Publicidad
Santiago Elordi: “El octubre de 2019 refleja esa obsesión chilena y latinoamericana por refundar” CULTURA Crédito: Cedida

Santiago Elordi: “El octubre de 2019 refleja esa obsesión chilena y latinoamericana por refundar”

Publicidad
Nicolás Bernales Lyon
Por : Nicolás Bernales Lyon Escritor y columnista literario. Ha publicado el libro de cuentos "La Velocidad del agua" (Ojo Literario 2017), por el cual se adjudicó el Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura en el área de creación. En 2023 publicó la novela "La geografia dell` esillio", Edizioni Ensemble. Roma.
Ver Más

La distancia con Chile no ha sido un accidente, sino una forma de vida: la fuga como ética, la extranjería como observatorio privilegiado. El poeta parece moverse entre contradicciones con la soltura de quien sabe que ahí, justamente ahí, reside el territorio fértil de la creación.


Santiago Elordi es de esos personajes que, si no existieran, habría que inventarlos… No se graduó de ninguna universidad. Prefirió algo más formativo: largarse.

Ese gesto inicial lo llevó a recorrer Latinoamérica, Estados Unidos y luego a instalarse en ciudades como Roma, Londres y, más recientemente, Jávea, en España. Una vida nómada que no responde a ningún plan maestro, salvo quizá a esa compulsión de escapar, de mirar siempre la puerta de salida. Y, mientras tanto, escribir.

Escritor, viajero, agitador cultural, agregado diplomático, documentalista, su trabajo desborda la página impresa para instalarse en los territorios más insólitos.

Durante la dictadura, junto a Beltrán Mena, dio vida a Noreste, la vida peligrosa, aquel medio experimental que confundía realidad y ficción con un filo poético y político. Como si lo real necesitara del refuerzo de la ilusión para resultar verosímil. Más tarde, en El Corazón, humano hasta la muerte, puso en primera plana las vidas de personas anónimas, recordándonos que la épica puede encontrarse en lo cotidiano.

Como documentalista, persiguió la sombra del explorador Percy Fawcett en el Mato Grosso, experiencia que inspiró el documental Punto Z. Y más recientemente, su pluma se dejó oír en un escenario de Berlín con el libreto de una ópera dedicada al cultivo de la milpa.

La distancia con Chile no ha sido un accidente, sino una forma de vida: la fuga como ética, la extranjería como observatorio privilegiado. Elordi parece moverse entre contradicciones con la soltura de quien sabe que ahí, justamente ahí, reside el territorio fértil de la creación.

Su literatura dialoga con esa condición errante, explora identidades difusas, la belleza de lo que no encaja y la paradoja de sentirse adentro y afuera a la vez.

Hablar con él es entrar en un territorio donde se entrelazan la política, la utopía, la memoria histórica, el dolor como marca creativa y, sobre todo, la pregunta por la identidad chilena: ¿es posible definirla o estamos condenados a vivir en el juego de espejos de nuestras ilusiones? Su mirada, a ratos crítica y a ratos poética, propone pensar Chile como una nación que nunca termina de encontrarse pero que en esa misma incertidumbre descubre su riqueza.

-La distancia y el paso del tiempo suelen generar una sensación de desarraigo cultural: de no pertenencia, de estar “fuera de lugar”, de no compartir plenamente los referentes ni de la comunidad de acogida ni de la de origen. ¿Cómo ha sido esta experiencia en tu caso y de qué manera influye en tu obra?

-Esa sensación de “fuera de lugar” me acompaña constantemente. Me pregunto: ¿de dónde viene? ¿Hay que superarla? ¿Qué significa ser extranjero o identificarse con tu país de origen?

Muchos escritores y artistas pertenecen en ese “club de los sin club”. Y esa extrañeza no depende del viaje: puede sentirse estando en casa, rodeado de familia y amigos. Paradójicamente, estar “fuera de lugar”, puede ser un sitio magnífico para observar; a veces los árboles no nos dejan ver el bosque.

Mis personajes habitan historias de adaptación y desencuentro. Nada nuevo bajo el sol en todo caso: el desarraigo atraviesa la tragedia griega, está en todas las mitologías, es el héroe que pierde su hogar, exiliado, expulsado o degradado socialmente.

Pero en mi caso no ha sido trágico… me gusta sentirme extranjero.

-¿No crees que este comportamiento encierra una intención de fuga, la búsqueda de un “querer ser” que solo puedes encontrar en otra parte?

-Desde niño me fascinó la belleza salvaje de Chile: los Andes inalcanzables, el Pacífico indómito… pero la gente rara vez alcanzaba esa magnitud. Esa descompensación me dejaba encerrado entre la cordillera y el mar, obligado a estar con los mismos… soñando con escapar…

Hasta hoy, al llegar a cualquier lugar, lo primero que miro son las puertas de salida. Evito los restaurantes, protocolos, encuentros obligados; no sé muy bien cómo caer bien. Generalmente me quedo en una esquina, callado, o bebo un poco para pasar el rato. El vino ayuda cuando no encajamos, ¿no es cierto?

-También ayuda a evadirnos.

-La huida es parte de mi vida, lo que incluye la escritura. No hablo de evasión; hablo de la fuga como ética de vida. ¿No será una metáfora de nuestro paso por el mundo? Huir como posibilidad de movimiento, de asombrarse ante lo desconocido. Huir incluso de uno mismo, de las imágenes definitivas que creemos tener de nosotros.

-¿No crees que exista una relación entre creación e identidad? En nuestro caso, con la identidad chilena. Ese afán de pertenencia no lo percibo en tu escritura. Por ejemplo, en Seven, tu protagonista es un viejo publicista escocés y machista, enamorado de una artista camboyana, situados en Shanghái.

-Para mí, escribir sigue siendo el espacio mental de la libertad suprema: la escritura como libertad, no como nacionalidad. Muchos escritores chilenos sienten la obligación de escribir sobre Chile, casi exclusivamente. Es una opción, sí, pero ¿no será también un síntoma de país isla, de onanismo cultural o de provincianismo? Como decía Joaquín Edwards Bello: “Quiso ser escritor y terminó siendo un escritor chileno”.

Creo que un artista o escritor no tiene que representar un país, ni siquiera escribir en su lengua materna. El desafío está en crear imágenes universales; el lugar o país que elija dependerá de lo que la historia pida. Recuerdo una Bienal de Venecia cuyo concepto era la obsesión humana por abarcar el mundo a través del arte. Allí surgió una pregunta que me quedó: “¿Cuántos países llevamos dentro?”.

-Hay artistas y escritores que suelen irse de Chile, algunos de ellos vuelven otros no. Hay otros que nunca se van. ¿Qué pasa en Chile que empuja a tantos creadores a partir? ¿Y que sucede con aquellos que nunca salen?

-Desde la colonia hasta hoy, muchos creadores chilenos han terminado viviendo fuera, y por distintos motivos: desde el milenarista Lacunza exiliado en Roma, Matta, Juan Downey, Droguet, Mistral murió en Nueva York… Es paradójico, Chile produce grandes creadores, pero rara vez logra retenerlos.

Quizá Chile sea fértil… para agricultores, mineros, abogados, agitadores sociales, rentistas… pero no necesariamente para artistas. La belleza aquí se mira con desconfianza. Hay un feísmo que se viste de gracia, casi como categoría estética; un miedo a lo extraordinario que recuerda el mito del Imbunche: ese niño deformado y encerrado que simboliza cómo la sociedad chilena anula lo que no encaja, lo que brilla, lo distinto, lo bello.  

Los que nunca salen aprenden a habitar el Imbunche en sí mismos, o a mirar la belleza desde la esquina, con cuidado, peligrosamente.

-¿Crees que existe una verdadera identidad chilena, o sigue siendo algo difuso, en formación, aún no del todo definido? En tu libro de poesía Los ingleses de Sudamérica, ¿no hay acaso un intento de indagar en esa identidad?

No me siento capaz, ni con la obligación, de definir la identidad chilena. Los chilenos vivimos mucho de ilusiones y somos maestros en mentirnos a nosotros mismos: siempre refundando, experimentado nuevos modelos de sociedad, creyendo que podemos empezar casi de cero.

En el pasado nos creímos los ingleses de Sudamérica, o el primer gobierno socialista democrático del mundo; luego los jaguares de América con el liberalismo. Marta Graham contaba que, en el siglo XIX, la clase alta era afrancesada: pianos en la sala… pero con suelo de tierra. Confundimos sensación con realidad; y el cómo nos sentimos o queremos que nos vean casi nunca coincide con la realidad.

Claro, toda eso está de forma paródica en Los ingleses de Sudamérica: una sociedad fragmentada en distintos bandos, y al mismo tiempo extrañamente unida por compartir una geografía indómita. La carta a la reina Isabel de Inglaterra también es un guiño a una identidad en construcción, donde se mezclan aspiración, tradición y rebeldía. 

-¿No es tarea del artista descifrar o comprender esa identidad?

-Es posible, pero no como si la identidad fuese un dato fijo. No busco conclusiones definitivas; me atraen las preguntas, los vacíos, los espacios entre lo que somos y lo que soñamos ser. Observar la identidad como un proceso vivo, reconocer sus contradicciones y tensiones. Quizá la identidad chilena sea como un juego de espejos: una búsqueda permanente, inacabada.

-Pero en la práctica, al parecer no hemos logrado crear símbolos primordiales que nos interpreten. El dicho “jurel tipo salmón” resume bien esa mezcla de aspiración y realidad.

-Hace unos años participé, invitado por la arquitecta Cazú Zegers, en un encuentro de la Fundación El Observatorio, dedicado a pensar Chile. Allí estuvo Simon Anholt, el consultor escocés conocido como el “psiquiatra de las naciones”, contratado para definir una marca país. Se reunió con representantes de todos los sectores —sindicatos, comunidades indígenas, profesionales— y, tras escucharlos, dijo algo sorprendente: de todos los países que había estudiado, Chile era el único cuya identidad le resultaba esquiva, difícil de definir, casi inasible.

-Las fronteras se difuminan, la materia de consumo es global y en las redes sociales todos parecen ir detrás de lo mismo. Se produce un fenómeno de copy and paste, con el riesgo evidente de una homogenización de los contenidos. ¿Crees que esta cultura de la copia limita la originalidad y la identidad creativa del país, o, por el contrario, puede ser un trampolín para reinventarse?

-En Chile no ha habido importantes descubrimientos científicos ni tecnológicos. Los empresarios exitosos, más que inventores o innovadores tipo Edison o Tesla, han sido buenos administradores, oportunistas financieros, rentistas. Las grandes familias económicas ni se acercan a los Mecenas de la historia: los Médicis, los Guggenheim, la Casa Pinzón tras el descubrimiento de América. Los intelectuales, por su parte, suelen  reciclar teorías que vienen de universidades de Estados Unidos o inglesas. En el arte pasa algo parecido: imitamos tendencias foráneas, con mayor o menor éxito según la validación internacional. Salvo contadas excepciones, la creación ha funcionado mucho como un “copy and paste”. Pero observar el mundo, fuera de nuestras fronteras, también puede ser un trampolín creativo: si aprendemos a leer lo foráneo con ojo crítico y expansivo, podemos transformarlo en algo propio, único, auténtico. Ahí es donde surge la verdadera creatividad, ¿o no?

-¿De dónde vendrá esa incapacidad de vernos como somos, o esa costumbre de mentirnos?

-Quizá esta inseguridad viene de ser siempre colonia: primero de los Incas, luego de España, después de EE. UU., y quién sabe, mañana… tal vez de China.

Política

-Sí te relacionaste con tú país para el primer gobierno de Piñera, donde fuiste agregado cultural en Italia.

-Apoyé a Piñera consciente de que el arte no le quitaba el sueño, como ocurre con buena parte de la sociedad chilena. Lo que realmente le importaba a Piñera eran los números. Pero esa circunstancia, lejos de ser un problema, me dio libertad. El entonces Ministro de Cultura, Luciano Cruz-Coke, estaba a favor de promover la cultura chilena en Italia fuera de la caja oficial y pude relacionarme con todo tipo de creadores sin restricciones. Tuve además la suerte de trabajar con el Embajador Oscar Godoy, un liberal cosmopolita, escéptico y defensor de una cultura abierta. Hicimos buen equipo.

-El presidente Boric sí lee poesía…y al parecer también la escribe.

-En la izquierda ocurre algo parecido, aunque de otra manera. La palabra “arte” funciona como una camiseta: cosmética, decorativa, poco más. La poesía se usa como maquillaje; lo que realmente importa es la ideología. En vez de sentirse poeta, sería más útil que Boric aprendiera a gobernar con buen criterio.

-¿Cómo te defines políticamente?

-En la mañana puedo sentirme un monárquico ante los espantos de la democracia populista; en la tarde, un liberal clásico; y de fondo, quizá sea un anarquista pacífico. ¿No dijo Lao Tse que “el mejor gobierno es el que pasa desapercibido”? La idea de que alguien me mande o que yo mande… no me va mucho. Aunque, claro, todavía no estamos listos como especie para eso.

No creo mucho en la idea de Aristóteles y su zoon politikón, que nos define como animales políticos. Más bien los humanos somos animales poéticos. Por eso practico y promuevo el arte por el arte, la creación libre, la imaginación sin filtros: en poesía, pintura, música, las historias humanas… todo lo que nos hace humanos, contradictorios, antes que ideológicos. No elegimos a los amigos por ideología, ¿o sí?

-Pero es posible abordar la política en la creación…

-Sí, pero muy de refilón. Lo fundamental del arte es explorar la condición humana y del universo, en todas sus dimensiones, incluso las más oscuras. No es un sermón; es mirar al ser humano de frente, con todas sus fallas, su torpeza y su gracia. Me cuesta leer a los escritores a los que se les nota su trasfondo político, tipo Vargas Llosa, Neruda y compañía. En el arte se vive, se siente… no se discute.

-¿Cómo interpretas lo ocurrido en octubre de 2019? ¿Identificas en el estallido social algunos de los elementos de los que hemos venido hablando?

-Claro, lo de octubre de 2019 refleja esa obsesión chilena y latinoamericana por refundar, por empezar de cero, con un idealismo casi ciego. Ese impulso de rehacerlo todo, de creer que se puede construir un mundo distinto casi desde la nada, es muy nuestro, parte de la tradición utópica americana. Se vio en las calles, en la fuerza de la gente, en la mezcla de rabia y esperanza. Es también, en cierto modo, la utopía de la cueca en pelota: moverse en el terreno de lo imposible, rozando lo que todavía no existe.

Sobre el tema de la utopía 

-La segunda parte de La Panamericana: suerte de viaje iniciático o Bildungsroman, comienza con una frase paródica: “América todavía no ha sido descubierta.” Esta afirmación poética tiene relación con una Utopía…Las “isla ficticia” de Tomás Moro o la idea de “Nuevo Mundo” en los cronistas en América.

-Sí, la frase abre la posibilidad de seguir descubriendo, de imaginar nuevos mundos y sacudir la costumbre. La realidad no tiene fecha de comienzo, por ejemplo, América no se descubrió en 1492. La realidad siempre se mueve, cambia, se escapa. La utopía es peligrosa, sí, porque ciega; pero también es un faro: nos permite vivir lo desconocido, rozar lo imposible y avanzar aunque no haya mapa.

Quizá heredamos de los conquistadores españoles esa obsesión por la Utopía, la búsqueda de la Ciudad de los Césares, que nunca encontramos y seguimos persiguiendo.

-¿No será que el símbolo de Chile sea continuar permanentemente en esa búsqueda?

-Tal vez el verdadero símbolo de Chile sea nunca encontrarse, andar perdidos, ilusionados, ser una ilusión.

El dolor de la creación

-En la literatura y en el arte en general hay un intento por definirnos a partir del pasado, de un dolor histórico.

-Sí, en Chile el dolor ocupa un lugar central en el arte, con manifestaciones abundantes y casi inevitables, sobre todo el dolor reciente durante la dictadura de Pinochet. Dentro de esta tendencia hay poetas que lo han convertido en marca registrada, como en el caso de Zurita. Estamos llenos de artistas que funcionan como Cristos sufrientes, intentando purgar un dolor colectivo: artistas que se auto flagelan, películas de denuncia social. Incluso epopeyas como Canto General de Neruda, pese a su enorme maestría formal, son expresiones dolorosas y revanchistas de la historia americana, muy distintas del canto inclusivo y celebratorio de un Whitman.

-¿Por qué el dolor ocupa un lugar tan central en nuestro arte?

-No lo sé con certeza. Quizá el dolor en nuestro arte es algo más que arte: es una fuerza que atraviesa el territorio, que se siente en las lloronas de los campos, en las farmacias en cada esquina de la ciudad… es como un lamento andino que se nos ha pegado. No sé por qué nos cuesta tanto celebrar la existencia, y por qué nos resulta tan natural mirar el sufrimiento en la creación artística.

-Pero el dolor y el sufrimiento son una realidad. ¿Es necesario o posible superar ese paradigma en el arte?

-No se trata de negar el dolor, ni de pintar o cantar una felicidad vacía. Sí, el dolor es real, y para todos los seres vivos. Pero los humanos, con nuestra ambición y poder, hemos llegado a niveles horrorosos: genocidios que van desde la desaparición de los Neanderthales, la destrucción de Melos, la colonización de Australia, hasta el nazismo, el estalinismo y hoy Gaza…Todos los pueblos sufren, pero ¿realmente necesitamos tanto dolor para crear?

Algunos pueblos subliman el dolor con belleza intensa: el blues de los esclavos, el flamenco de los gitanos, el arte europeo posterior a la guerra. En Chile, en cambio, pareciera que el dolor histórico se recuerda como fin en sí mismo, casi como una obligación religiosa. Pero ¿será cierto eso de que recordar el dolor previene que se repita? ¿O genera nuevas heridas? El arte doloroso puede ser como un perro mordiéndose la cola.

¿Por qué no permitirnos un poco de olvido, de imaginación liviana, celebrar el respirar, los llamados pequeños milagros cotidianos? Qué se yo, el heroísmo de estar vivos ante el absurdo… y darle más humor al arte. En memoria histórica, ¿no sería más útil  aceptar nuestro mestizaje, valorar tanto la cultura indígena, europea como africana, y expresarlo en un  arte que nos enseñe a vivir? Como decía Alfonso Reyes: “Una nación no se emancipa si no se reconcilia con su pasado”.

En fin, el desafío es un arte que nos deje mirar el dolor sin quedar atrapados en él. Pero siento que el alma de Chile aún no habita esa posibilidad. Es como una maldición… espero que no dure cien años.

Literatura

-¿Y en el arte cuánto importa la forma de vivir?

-No creo que haya nada más importante que la forma de vivir en el arte: un arte que da vida y una vida que nutre el arte. Los antiguos lo entendían mejor que nosotros. Un arte que solo dialoga con el arte se ahoga en la claustrofobia de la Academia, de la Bienal de Venecia. Los escritores que escriben sobre escritores terminan asfixiando la creatividad. El arte auténtico no está en los catálogos que validan los curadores.

A veces pienso que estos últimos cincuenta años del “arte contemporáneo”, con su caterva de artistas, galeristas y coleccionistas, podrían ser vistos como un paréntesis de estúpida decadencia. Ojalá pronto, con o sin ChatGPT, podamos retomar el fluir del arte antiguo que pulsa la vida: máscaras africanas, danzas rituales que despiertan lo sagrado, teatro griego que purgaba emociones genuinas, la tauromaquia que convierte el riesgo y la belleza en acto colectivo, historias orales que contaban el pasado en tiempo real… Tan lejos de la cultura popular domesticada que promueven hoy las municipalidades.

A fin de cuentas, quizá el gran desafío sea algo natural: dejar que la vida misma impulse el arte, y que la vida misma se convierta en obra.

-¿Cómo definirías tu trayectoria como escritor? Has transitado por la poesía y la crónica, y en los últimos años hacia la narrativa con dos novelas (Seven y La Panamericana) y un libro de relatos (Ficciones americanas). ¿Consideras que son territorios distintos en la forma de abordarlos, o no ves mayores fronteras entre los géneros?

-Mi trayectoria como escritor la veo como un solo flujo, un río que cambia de cauce pero sigue siendo el mismo río. La poesía, la crónica, la narrativa: cada género tiene su respiración, su cadencia, sus exigencias, pero no los veo como fronteras infranqueables. Escribir poemas enseña a afinar el oído, la intensidad de cada palabra; la crónica entrena la observación del mundo, y la paciencia de esperar que la vida se revele; la narrativa permite expandir esos mundos, darles tiempo, conflicto, personajes que respiran y se equivocan.

No son territorios separados: son distintas maneras de habitar la misma inquietud, de explorar la experiencia humana. Al final, quizás lo que importa es cómo la escritura nos enseña a vivir más intensamente, observar más hondo, y dejar que la palabra nos transforme.

-Has llevado una vida agitada y nómada, por decir lo menos. ¿Cuánto de esa experiencia personal se filtra en tu trabajo? Te lo pregunto pensando en el auge de la autoficción o de la llamada literatura del yo, que desde hace tiempo ocupa un lugar destacado en el mercado editorial.

-Mi vida se filtra en todo lo que escribo, pero nunca como autobiografía directa. No busco la literatura del yo; busco la mirada de quien siempre está de paso, sorprendiéndose de lo que encuentra. Cada ciudad, cada viaje, cada encuentro enseña a contar el mundo desde distintos ángulos, a transformar la experiencia propia en personajes y escenas que respiren por sí mismas. La escritura se alimenta de la vida, la vida inspira… pero, ¿por qué mirarse el ombligo como si fuera la única manera de contarlo?

-Hay un cuento en Ficciones americanas, tu libro de relatos donde recorres a través de diversas historias cortas el continente, que se me vino a la memoria a raíz de nuestra conversación. Uno donde dos amigos se encuentran en un local de videojuegos en el Santiago del año 1985. Ahí logras una caracterización atmosférica de la ciudad y del ánimo de la época que puede iluminar la difícil definición de identidad. Cito una frase: “Todos esos elementos formaban el paisaje de una ciudad casi inanimada, a la espera de un soplo de resurrección”.  ¿Te has encontrado con ese soplo de resurrección en alguna parte? ¿Existe una identidad rescatable en el país?

-Sí. Junto a la admirable solidaridad que los chilenos muestran ante terremotos, tsunamis o erupciones, hay también una manera especial de estar en el mundo: donde lo precario puede ser riqueza y lo pequeño, inmenso. Es un tipo de conocimiento indeterminado, como estar dentro y fuera de cualquier sistema o planificación.

Imaginemos por un momento que los países fueran partes del cuerpo humano: Francia sería la mente, Vietnam el plexo solar, Congo los genitales… y Chile, quizá, la glándula pituitaria, que secreta ideas al vuelo, inesperadas, sin forma definida.

Beltrán Mena contaba en Noreste la historia de un ingeniero mapuche que construyó un cohete de madera. En la conferencia le preguntan si cree que volará. Él responde: “Eso da lo mismo”. Eso puede ser Chile: frágil, imperfecto, copión, pobre en ciencia, en innovación… y al mismo tiempo capaz de poesía. No solo versos: poiesis, un arte de vivir. Convertir la existencia —con sus dolores y desastres— en música, pintura, arquitectura. Esa quizá sea nuestra verdadera riqueza, más que el cobre o el litio.

Cuando el planeta parece un barco a punto de hundirse y seguimos repitiendo los mismos paradigmas de poder, religiones y políticas, quizá una salida sea simplemente vivir poéticamente. ¿Por qué no?

-Ha sido una entrevista donde hemos hablado sobre el país con preguntas que generan preguntas. ¿Alguna certeza?

-Sí. Sé que nunca voy a ser reconocido en Chile… y quizá eso me deja libre para observarlo, criticarlo, celebrarlo y seguir escribiendo a mi manera.

-¿Y cuales son los proyectos que te mantienen en funcionamiento hoy en día?

-Estoy en la primera fase de un proyecto intercultural en el Parque Indígena del Xingu, Mato Grosso, Brasil, junto al pueblo Kisedje. Buscamos levantar una gran obra simbólica —una especie de ‘antena’— que emita al mundo el mensaje urgente de los pueblos amazónicos: su cultura, su lengua, su arte, su forma de habitar el mundo, desde hace milenios preservando el medio ambiente. El proyecto se llama Último Llamado. Como recordatorio poético, no vamos a buscar una ciudad perdida, como el explorador Fawcett hace un siglo. Vamos a escuchar lo que aún resiste. Porque la supervivencia de los pueblos amazónicos y su territorio es, en realidad, la supervivencia de todos nosotros.

Inscríbete en el Newsletter Cultívate de El Mostrador, súmate a nuestra comunidad para contarte lo más interesante del mundo de la cultura, ciencia y tecnología.

Publicidad