
Solo una ciencia libre de exigencias utilitaristas contribuirá a un buen vivir
Un nuevo ciclo político requiere necesariamente romper con el paradigma utilitarista que ha marcado la política científica en los últimos años. Y, en este sentido, es urgente también una renovación de rostros y miradas en nuestra institucionalidad científica.
Nuestra ciencia atraviesa una crisis histórica. Las promesas de la política científica economicista y desarrollista han llegado a su límite, y han fracasado en la obsesión de ciertos grupos de economistas y operadores políticos, a saber, ayudar a que Chile “supere el extractivismo” y afronte “misiones” y “desafíos” de mejor forma.
El país no solo no logra escalar en los indicadores de innovación, sino que enfrenta una cantidad cada vez mayor de desafíos —cada uno, a su vez, de creciente complejidad— para los cuales no parece encontrar solución, pese a que desde hace décadas se exhorta a los científicos a “orientarse” y a abordar “los reales problemas del país”.
La ideología del “no podemos ser excelentes en todo” ha condenado a nuestra ciencia a un subfinanciamiento crónico, y ha obligado a investigadores e investigadoras a dirigir sus proyectos hacia una noción de desarrollo elaborada por una élite poco dialogante, y a ratos incluso soberbia.
Frente a este escenario, es imperativo repensar el desarrollo, no solo como algo medible en indicadores económicos y sociales, sino también desde una perspectiva cultural, valorando las capacidades cada vez mayores que hemos generado para aportar al conocimiento fundamental en todas las áreas del saber.
El nuevo modelo de desarrollo que necesitamos debe integrar a la ciencia, la tecnología, el conocimiento y la innovación (CTCI) no como el “centro de una estrategia”, asignándole una capacidad transformadora poco realista dada nuestras condiciones estructurales y la precariedad en la que hoy se desempeñan nuestros investigadores e investigadoras.
Esto implica superar la visión de la ciencia como una actividad meramente “útil” y, sobre todo, implica superar la visión de la ciencia básica y motivada por curiosidad como algo de “interés puramente académico”. Implica, en además, comprender que el conocimiento científico es una más —una valiosa, por cierto, pero una más al fin y al cabo— de una serie de herramientas de las que dispone un país para alcanzar mayores grados de bienestar, y que dicho poder de la ciencia se alcanza no orientándola a “misiones”, a “desafíos”, o a “la superación del extractivismo”, sino que permitiéndole que florezca en toda su diversidad.
En este sentido, la ciencia debe ser concebida como un derecho social más que como una herramienta “útil”. Es cierto: todos los ciudadanos tienen derecho a acceder al conocimiento, a participar en su generación y a beneficiarse de sus frutos. Pero este enfoque democratizador implica reconocer, en primer lugar, la libertad de investigación, es decir, la posibilidad de que los investigadores, y no solo autoridades ministeriales, asesores, economistas o miembros de “consejos de notables”, puedan dictaminar qué líneas de investigación son “pertinentes” o “relevantes” para el país. Porque solo una ciencia plural, crítica y colaborativa puede responder a los desafíos y hacerle sentido a una sociedad diversa y compleja.
Ojalá pudiéramos decir que Chile ha avanzado aunque sea débilmente en esta dirección. Sin embargo, la creación del Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación, y la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo (ANID) fueron pasos decepcionantes, y no solo por no haberse traducido en un compromiso financiero real, sino que —y por sobre todo— por haberse constituido en espacios capturados por una élite poco dialogante, que ha instalado agendas que a ratos parecen más personales (o “partidarias”) antes que colectivas, y que han carecido de diagnósticos acabados sobre la crisis de la ciencia nacional y, en consecuencia, de soluciones adecuadas a la magnitud de la crisis. En otras palabras, existe una brecha que no es solo presupuestaria, sino cultural e incluso ideológica.
Desde luego, urge descentralizar las capacidades de investigación, superar la creciente carga burocrática, optimizar los instrumentos, mejorar las condiciones laborales de los científicos jóvenes y fortalecer alianzas entre universidades, empresas, gobiernos locales y comunidades.
Pero todas estas medidas, si bien son necesarias, tendrán un impacto acotado si no son precedidas de un aumento significativo en el gasto público en I+D y, en especial, de una estrategia científica que permita el desarrollo de investigación de excelencia en todas las áreas del saber.
En definitiva, el conocimiento es parte constitutiva de nuestra cultura. Fomenta el pensamiento crítico, la participación ciudadana en la discusión política, y la capacidad de imaginar futuros alternativos, pero nos inserta además en un quehacer global y propio del ser humano: el de generar comprensión sobre su mundo y las condiciones en que en él vive. Una ciencia para el “buen vivir”, en definitiva, exige ampliar la mirada y abandonar —o, como mínimo, moderar— ideas sobre el rol de la ciencia que han demostrado no solo ser inefectivas, sino también injustas con una parte importante de nuestra comunidad científica.
Un nuevo ciclo político requiere necesariamente romper con el paradigma utilitarista que ha marcado la política científica en los últimos años. Y, en este sentido, es urgente también una renovación de rostros y miradas en nuestra institucionalidad científica. Es de esperar que todas las candidaturas asuman este desafío, aunque quizás no sea exagerado decir que nunca habíamos estado tan lejos de lograrlo.
(Nota para el lector: esta columna parafrasea un texto publicado anteriormente en este mismo medio. No se trata de un plagio, sino de un intento de contrastar dos miradas parcialmente opuestas).
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.