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Olvidamos el cine Nilo y el Mayo, ¿cuantos más serán? CULTURA|OPINIÓN Crédito: Municipalidad de Santiago

Olvidamos el cine Nilo y el Mayo, ¿cuantos más serán?

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Bárbara Godoy Inostroza
Por : Bárbara Godoy Inostroza Psicóloga, Magister en educación de las humanidades, literatura y artes visuales; museógrafa, amante del cine. (Encargada Nacional de Educación Artística, Mineduc).
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El cierre o abandono de cines como el Nilo y el Mayo no es solo un problema urbano: es una señal de que estamos dejando morir una parte de nuestra vida común. Como espectadores, como ciudad, como país, deberíamos preguntarnos si estamos dispuestos a permitir que esa pérdida se vuelva costumbre.


Bajo el suelo que pisan miles de personas cada día, en la esquina de 21 de Mayo con Monjitas, hubo una vez un lugar donde la ciudad respiraba cine, arte y modernidad. El edificio que lo albergó fue construido entre 1953 y 1955, en pleno auge de las ideas de renovación urbana que buscaban modernizar Santiago sin borrar su historia. No fue una obra cualquiera: sus autores, entre ellos Sergio Larraín García-Moreno y Emilio Duhart, imaginaron un edificio funcional, bello y lleno de vida pública. Así nació el Portal Plaza de Armas, con galerías comerciales, arquitectura sobria y, en sus entrañas, dos salas de cine que marcarían época: el Nilo y el Mayo.

Inaugurados en 1958, estos cines no aparecieron en el vacío: venían a sumarse a una historia larga y vibrante del cine en Chile. Según documenta Memoria Chilena, el cinematógrafo llegó al país hacia fines del siglo XIX y rápidamente fue adoptado por empresarios teatrales y revisteriles, que lo usaban como atractivo adicional en los intermedios de sus espectáculos. Por décadas, el cine convivió con el teatro, compartiendo galpones, salas y escenarios, al punto que hasta bien entrada la década de los cincuenta era difícil trazar una frontera clara entre ambos mundos.

Las primeras salas, aunque proyectaban películas mudas, estaban lejos de ser silenciosas: se llenaban con la música en vivo de un piano y los comentarios del público, que reaccionaba espontáneamente al desarrollo del film. Ir al cine era una ceremonia social. Los asistentes vestían sus mejores trajes, los domingos las salas rebosaban de gente y no era raro que la autoridad debiera desalojarlas por seguridad. También había riesgos: muchas salas ardieron en incendios provocados por el material inflamable de las cintas. Con los años, surgieron regulaciones, fiscalizaciones y mejoras técnicas, que profesionalizaron la industria y ampliaron su alcance.

A comienzos de los años treinta, el cine ya había desplazado al teatro como principal forma de entretenimiento. Se construyeron salas sofisticadas, desde pequeños cines de barrio hasta los llamados “cine-palacios”, inspirados en modelos europeos. Hacia 1938, se estimaba que existían unas 250 salas de cine en todo el país. En las décadas siguientes, el sector vivió múltiples crisis y renacimientos: la llegada de la televisión en los 60, la intervención estatal con Chile Films en los 70 y 80, y el desembarco de las cadenas multinacionales en los 90. Pero durante buena parte del siglo XX, el cine fue la forma más accesible y transversal de vivir una experiencia cultural.

En este contexto, los cines Nilo y Mayo nacieron como parte de una ciudad que aún entendía el cine como una experiencia colectiva, estética y social. No eran simplemente espacios para consumir películas, sino lugares de encuentro, donde el cine se vivía como un ritual urbano. El edificio que los albergaba, con su diseño moderno y subterráneo, ofrecía un acceso distinto, casi secreto, como una entrada a otro mundo. Y eso era lo que prometía el cine en ese tiempo: la posibilidad de mirar con otros ojos y, por un momento, habitar una historia ajena.

En sus primeras décadas, ambos cines ofrecieron una programación diversa, con especial foco en cine internacional. Se proyectaban películas soviéticas, cine de autor francés e italiano, obras del neorrealismo europeo, y también cine mexicano clásico y cine argentino. Había funciones vespertinas y nocturnas, y los fines de semana incluían ciclos infantiles y estrenos populares. Era frecuente ver en su cartelera películas de Andrei Tarkovski, Ingmar Bergman, Luchino Visconti o Akira Kurosawa, así como comedias, dramas históricos y cine latinoamericano de corte social. El Nilo y el Mayo estaban pensados como espacios culturales, donde el cine no era espectáculo vacío, sino arte, pensamiento y emoción.

En el acceso al cine Nilo, justo antes de que se apagaran las luces, un mural recibía al público como un umbral simbólico. Su autor fue Nemesio Antúnez, quien en apenas veinte días pintó Terremoto, una obra abstracta que hizo uso de una iconografía de damero, reflejando tanto el orden como la fragilidad del mundo que habitamos. Era vibrante, dinámica, y parecía estremecerse como la ciudad misma.

Antúnez fue una de las figuras esenciales del arte moderno en Chile. Arquitecto de formación, grabador por oficio y pintor por vocación, encontró en el arte un modo de traducir la experiencia humana en formas simbólicas. Su paso por el Taller 17 de Stanley William Hayter en Nueva York en los años 40 marcó profundamente su lenguaje visual. Pero más allá de la técnica, lo que lo distinguió fue su convicción de que el arte debía ser un bien público, compartido, cotidiano. Fundador del Taller 99 y exdirector de los principales museos del país, dejó una huella profunda no solo en la plástica chilena, sino también en la gestión cultural y en la democratización del arte.

Este mural fue una de las cinco obras murales que Antúnez pintó en Chile durante los años 50, y quizás la más inadvertida, precisamente por habitar el subsuelo de la ciudad. Aun así, su trazo no pasaba desapercibido. Cada forma, cada línea, parecía hablar de una ciudad que se construye sobre capas de historia, de memoria y de movimiento. Terremoto no era solo una imagen decorativa: era una advertencia, un reflejo, una forma de recordar que nada está del todo quieto.

Con los años, sin embargo, el lugar se fue degradando. Los cines perdieron público, la cultura fue desplazada, y las salas terminaron convertidas en cines triple X. El mural fue cubierto, olvidado, dañado. Y luego, tras el terremoto de 2010, sufrió diversas trizaduras que comprometieron aún más su estructura. Aunque fue declarado Monumento Nacional en 2011, nunca recibió una restauración ni una protección adecuada.

También lo sé por experiencia propia. Crecí en una familia donde el cine no era solo una forma de entretención, sino parte de la vida cotidiana. Mi abuelo paterno fue administrador del antiguo Teatro Oriente en Talca, una sala ubicada en el barrio oriente, periférico, donde por décadas se proyectaron los grandes estrenos de la época: películas del oeste —a las que allá se les decía “de cowboy”—, funciones de matiné, vermut y nocturno. Todos los hijos de mi abuelo, incluido mi padre, colaboraban con entusiasmo en el quehacer del cine: vendían boletos, acomodaban sillas, atendían la dulcería. Era una labor familiar, comunitaria, cargada de afecto.

Pero cuando mi abuelo dejó esa administración y vinieron un par más de administraciones, el cine fue abandonado. Nadie se hizo cargo. Nadie proyectó cómo revitalizar esa infraestructura que, durante años, había dado acceso al cine a personas que de otro modo no lo habrían tenido. El resultado, como tantas veces, fue el olvido. Tras años de abandono, daños por el terremoto e incendios provocados por tomas precarias, el edificio fue vendido, demolido y reemplazado por una sucursal de terminal de buses.

Suena repetido, y lo es. Lo que ocurre hoy en Santiago con los cines Nilo y Mayo no es una excepción: es una señal de una deuda histórica que se arrastra a lo largo de todo el territorio, de norte a sur. Cines barriales, populares, culturales, han sido desmantelados sin que nadie piense en su valor más allá del suelo que ocupaban. Y eso, más que una coincidencia, es una advertencia.

Muchos cineastas han manifestado su frustración por la desaparición de cines históricos, advirtiendo que se está perdiendo la esencia del cine como experiencia colectiva, estética y emocional. Guillermo del Toro ha dicho que estamos “perdiendo más películas del pasado que nunca antes”. En Chile, referentes como Alicia Vega y Aldo Francia ( 30 agosto 1923- 15 octubre 1996) han insistido en que estos espacios son más que edificios: son memoria, formación, ciudadanía. Su desaparición es una pérdida social, no solo simbólica.

El cierre o abandono de cines como el Nilo y el Mayo no es solo un problema urbano: es una señal de que estamos dejando morir una parte de nuestra vida común. Como espectadores, como ciudad, como país, deberíamos preguntarnos si estamos dispuestos a permitir que esa pérdida se vuelva costumbre.

En ningún caso este escrito es indolencia frente a la tragedia humana de personas afectadas por el incendio, es solo que esta vez, quiero enfocarme en el patrimonio histórico.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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