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Pierattini y una excusa para defender el entusiasmo. CULTURA

Pierattini y una excusa para defender el entusiasmo.


Empiezo esto con una idea clara: no hay cosa más fabulosa que abrirse al entusiasmo. ¿Y por qué propongo en el título al músico nacional Ángelo Pierattini junto a este sentimiento? Siendo franco, resultó ser una simple casualidad, como esas que no vemos cuando se nos cruzan o como las que terminan por tocar la tecla precisa en el momento preciso.

Así pasó. Hace unos días me topé con un tuit de Nuno Veloso respondiendo a la pregunta sobre cuál era la canción más triste de la historia. Pesada, tentadora, pasa que siempre preguntas con tamaña pretensión terminan por desafiarnos a caer en su juego y proponer alguna salida. Veloso nombró «Starless» de King Crimson. Qué duda cabe, tremenda canción, capaz de conservar un eje tristón que en tres movimientos tan distintos mantiene urgentemente la tristeza. Ahora bien, no es este hecho de porqué Pierattini. No. La casualidad de asumir el  desafío de esa pregunta al voleo, hizo que empezara a revolver en los viejos archivos de mi viejo compu de escritorio, buscando algún tema pa poder responder. Fotos de cuando no tenía canas, controles de lectura de cuando hacía clases de Lenguaje, la primera vez que bajé la discografía completa de Gong. Trajinar CPU’s añosas sin ninguna expectativa debiese ser parte de alguna terapia, porque abrir archivos con nombres pendejos o leer cartas cebollas dedicadas a amores antiguos, es encararse a uno mismo desde otra fecha, cachar cuánto ha girado la íntima existencia ante el tiempo y su rigor.

Ok, ¿Y por qué el Ángelo? Acá la respuesta. En esta energía de museo me encontré con una actividad que hice el 2007 en un colegio de Quilicura. Usé el texto de la canción “Las cosas simples” del álbum rojo de Weichafe. La actividad era para estudiantes de un tercero medio, recuerdo que les leí en voz alta este texto sin decirles que su origen era una canción. El objetivo final era que ellas y ellos rescataran alguna idea, alguna imagen de esta obra que les llamara la atención y con eso propusieran otra cosa, una creación personal sostenida en el formato que más les acomodara -como un dibujo, un ensayo, un tejido, un artefacto-. Haciendo memoria, creo que lo que más resonó en ese cabrerío fue una sensación de permanente pregunta, de incomodidad por no cachar qué chucha y estoy seguro que eso mismo los hizo lanzarse al vacío de aquello que se ignora. Recuerdo clarito la hoja de bloc del Aarón, llena de trazos puntudos, de colores insolentes, como si fuera uno de esos graffitis animitas que recuerdan a los caídos de cualquier arrabal. La leyenda “Siempre busqué lo que nunca vi” escrita con letras recargadas, insistiendo en la condena que late tras ese verso, cerraba la hoja garabateada por el Aarón. Tremendo el cabro.

El asunto concluía cuando les mostraba de dónde venían esos versos oscuros, cuál era el disfraz completo de ese poema sombrío. Creo que la mayoría nunca imaginó que esa lírica era parte de una extraña balada disfrazada de cueca, que esas palabras venían acompañadas de una música hermosa igualita a como suenan las grandes canciones de nuestras vidas. Pierattini por esos años jamás imaginó que una de sus piezas fuera capaz de llenar una fea sala de clases en la Parinacota, él nunca figuró que con sus cosas simples nos sirvió como excusa para motivarnos y decir lo que quisiéramos, lo que fuese, pero esa vez con los colores que cada quien decidiera.

La vida puede ser bien terrible. Protagonizar las historias que realmente queremos vivir, las parecidas a nuestros talentos, a nuestros íntimos llamados, se hace cada día más difícil y harto de eso tiene que ver con que somos parte de un remedo de país. Un país desmemoriado, uno en que torturadores viven tranquilos a la vuelta de la esquina, uno en que los profes son siempre los culpables y los colegios están pensados para que seamos solo de una manera, uno en que no nos queda más que llenarnos la guata con pan porque comer sano es súper caro. Entonces, con todo esto a cuestas, nos van quedando muy pocas jugadas y una de ellas es permitirnos el entusiasmo.

Por eso cada vez que saludamos al chofer de la micro, cuando decimos seguros lo que nos hiere y castiga, cuando pagamos la entrada a una tocata de un grupo local que no cachamos o cuando tomamos la canción de cualquier músico y la hacemos propia usándola a nuestro antojo, es porque estamos haciendo que esa gloriosa intensidad del entusiasmo siga haciéndole frente a los tiempos mezquinos y de paso, nos ayude a descubrir un poco esa belleza que hay en nosotr@s.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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