siquiera una placa es el desdén más absoluto”.