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“Marciano”, de Nona Fernández: médiums del relato CULTURA|OPINIÓN Crédito: Cedida

“Marciano”, de Nona Fernández: médiums del relato

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Nicolás Poblete Pardo
Por : Nicolás Poblete Pardo Periodista, profesor, traductor y doctorado en literatura hispanoamericana (Washington University in St. Louis).
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La complejidad de esta propuesta, su audacia, se trasluce en la conformación espiritual que nos permite ver al protagonista como un ser multifacético, más allá del aura heroica que siempre corre el riesgo de degenerar en complejo de omnipotencia.


Una publicación clave en Latinoamérica es Biografía de un cimarrón, libro de no ficción a cargo del etnólogo y escritor cubano Miguel Barnet, publicado en 1966. En él se narra la vida del anciano Esteban Montejo, un esclavo y revolucionario mambí, cuyo relato, ordenado y editado por Barnet como testimonios, revela, entre muchas experiencias, los sufrimientos de la esclavitud y la Guerra de Independencia cubana.

Sobre este caso, Elzbieta Sklodowska argumenta: “El hecho de que la Biografía de un cimarrón —aunque publicada por el Instituto de Etnología y Folklore— haya sido leída como novela, se debe a una conjunción particular de circunstancias… La intervención editorial de Barnet, a su vez, ha otorgado a las rememoraciones del ex cimarrón el necesario ritmo dramatúrgico y la secuencia cronológica (la esclavitud, el cimarronaje, la Guerra de la Independencia, la guerra racial cubana de 1912)”.

Rossana Nofal, quien ha escrito sobre el complejo lugar en el que se hallan las producciones testimoniales, también ha indagado en otros fenómenos editoriales, como el protagonizado por Domitila Barrios de Chungara, en su clásico Si me permiten hablar, testimonio de Domitila una mujer de las minas de Bolivia, cursado por la escritora, socióloga y feminista brasilera Moema Viezzer.

Nofal cruza habla y denuncia, enfatizando lo borrosos que son los dominios en el contrato testimonial, y se pregunta: “¿Puede hablar la minera, o es su transcriptora quién se adueña de su voz? ¿Quién se permite hablar en el relato: Domitila, Viezzer, o el poder de la letra? Domitila sabe escribir, pero necesita de otras letras”.

Elena Poniatowska es otro ejemplo que viene a la mente, a través de su novela Hasta no verte Jesús mío, donde surge el entrañable “personaje” de Jesusa Palancares, basado en la persona real de Josefina Bohórquez, una mujer oaxaqueña que luchó en la Revolución Mexicana, una combatiente pobre y que cautiva a la escritora con su lenguaje explosivo, vital. Poniatowska entrevistó a Josefina para plasmar su relato.

Quizá el ejemplo más emblemático, por la controversia que generó y que exponía imprecisiones e impugnaba falsedades, es el de Rigoberta Menchú, transformado en publicación a principio de los años 80, gracias a la asistencia de Elizabeth Burgos en Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia. En ella se describe la vida de la maya quiché Rigoberta Menchú, y es considerado un clásico de la literatura testimonial, donde se denuncian los descarnados abusos perpetrados a los indígenas guatemaltecos.

Estos y otros ejemplos han sido exhaustivamente analizados como posibilidad de debate en torno a los “estudios subalternos”, que han dado luces sobre las polémicas sobre la autoridad de la voz hablante, sobre la (im)posibilidad de que el subalterno hable (Spivak) y sobre la importancia de sacar a flote las denuncias, más allá de la demanda por la híper precisión verídica que, por ejemplo, sí podría exigírseles a los archivos históricos que acuñan estadísticas porcentuales, o certificados y cifras legales.

Otro ejemplo reciente para el mundo editorial chileno, es el caso de Cuando mi cuerpo dejó de ser tu casa, de Emma Sepúlveda, “novela” que relata las memorias de Ilse en la infame Colonia Dignidad, liderada por el abyecto Paul Schäfer. “Novela” entre comillas, ya que, como indica la misma autora, “estas páginas son la ficción de la realidad y la realidad de la ficción”.

Marciano aterriza en alguna zona de esta pista.

En Marciano nos sumergimos en una narración de evocaciones y añoranzas, vertidas por la boca de una médium. La autora no puede inscribir fidedignamente el relato, no puede utilizar una grabadora para registrar los testimonios, de modo que, desde un inicio, se nos advierte que este libro será “un enredo”. Este juego de voces subalternas, de mimetizaciones que descubren capas de identidades, se desarrolla con la alternancia de  capítulos/escenas que designan la conversación con las letras M y N, las que revelan poco a poco, y con detalles cotidianos, los rasgos que formarán el carácter, la personalidad única de este “Marciano” (apodo que enfatiza también lo difuso de su origen).

Gracias al diálogo que renuncia a priori a toda pretensión de objetividad, recorremos el paneo histórico marcado por el personaje principal, y que convoca figuras clave de su imaginario (como Allende y su legado discursivo).

El Loco, El Lobo, Claudia, La Flaca (Tamara), Emilia, Joaquín: esta es “Gente que no está”, un coro al que, luego, se incorporan otras voces para representar un paisaje perdido e inevitablemente, necesariamente, romantizado. En un momento M revela: “Si íbamos a matar a Pinochet todo se justificaba, incluso la muerte”, y, más adelante, reflexiona: “Cada relación es una historia. Una trama de capítulos que se van sucediendo y en ellos participamos con más o menos entusiasmo”.

En la narración se filtra una determinada ansiedad por parte de la autora, que parece híper consciente de la responsabilidad entre sus manos y del riesgo que acarrea poetizar el comportamiento radicalmente revolucionario. De hecho, en un par de segmentos comparte los síntomas somáticos que acompañan su trabajo, porque ciertas revelaciones son de difícil digestión y ponen en jaque el acuerdo social en torno a la moral (como el secuestro de Cristián Edwards, ya en “democracia”, y enjaulado por 145 días).

Al leer, compartimos estos síntomas por la honestidad con la que la autora los pronuncia. Ella incluso reconoce una necesidad de autocensura: “No sé ordenar este capítulo. En el encierro, a falta de espacio y aire, la historia se pisa la cola, se apelotona y deja de entenderse. Se arma un verdadero taco de sucesos e imágenes…”; momentos después, interpela a M: “Los secuestros que ejecutaste son varios. El número lo desconozco y del detalle prefiero no saber. Temo que huiré de esta historia si me entero de todo”.

La historia de Mauricio Hernández Norambuena es conocida; así, la lectura no busca su dilucidación; más bien, lo que se releva es la subjetividad de la experiencia que permite ver más allá de los acontecimientos que, bajo lupas objetivas, legales, pueden ser consignados como antecedentes delictivos, hechos que ya han sido condenados penalmente. Las experiencias oralmente narradas y luego plasmadas ameritan una poética, una añoranza, porque la intimidad es inexpugnable, finalmente intransferible, y no pretende ser ni aceptada ni comprendida más allá de su pulso interno más descarnado y obstinado.

Así, la complejidad de esta propuesta, su audacia, se trasluce en la conformación espiritual que nos permite ver al protagonista como un ser multifacético, más allá del aura heroica que siempre corre el riesgo de degenerar en complejo de omnipotencia. Al final, el “protagonista” admite su lugar en el universo: “Esa noche miré el firmamento y tuve la certeza de ser parte del mecanismo del todo. Del latir al ritmo de la selva”.

Adicionalmente, se muestra el estudio (la literatura es una faceta espiritual) como una tabla de salvación: “La lectura era la única relación con el mundo que no tenía prohibida, entonces leí furiosamente”. A lo largo de la novela se interpolan fichas de lecturas de distintos autores (Calvino, Tabucchi, Kafka), y la última ficha es “Marciano”. En ella se hace patente el desafío que acompaña esta publicación al revelar el juego intertextual: “Podría decirse que el libro contiene un poco de realidad y bastante ficción. De hecho, la autora declara que esto es una novela”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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