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Crítica de cine: “A la sombra de las mujeres”, la regularidad de los afectos

El vigésimo segundo largometraje de ficción del gran director francés, se estrena en Santiago precedido de algunos importantes galardones en el continente europeo, y en compañía de los mayores atributos de su filmografía: el notable nivel de las actuaciones protagónicas, a cargo de Clotilde Courau y de Stanislas Merhar, el estilo documental y urbano de su cámara, una sutil música incidental, la literalidad estética de sus argumentos, y la reflexión sobre los sentimientos amorosos, profundos y contradictorios, que se establecen entre un hombre y una mujer.


“La ilusión es una forma perfecta. No es un error, no se la debe confundir con una equivocación involuntaria. Se trata de una construcción deliberada, que está pensada para engañar al mismo que la construye. Es una forma pura, quizá la más pura de las formas que existen. La ilusión como novela privada, como autobiografía futura”.
Ricardo Piglia, en Los diarios de Emilio Renzi – Años de formación

La cinematografía de Philippe Garrel (París, 1948), evidencia una rigurosidad de dedicación y de exclusividad temática, sorprendentes. A tono con motivos adscritos y eternos a las artes y a la literatura francesas, por lo demás.

Una pareja camina por la ciudad, y en ese comportamiento, a la manera de un Robert Doisneau, el autor desgrana una visión de la totalidad amorosa: expresiones, caricias, modos de sentir, existencialismo puro, que se manifiestan en una perspectiva y en un conjunto estético, que orbita en torno a las emociones propias y particulares, que pueden surgir de los vínculos eróticos y afectivos, forjados por el testimonio de una relación heterosexual.


Filmada en blanco y negro, A la sombra de las mujeres (L’ombre des femmes, 2015), se enlaza, según lo afirmado, en la ancha avenida de esa tradición que esboza la realidad de una visión del amor universal, entrelazada con una investigación audiovisual acerca de la Ocupación alemana de París, durante la Segunda Guerra Mundial (como antes con otro hito histórico francés: las revueltas de Mayo de 1968, en la filmografía de este creador), los cafés y las esquinas de ciertos barrios de la capital francesa, la frontera que separa a la verdad de la mentira, y la idea que, desde el cultivo de la costumbre, florecen la nostalgia, los apegos insobornables, las grandes pasiones que determinan y entregan sentido a las vidas humanas.

El de Garrel es un cine preñado de referencias: desde la Nouvelle Vague (Godard, Truffaut, Rohmer), hasta de códigos de alfabetización fílmica y dramática rastreables en escritores como Marcel Proust, Patrick Modiano, y su ejercicio constante de la memoria, de las huellas emocionales que habitan nuestras ilusiones y expectativas, más auténticas y recónditas. Un hombre camina al lado de una mujer, insisto: y aquel fotograma es el origen del mundo, para este creador, como para tantos otros que lo antecedieron.

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La estética del amor vivida en tiempos tristes, quizás por eso el blanco y negro, a modo de metáfora acerca del absurdo, del descriterio, una burla dirigida a la elegancia y a la regularidad de las palabras, en contra de los cariños firmes y consistentes. Los planos cercanos y restringidos, algunos de bellísimos contrapicados en movimiento, marcan una estrategia de registro documental, adornada por las actuaciones de Clotilde Courau (Manon) y de Stanislas Merhar (Pierre): un matrimonio que gira alrededor del trabajo cinematográfico, y en la elaboración sistemática de largometrajes de temática antropológica cultural, el más reciente, uno acerca de la ocupación nazi-alemana de París, a principios de 1940, producto de la invasión hitlerista.

Sin preámbulos, y gracias a la casualidad (otro rasgo dramático en la filmografía de Garrel), Pierre conoce a Elisabeth (interpretada por la actriz Lena Paugam), e inicia un vínculo con ésta, a espaldas y en la ignorancia de su esposa. El triángulo le sirve de excusa al director, para lanzar líneas y reflexiones (analizadas por la voz en off, a cargo de Louis Garrel), que describen y se nutren, desde el interior de los acontecimientos venideros: la ocurrencia de una traición, y las faltas a la fidelidad (al parecer un elemento esencial en la mantención de cualquier relación erótica y amorosa), que nacen debido a la consumación del hecho “ilícito”.

Unas habitaciones pequeñas, un par de camas, veladores, cafés desiertos, romanticismo melancólico, calzadas y calles sin otros transeúntes, ni menos gastadas por automóviles que generen ruidos y atolladeros. La soledad inventada de ciertos rincones de París, le seducen al realizador, como antes a Truffaut, y a Rohmer. Un hombre y una mujer se encuentran acostados, en el fondo de un “carmenere”, entre sábanas, conversan, debaten, se quieren, pinceladas que revelan pensamientos, deseos y dolores inexplicables. Confesiones íntimas, una fragilidad expuesta y denunciada. También el anhelo artístico por retratar abstracciones difíciles y casi imposibles de fotografiar, inmortalizar, en una imagen. ¿Por qué nace un amor, y por qué luego se acaba? ¿Cómo transcurre el intervalo que acechan a la ilusión y luego al fracaso de un espejismo, de un sueño y de una expectativa, muerta por el cansancio?

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El reloj se detiene, los personajes de Garrel sollozan y gimen, en un hábitat donde el tiempo parece estancado (otro rasgo de la estética cinematográfica, que propicia la utilización del blanco y negro), tic tac, tic tac, y tampoco se observan niños: ni a causa de la pasión entre Pierre y su cónyuge, ni menos originados por el idilio que aquél sostiene con su amante. No es época para la descendencia, y estos adultos jóvenes, exhiben una extenuación vital, antes de que les llegue su hora.

Drama y dispositivos audiovisuales, se funden en un abrazo ideológico, a fin de componer una mirada, de cómo sería la educación sentimental, a principios del siglo XXI. Atracciones que sólo permanecen en eso: en la llamarada de una fantasía. El escritor italiano Ítalo Calvino, redactó un hermoso libro de cuentos que bautizó con el título de Los amores difíciles. En esta película de Philippe Garrel, sucede idéntico. Cuesta decidirse por una opción (“me obligarás a elegir”, le dice Pierre a Elisabeth), y sólo la costumbre, y el conocimiento que se tiene del otro, entregarán las claves, y las hipotéticas respuestas, hacia un camino y un horizonte de la posibilidad engañosa.

A la sombra de las mujeres (la cita a Proust es obvia, por A la sombra de las muchachas en flor), retoma la propuesta entregada por el autor en Los amantes regulares (2005), ahora, con una pareja situada en el presente, y en una edad que ronda y quizás sobrepasa los 35 años, la mitad de una biografía moderna. Las compañeras ya son adultas, y sus exigencias emocionales, distintas y definitivas. Que el matrimonio protagónico grabe documentales, que se dedique a “hacer” cine, por supuesto, que no es una casualidad: la redacción audiovisual, necesita de perseverancia, y de una consagración por las pequeñeces, por las tribulaciones cotidianas, por graduar la luz de los decorados, del espíritu, del amor bajo las tinieblas, en una meditación inexistente, para el futuro, y que piensa, finalmente, en la ignota posteridad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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