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Mauricio Electorat, escritor: “Chile es su poesía y no otra cosa” Acaba de lanzar su último libro «Pequeños cementerios bajo la luna»

Mauricio Electorat, escritor: “Chile es su poesía y no otra cosa”

Patricio Olavarría
Por : Patricio Olavarría Periodista especializado en Política Cultural
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Dedicado cien por ciento a la escritura y a la docencia, Mauricio Electorat, quien ha navegado como narrador desde fines de los años ’80 entre París y Santiago, hace una mirada fina de la sociedad y la élite chilena y entrega claves para comprender a un Chile del que solo espera no sea barrido por un meteorito.


Mauricio Electorat (Santiago, 1960). Doctor en literatura y Licenciado en filología hispánica, acaba de hacer su última entrega literaria con la novela Pequeños cementerios bajo la luna, editada por Alfaguara y en donde una vez más, nos deja en evidencia su extraordinaria capacidad como un narrador que hace pocas concesiones a través de una mirada filuda de Chile y de una sociedad a la que considera le falta hacerse una imagen más elaborada del mundo.

Con Pequeños cementerios bajo la luna, Electorat que no solo confirma su gran oficio, esta vez se desnuda con una historia que es parte esencial de su propia experiencia como estudiante y conserje en un hotel parisino a principio de los ´90 en donde no sólo debe lidiar con el fantasma de su padre y el recuerdo de un Chile primitivo, conservador y traumatizado por la dictadura, sino también con la presencia de nuevos personajes que entran en su vida con la luz de la noche de un París que a ratos se le hace extraño y cautivante.

Es autor de los libros de poemas Un buey sobre mi lengua (1987) y Fuerte mientre lorando (1989). Su primera novela El paraíso tres veces al día (1995) y sus relatos Nunca fui a Tijuana y otros cuentos (1999), recibieron los premios del Consejo Nacional del Libro y la Lectura y de Literatura de la Municipalidad de Santiago. Con su novela La burla del tiempo ganó el Premio Biblioteca Breve en 2004 y fue seleccionado entre los mejores cien libros en lengua castellana en los últimos 25 años.

-Sus primeros estudios estuvieron ligados al periodismo a principio de los ´80 y regresa a este oficio muchos años más tarde como columnista. ¿Qué significa el periodismo para usted como escritor?

-Una relación directa con la realidad social, con la discusión pública. Pero también, y esto es muy importante para un escritor, una escuela de concisión. El periodismo te obliga a decir lo esencial en pocas palabras, a ser claro, preciso y, en lo posible, convincente. Es una excelente escuela para un narrador: enseña eficacia narrativa. No por nada grandes escritores han sido periodistas, como Vargas Llosa y García Márquez (¿de dónde le viene a este último, por ejemplo, ese talento extraordinario para titular?, aparte de su talento de escritor, desde luego). Stendhal aconsejaba: escriba rápido, y decía que su único manual de estilo era el código civil, que leía durante una hora todas las mañanas. Por lo demás, la gran tradición del periodismo escrito viene de la literatura, desde Stevenson en adelante. Quizás por eso muchos escritores son periodistas, y no solamente para ganarse la vida, sino, como he dicho, como una forma de participar en la «cosa pública». En Chile tenemos a Jenaro Prieto, Joaquín Edwards Bello, José Miguel Varas. La tradición es nutrida. Mucho más en otros países, como España o Estados Unidos. Dicho esto, yo soy «sólo» columnista, es decir escribo en el diario desde mi práctica de escritor, no soy periodista.

-También fue la poesía un camino inicial y con el que al parecer mantiene una deuda o al menos se manifiesta una tensión nostálgica.

-La poesía, como el periodismo, es también un escuela de estilo, diría es «la otra» gran escuela para un narrador: un buen verso no puede ocupar un párrafo. La buena poesía –la única legible, por lo demás, y no hablo aquí de estilo ni de registros de lengua, sino de genio‑ provoca una emoción estética que abre la puerta al pensamiento bajo la forma de una «intuición» del mundo. El buen periodismo escrito provoca una «emoción política», dice algo sobre la polis, sobre nuestra vida en común. Tomemos un verso de Neruda : «Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero», o uno de Gonzalo Rojas: «¿Cuánto me queda en la trampa?», esas líneas pueden encerrar en sí mismas un cuento, una novela, una sesión de psicoanálisis, una conversación escuchada en el metro. La poesía es síntesis máxima: pensamiento hecho palabra. Pero es también acción: hay algo de religioso, de sacerdotal en la actitud del poeta, por eso que no puede haber poetas mediocres, pero de alguna manera todos los novelistas somos mediocres, no somos geniales, no al menos como lo son los grandes poetas, y cuando tú no eres genial y quieres escribir, sólo te queda la novela.

-Admitiendo que la novela implica un trabajo diferente y que exige otras herramientas

-La novela es originalmente un arte burgués, es trabajo, «noventa y nueve por ciento de talento, noventa y nueve por ciento de disciplina, noventa y nueve por ciento de trabajo», dice Faulkner. Dicho esto, yo «entré en literatura», como dicen los franceses, de la mano de los poetas: Rimbaud, Apollinaire, Saint-John Perse, y luego tuve la suerte de conocer, y de leer desde luego, a Enrique Lihn, a Jorge Teillier, a Raúl Zurita, a Gonzalo Rojas; sin contar con los poetas que conocí en mis primeros años de universidad en Chile, Rodrigo Lira, Roberto Merino… Todos ellos fueron de una gran generosidad humana, fueron una escuela viva, mejor que cualquier universidad. No tengo nostalgia de la poesía: la poesía es nostalgia de un Uno, de un orden ideal y todo narrador que haya leído a los poetas los «traducirá» en su narrativa, por la sencilla razón de que «quedan en la oreja». La nostalgia es memoria, está en el hecho mismo de ser un animal dotado de lenguaje.

-Cuando usted se fue de Chile en su jóvenes 21 años, la dictadura militar estaba en su apogeo en nuestro país ¿Cómo fue poner los pies y la cabeza en Europa llegando de una nación en ese entonces pobre y maltratada como la nuestra?

-Fue raro, porque yo no llegué a Londres, ni a París, llegué a Barcelona, a la España que no acababa de despegarse de los últimos años setenta, en la que las amas de casa –las «Marujas», como las llaman allá‑ iban a hacer las compras en bata de levantarse y los choferes de micro muchas veces se paraban a tomar un café o incluso a visitar a la novia en pleno recorrido. Esa España era aún magníficamente provinciana, humana, cercana, esperpéntica, como dice Valle Inclán. Eso me permitió comprender que, nosotros, chilenos, veníamos de allí. España es un país curioso, porque entró en la modernidad no a fines del siglo XVIII, ni en el XIX, sino a fines del siglo XX. Paradojalmente, Chile, incluido el de Pinochet, era mucho más moderno que la España del tardofranquismo y de los primeros años de la democracia. En el Chile del siglo XX los movimientos sociales condujeron a una mayor democratización de la sociedad que en España, a los gobiernos radicales, a una reforma agraria, a una reforma universitaria, a un intento de socialismo; todo eso en España, aunque latente, estuvo forcluido durante la segunda mitad del siglo XX por la dictadura franquista. Después, la cosa cambió radicalmente y España entró en la modernidad, e incluso en la posmodernidad, en cuestión de un par de décadas.

-Con su exilio en París, ¿comienza quizá o se profundiza el sentido del desarraigo y emerge con mayor fuerza el narrador? Como usted mismo lo ha dicho, comenzó a escribir narrativa cuando se vio cortado abruptamente de su lengua materna.

-A mí me pasó una cosa singular: comprendí, estando en Barcelona justamente, y estudiando literatura española, o sea leyendo a Gonzalo de Berceo, al Marqués de Santillana, a San Juan de la Cruz, a Santa Teresa, que yo no tenía, ni tendría jamás, ningún genio, es decir, ninguna «personalidad», ninguna «máscara» poética. Y que, por lo tanto, sólo me quedaba el arte literario de la modernidad, esto es: la narrativa. Pero le tenía tal respeto a la narrativa que sólo cuando me encontré en París, lejos de mi lengua materna, me atreví a escribir narrativa. Total, nadie se iba a enterar, era como una actividad secreta, un poco vergonzante, a la que me dedicaba durante mis largas horas de portero de noche en un hotel de barrio, ¿qué podía perder?

-Desde entonces también comienza de alguna forma a prefigurase un escritor bastante dual, un hombre con una experiencia de vida doble, una chilena y otra francesa ¿Es posible conciliar ese espejo de dos caras?

-Como dice Rimbaud, «el poeta niño», Yo es Otro. Me hablaron desde la primera preparatoria en una lengua que no era la mía, esa lengua era el francés. Me enseñaron esa historia, esa geografía, esa literatura, esa visión del mundo. Yo sabía más del Loira y de la cuenca industrial parisiense, que del Bio-Bio o de la Araucanía. Conocía a Napoleón, pero no tenía ni idea quién era don Mateo Toro y Zambrano. Era, y aún sigo siendo, como me dijo un amigo francés alguna vez, un perfecto indígena aculturado. Sobre todo si se piensa que soy hijo de madre peruana y que mis abuelos paternos son franceses. Mi relación con Chile es, entonces, bastante tenue. Mis profesores me hablaban de Voltaire; mi madre, de la irreparable vulgaridad de los chilenos. Confieso que me sorprende cuando ciertos amigos me dicen que descienden de Pedro de Valdivia, que tienen cuatro o cinco generaciones de chilenos en el cementerio. ¿Cómo puede reparar uno esa distancia con su lugar de origen si no es escribiendo? Escribir es tratar de comprender y, también, de comprenderse. Y al mismo tiempo, sólo la literatura le permite a uno entender algo esencial: que se es de todas partes y de ninguna. La literatura es un remedio a ese mal de la identidad: enseña que no existe, sino muy, pero muy fragmentariamente. Yo soy otro, escribió Rimbaud, pero podríamos decir: Yo soy Otros. Y eso es quizás un escritor, alguien, un Yo, que es capaz de ser Otros. Si no, ¿para qué escribir?

-Sin embargo, usted ha dicho que su búsqueda también fue transformarse en un escritor chileno. Eso parece bastante localista aunque también tiene algo de raíz, de sentido de pertenencia ¿o no?

-No he buscado tanto transformarme en un escritor chileno, como transformarme en un chileno. Esto puede parecer un tanto ridículo, ¿por qué querría uno transformarse en un chileno? Sobre todo si se tiene, como yo, un carnet de identidad y un pasaporte chilenos y, además, uno nació en Chile. Quizás, lo único que un escritor pretende, como Dios, es poder afirmar: yo soy el que soy. Menuda pretensión, claro. Pero habría que decirlo en el sentido que lo dice Huidobro: el escritor, el poeta dice él, es un pequeño Dios. Y esto aunque Parra diga que los poetas bajaron del Olimpo, porque, entre otras cosas, Parra, que es probablemente el poeta más sagaz de los poetas modernos, creó su propio Olimpo. Lo que me lleva a tu pregunta anterior: ¿cómo se puede ser un escritor chileno ignorando a los poetas chilenos? Chile es su poesía, y no otra cosa (hasta que no ganemos un Mundial de fútbol). Pero sí, digamos que soy un sujeto dividido, ¿quién no? Dios, claro, que dijo Yo soy el que soy, pero eso fue mucho antes de Freud. Y además, Dios, en la tradición cristiana al menos, no escribió, sino que dictó. Si hubiese escrito, como en la tradición islámica, otro gallo (dicho en buen chileno) cantaría, o sea, escribiría, o mejor dicho, no escribiría. ¿Quién es capaz de escribir si Dios escribe? Tuvimos suerte los narradores.

-Su vida en Francia, al menos en los años ochenta tiene una relación con un mundo de exiliados y de seres que viven la marginalidad y la exclusión como la de miles de latinoamericanos que son ya parte de una gran biografía errante ¿Cómo escritor, esa sensación y fuerza a la vez se mantiene en su conciencia o la búsqueda después de atravesar el desierto es otra?

-¿Qué desierto? No sé. No tengo la sensación de ser un personaje bíblico. Lo que sí creo es que América Latina es en sí misma una especie de «marginalidad», es marginal respecto de Europa, que es de donde procedemos. Aunque hoy día las elites latinoamericanas miren hacia Estados Unidos –hay incluso quienes han llegado a postular que Miami es la capital actual de América Latina‑, nuestra matriz cultural está en Europa y en ese sentido hemos sido siempre «marginales», desde Simón González y Simón Bolívar hasta Roberto Bolaño. Somos una «excrecencia» de Europa, mal que nos pese. Ahora, lo paradójico es que es más fácil tomar consciencia de que se es latinoamericano encontrándose en París, en Madrid, o en Nueva York que quedándose en su rincón. Esto ya lo decían Cortázar y Vargas Llosa y nos ha pasado a todos los que hemos salido de nuestro país: en el extranjero nos damos cuenta de que pertenecemos a un espacio cultural más grande, y eso cambia todo. Esto ocurre, a mi juicio, porque entre latinoamericanos nos damos la espalda: miramos más hacia los centros europeos o norteamericanos que hacia nuestros propios países. Los argentinos, en general, tienen muy poca idea de lo que pasa en la literatura chilena, y a nosotros nos ocurre otro tanto con la del Perú o la de Bolivia. Quizás el único país que escapa un poco a esta situación sea México, que ha sido desde siempre un «centro» latinoamericano. En todo caso, si hay algo que Bolaño supo tratar como nadie es justamente el tema del latinoamericano errante, la diáspora de los sudacas tiene también algo bíblico, en ese sentido sí puede haber una travesía del desierto… eterna y sin tierra prometida. Y puede que yo no me sienta demasiado chileno, pero sí que me siento latinoamericano.

-En sus últimas novelas es muy manifiesta la relación padre e hijo, pero a la vez, se prefigura casi como un arquetipo la imagen de Pinochet como un padre que tensiona y traumatiza el destino histórico del narrador.

-Bueno, en mi novela anterior («No hay que mirar a los muertos»), el protagonista mata, o ayuda a morir, a su padre y la escribí mientras mi padre real se estaba muriendo, es decir lo maté mediante la ficción antes de que falleciera. En «Pequeños cementerios bajo la luna», el protagonista venga la muerte de su padre averiguando, primero quién es ese padre y, luego, qué fue lo que pasó exactamente. He estado girando en torno al misterio del padre, es cierto. Este es un tema mitológico, recordemos que la «Odisea» se abre con el viaje de Telémaco en busca de su padre, Ulises. Y tiene implicancias psicoanalíticas evidentes, nos compete íntimamente a cada uno de nosotros. Ahora, no lo había relacionado en el sentido que propones tú con Pinochet: el padre colectivo. Es cierto que en todas mis novelas la dictadura aparece como telón de fondo, y a veces no tan de fondo, porque ese es el universo de mi adolescencia. Pero no he tratado de plantear una reflexión sobre la figura del dictador, aunque también es verdad que todo dictador engendra, o es producto de una fabulación mitológica ligada a la figura paterna, un «padre eterno» desde luego: Stalin era «el padrecito de los pueblos», Chávez es «el comandante eterno», Franco el «caudillo de España por la gracia de Dios», etcétera. «Deseoso es aquel que huye de su madre», escribe Lezama Lima y nosotros podríamos parodiar: «deseoso es aquel que huye, también, y si es posible, de su padre», quizás sólo huyendo de nuestro padre logremos ser Otro (aunque esto contraríe al pobre Telémaco). En todo caso, para huir hay que saber de quién se huye.

-Sus pinceladas sobre la sociedad europea y en especial la francesa y la chilena son profundas y se caracterizan por ser detallistas y psicológicas y usted parece vivir narrativamente en ambos territorios.

-Ya lo dije: soy un sujeto dividido. Y esto me recuerda una anécdota de Joaquín Edwards Bello, contada, creo, por Jorge Edwards, su sobrino. Estando en un café parisino, en plena primera guerra mundial, una señora se acerca a Edwards Bello y le pregunta: joven, ¿y usted por qué no está en el frente? Él responde: es que soy chileno. Y la señora replica: ¿y es grave eso?
Pues, sí, es bastante grave, digamos que no tiene cura.

-En su literatura existe un cierto pesimismo generacional o es una fuerza existencial la que predomina. Aunque honestamente al menos yo me siento bastante cómodo con los escritores pesimistas.

-Qué bueno saberlo, porque no conozco ningún escritor «optimista». Los hay quizás más pesimistas o más «negros» que otros u otras, pero como decía Cortázar, no se hace buena literatura con buenos sentimientos. Eso queda para el discurso religioso; y en general, para los discursos de «palabra directa», basados en «la verdad», como el de la política. Ahora, todos sabemos que la verdad no existe sino como una convención. Y si lo ignoramos, la literatura está allí para hacérnoslo descubrir. La literatura interviene «después», cuando todos los discursos que vehiculan «verdades» –la religión, la política, las ciencias‑ han intervenido: allí reside su carga paródica, lúdica, subversiva, su dimensión artística. Sólo así nos puede «mostrar» el mundo.

-Por otra parte también pareciera que el narrador es un hombre enamorado que siempre busca una salida… ¿Cuál es el Hilo de Ariadna en su escritura?

En cuanto a la primera parte de tu pregunta: sí, todo hombre (o mujer) busca una salida, enamorado o no, y un personaje literario no puede sino buscar una salida porque de lo contrario no sería personaje, me parece a mí, al menos. En cuanto a la segunda parte de tu pregunta: sinceramente, no lo sé. Cuando lo sepa te lo cuento, porque justamente lo que hace un escritor es tratar de averiguar, entre otras cosas, eso, ¿cuál es el hilo de Ariadna que lo lleva a uno a escribir? Pero lo más probable es que un auténtico escritor no lo sepa jamás. De manera que, a lo mejor, con un poco de suerte, te mando un mensaje de ultratumba.

¿Qué espera de este país en clave política y cultural? Se lo pregunto es su función de profesor universitario y de alguien que está en conexión con jóvenes a través del aula y los talleres que imparte.

-«Del mar espero barcos», decía Enrique Lihn. ¿Qué se puede esperar de este país? Que no le caiga un meteorito, eso espero, que no se vea confrontado a una catástrofe medioambiental, que evitemos epidemias como la obesidad y tratemos de superar esa otra forma de obesidad que nos aqueja: la incultura. Que periodistas, políticos, empresarios y todos los que intervienen en la arena pública, o sea nuestras élites, se preocupen de hacerse una imagen un poquitito más elaborada del mundo. Una élite inculta ‑que tiene dificultades para comprender un mundo cada vez más complejo, o que renuncia a ello refugiada en saberes específicos o en objetivos estrictamente cifrables y de corto plazo‑ crea un país inculto, desconectado del universo en el que vivimos, un país que se limita sólo a «estar ahí», barrido por los vientos cambiantes de la historia. Y eso es peligroso, un país así puede recibir en cualquier momento un meteorito. Después no nos andemos quejando…

-A veces queda la sensación de que la escritura como oficio es una forma de autoexilio. Al menos no es lo mismo que la política o la televisión que sucumbió a la farándula.

-La escritura es diferente, sin duda, aunque no sé si es mejor o peor, no he practicado nunca ninguna de las otras dos. Pero bueno, supongo que la idea del autoexilio tiene que ver con lo que planteaba Flaubert, a saber que el escritor debía elegir entre la literatura o la vida. «La escritura o la vida», como tituló Jorge Semprún. Yo no creo en tal dicotomía. Pienso no sólo que el escritor es un ser social como otro, sino que puede intervenir en la vida pública de muchas maneras, incluso haciendo política, la literatura está llena de casos así, entre otros el del propio Semprún. Por lo demás, la escritura es una forma de vivir la vida, y de las más intensas. ¿Tu crees que si le pudiésemos preguntar a Sófocles, a Quevedo, o a Parra, sin ir más lejos, si hubiesen renunciado a escribir para dedicarse simplemente a vivir, alguno de ellos te diría que sí, que se arrepienten de haber escrito?

 

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