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“Ruina”, de Jonnathan Opazo: un modo de saldar deudas CULTURA|OPINIÓN

“Ruina”, de Jonnathan Opazo: un modo de saldar deudas

Francisca Márquez
Por : Francisca Márquez Decana de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Alberto Hurtado.
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Es un libro que se lee de a poco, 16 fragmentos distribuidos en 126 páginas. En efecto, el libro está hecho de breves tesoros que invitan a seguir excavando en ellos. Muy al final una frase permite comprender el sentido de dicha fragmentación hecha de retazos.


«Ruina», en singular y en negro sobre rojo, es un libro del escritor Jonnathan Opazo (1990) que inicia la colección Perdidos en el Espacio de Editorial Bifurcaciones.

Una colección de formato pequeño que retoma la tradición del libro de bolsillo. Un formato que permite leer de a poco, saborear el fragmento y quedarse luego rumiando lo leído. Porque es un libro que se lee de a poco, 16 fragmentos distribuidos en 126 páginas. En efecto, el libro está hecho de breves tesoros que invitan a seguir excavando en ellos. Muy al final una frase permite comprender el sentido de dicha fragmentación hecha de retazos.

El autor nos introduce a la lectura del libro con una advertencia: “Este texto es, a su manera, un modo de saldar las deudas con una obsesión”. Jonnathan es joven y sus obsesiones lo son también, son del pasado reciente: “recuerdo el año 99 y los rumores sobre los días oscuros que vendrían […] el 2001 y la mañana que vi las Torres Gemelas caer […] de esa menjunje de evangelismos mesiánicos y telemanía, comienza a gestarse una imaginación catastrófica”.

Un comienzo biográficamente situado para decirnos: no se engañen, los fragmentos y escombros que les ofrezco tienen un hilo común, una existencia que las amarra, el propio autor. Un joven escritor que escribe habiendo vivido toda su vida en provincia, “que es lo mismo que decir que he vivido toda mi vida en ciudades planificadas al lote, a medio morir saltando, como que no quiere la cosa”. Aunque en provincia, como en todo el territorio, “también se baila con la muerte, para siempre estar atento al próximo movimiento de placas”.

Por eso mismo, no sorprende que el segundo capítulo nos lleve de la mano hasta una escuela en ruinas. Esas ruinas de la infancia aburrida en pasillos oscuros, “como si ver mi colegio en ruinas fuese una suerte de anhelo que albergué con secreto rencor desde mi más tierna infancia: como si ese abandono fuese el justo castigo a un lugar donde fui perdiendo las horas”. Bella imagen, que alguna vez todos cobijamos, como cuando imploramos un gran diluvio, un gran terremoto que hiciera imposible partir a la escuela, rendir un examen o simplemente salir de casa; la ruina como liberación.

Solo en el tercer capítulo, Jonnathan sale de sí mismo, para llevarnos a la ruinalidad o las ruinas rurales. Trágico capítulo de la mano del poeta Jorge González Bastías y el Poema de las Tierras Pobres de 1924: “La belleza de las ruinas del poema y del cuento se nos aparece como un signo de una destrucción mayor. La belleza de las ruinas rurales es ante que cualquier cosa una belleza trágica. Su aparición en el poema es mucho más que un mero divertimento estético”.

La belleza desoladora del paisaje baldío, seco, yermo. Es el paisaje de nuestros campos y pueblos latinoamericanos. Un continente que nos lleva indefectiblemente a Las ruinas y terremotos, porque estos textos coinciden con los diez años del terremoto del 27 de febrero del 2010. Y en él, porque somos la tierra más terremoteada del planeta: “No se trizan solamente las murallas. La ciudad se quiebra en las múltiples capas que la componen y muchas veces las notamos recién en su ausencia […] una argamasa de tierra, vigas rotas, postes, cables, vidrios, baldosas. Entre esos restos, curiosos buscando salvar algo o tomando fotos. […] Pienso, las ruinas que no nos dejaron las guerras nos las dieron los terremotos”.

Y a propósito de este movimiento tectónico que nos constituye como país, como personas, de pronto el libro nos ofrece una foto en blanco y negro, del fotógrafo Manuel Domínguez Cerda (1867 – 1922). Una foto sacada en Valparaíso con posterioridad al terremoto de 1906. En ella, cuatro mujeres vestidas de negro posan frente a la cámara, como espectros junto a las columnas quebradas y a los escombros de una iglesia.

Una quinta mujer da la espalda al fotógrafo, seguramente apurando el tranco para alcanzar a salir en la foto. Al fondo, el Cristo sobre el muro intacto. Impresiona la fuerza de la escenografía y de las columnas que yacen quebradas, como si se tratara de gomas de borrar. Es una foto hipnótica, que se agradece: “solo el tiempo puede morder y hacer sucumbir la piedra que, incluso en calidad de escombro, conserva su austeridad”, advierte Opazo.

En estos templos derruidos, abandonados, “la lógica parece sencilla: si Dios abandona la piedra, la iglesia deja de ser iglesia”, señala a propósito de los otros usos que en Europa se han dado a estas arquitecturas. Es entonces, que se nos devela “la delgada línea que separa la ruina de lo sagrado y lo sagrado de lo profano”. De lo que no estoy tan segura, para América Latina, es con las posibilidades que nos ofrecen las iglesias desacralizadas. En nuestro continente Dios y sus iglesias se amarraron a la Corona primero, y luego al Estado, al Ejército. En nuestro continente, la piedra sacrosanta no obedece solo a Dios. Quizás por eso mismo, la porfiada persistencia de la ruina de La Basílica El Salvador, en su vocación primera; o de las tantas iglesias quemadas y vandalizadas durante el estallido social.

El libro termina jocosamente con Qué hacer en un lugar en ruinas. El autor se entretiene con un inventario de sesenta usos posibles, algunos que retengo: “Pensar en la muerte; Plantar poleo menta y otras hierbas de uso medicinal; Organizar una tocata; Instalar una carpa y quedarse a vivir ahí; Olvidarlo hasta que demuelan todo y construyan un mall chino”. En efecto, en este país estamos llenos de ejemplos similares. El Palacio Pereira estuvo a punto de serlo. En un país pobre como éste, me pregunto si no habría sido más democrático olvidarlo que comprarlo, con fondos de todos nosotros. Compramos la ruina a precio de palacio y a la misma inmobiliaria que participó en su ruinificación.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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