
Patricio de la O y el rey del bosque: fiel a sus propias obsesiones
Lo revelador de su quehacer, es que no se restringe ni siquiera a la superficie de un marco compuesto por líneas verticales y horizontales, porque deja en manos del espectador, a través de lo que percibe en el paisaje, la conclusión de esa historia que calladamente cobija.
Elijo este título, no desde la suntuosa arrogancia aristocrática, sino porque es el nombre de una pintura de Patricio de la O, que forma parte de la colección del Museo de Bellas Artes de Santiago (MBA), pero además porque representa fielmente el aplomo de un artista visual chileno (1946) que conoce de primera mano, parte importante de la historia de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile, a la cual ingresó siendo un adolescente en 1962.
Por lo que puede, relatarnos tal como si fuese una secuencia fílmica – cuadro a cuadro- lo que fue ser alumno de José Balmes, Iván Vial, Reinaldo Villaseñor y Eduardo Bonatti, por si fuera poco, ayudante y profesor hasta 1973, cuando fue exonerado de dicha universidad, sin que nunca tuviese una acusación ni cargo en su contra, sólo por estar detenido “preventivamente”, en el Estadio Nacional.
Injusto cautiverio que él burlonamente, rememoró con su típico humor negro – “Yo del 73’, que no voy al estadio”, cubriendo con un manto de ironía lo que allí soportó, y que continuó en el campo de prisioneros de Chacabuco, lugar desde donde partió al exilio. Primero en Buenos Aíres y de allí a Salta en el norte de Argentina, una vez que esta seguidilla de golpes de Estado que asoló Latinoamérica cruzó la cordillera.
De vuelta en Chile en 1980, expone en el Instituto Chileno Norteamericano de Cultura la serie “del Regreso” (Pinturas y Collages) que registran gran parte de ese periodo. Al que se suma de manera consistente, todo un desplazarse por el “paisaje”, el que parte con la muestra “Pintado en Macul”, (Galería Arte Actual – 1984), y con “Viva la cordillera de los Andes” (1981).
Un punto de inflexión que se convertiría en la columna vertebral de su obra; aun cuando en ocasiones exploró diversas líneas de trabajo, en las que incluyó el retrato.
Es pertinente agregar que la ventana del paisaje siempre fue el marco donde Patricio de la O, hace un reconocimiento del territorio, enmarcando nuestro acervo geográfico en un gigantesco ventanal, el que es a su vez un espacio dimensional, capaz de trascender su propio encuadre, con obras como “Capilla del norte”, “Díptico de la Antártica”, “Mural del ovejero”, “Cordillera del sur”, “Atardecer en Santiago” o “El desierto florido”, sólo por mencionar algunas de las tantas pinturas donde el paisaje es el elemento basal de un creador que, más allá del tema, el lugar, o el oficio y la prolija composición que este artista demuestre.
Lo revelador de su quehacer, es que no se restringe ni siquiera a la superficie de un marco compuesto por líneas verticales y horizontales, porque deja en manos del espectador, a través de lo que percibe en el paisaje, la conclusión de esa historia que calladamente cobija, tal cual como si estuviese viendo por una mirilla el horizonte que ahí subyace.
Una perspectiva que además recalcó José Balmes en el artículo Una objetividad esencial sobre Patricio de la O: “El cuadro es ventana del propio cuadro. Nuevamente el artista no quiere dejar nada al azar. Toda relación al paisaje se realiza por medio de una observación y transposición fotográfica del mismo”.
Hay que entender, por tanto, que Patricio de la O, no sólo indaga en torno al paisaje, sino que hace una permuta del este, en cuya transición elimina ciertas “sensaciones que pudieran ser subjetivas”, otorgándole una dimensión iconográfica que hace que el paisaje no pierda su “estado natural”, permitiendo a este artista acercarse sin dificultad a esa rica tradición pictórica ligada al paisaje. Hecho que se constata en obras como “A partir de Whistler” (1988), “Almuerzo campestre en el Mapocho”, donde relee el “Almuerzo sobre la hierba de Manet de 1863. Además de los tres homenajes a Pablo Burchard (1988), Valenzuela Llanos y Rafael Correa”, ambos de 1991.
Instancia que también corrobora José Balmes: “Una quietud, cierta soledad y una atmósfera espesa y real que recuerda a aquellos maestros atormentados y solitarios de la generación del 13, veo en las telas siempre sabias de Patricio de la O. Nuevas formas, otras concepciones de la pintura, esquematismo, fantasía y abstracción; pero el mismo fervor por lo mínimo, lo humilde, el cotidiano color de las cosas, y un aire de melancólica tristeza”.
Si bien lo anterior, supone una alusión, no es menor el hecho de que este artista- fiel a sus propias obsesiones -reciba la pértiga de esta posta pictórica, y la asuma con la naturalidad de una escena cotidiana que día a día nos sorprende, y a la vez nos atrapa, al ver desde nuestra propia casa como impera la cordillera.
Que no es otra cosa que esa ventana pictórica que Patricio de la O, despliega palmo a palmo, abriéndonos la posibilidad de entender el paisaje como un lugar común que viaja con nosotros donde vayamos, y no es necesario echar el desierto, el mar o la cordillera a la maleta para sentirla.
Porque todo paisaje, aunque parezca obvio, es consustancial a nosotros y va donde vayamos, y querámoslo o no, es parte de nuestras obsesiones. Porque está pegado al inconsciente, tal cual como si fuese un imán que se amplifica exponencialmente, como una verdad que atraviesa la obra de Patricio de la O, y que me hace recordar una certera reflexión de Paul Cézanne: “El paisaje se vuelve humano, se convierte en un ser viviente y pensante dentro de mí. Me vuelvo uno con mi pintura, y nos fusionamos en un caos iridiscente”.
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