
“Yícara”, de Rodrigo Cortés Muñoz: más allá del karma de vivir al sur
Bajo una atmósfera inquietante y sobrecargada de misterios difíciles de descifrar tras una lectura superficial, el volumen reúne una serie de cuentos organizados en función de los motivos que animan la existencia de sus personajes: erotismo, melancolía y venganza.
“¿Pero qué le parece que en una sola tumba se hayan encontrado dos cadáveres enterrados?
¡Pero que economía más grande!”.
Augusto Pinochet
Sexo sin amor, desolación y resentimiento. Devorarlo todo como si no fuese a haber mañana. Una maraña de relatos rocambolescos que se entrelazan en un mundo extremadamente hostil, cuyos habitantes manifiestan carecer de esperanzas en el destino, arrojándose a la existencia sin miedo a la muerte o a perderlo todo. 15 historias de vidas que se debaten entre la miseria, el desecho, el olvido y la sobrevivencia, sostenidas a duras penas por personajes que intentan quebrarle a rompe y raja la mano a sus orígenes tremebundos, movilizados por el deseo y la autenticidad como únicos refugios para no extraviarse en sus propias pesadillas. Perversiones que chorrean esos nombres sacados de fantasías cinematográficas, televisivas e industriales, con ensoñaciones comerciales destinadas a terminar en una farsa o un melodrama con música envasada del género “urbano”.
Con crudeza, lucidez histórica y excepcional desparpajo, Yícara. Amor, Horror, Venganza (Ediciones El Mercurio, 2024) de Rodrigo Cortés Muñoz se adentra en el infierno como tópico literario de particulares resonancias en América Latina, desde un realismo mugriento que no le da tregua al lector, allí donde la violencia se vuelve tan cíclica y estructural que parece un caos inenarrable, sin posibilidad de relato más que su cuestionamiento moralizante o condescendiente con el prójimo, los “más necesitados”, o “los más vulnerables”. No se trata aquí de romantizar la pobreza, sino que de contarla despojándose de justificaciones idealistas, con desenfado, humor negro y sobre todo: sin imposturas altruistas políticamente, pero nefastas estéticamente.

Lejos de aquellas narraciones humanitaristas sostenidas en el lugar común del relato de la víctima como soborno emocional para espíritus culposos, el autor construye un mundo oscurísimo y casi inhabitable. La ingenuidad de quienes creen que hay escapatorias pacíficas y exasperantemente optimismas ante un presente incapaz de inventar posibilidades de emancipación que no impliquen el ejercicio, el padecimiento, o el disfrute de la crueldad y la enajenación de la humanidad, sacrificada por y para sí misma en nombre del consumo, la protección de la propiedad privada, la religión o el esoterismo, sencillamente no tiene cabida en Yícara.
Bajo una atmósfera inquietante y sobrecargada de misterios difíciles de descifrar tras una lectura superficial, el volumen reúne una serie de cuentos organizados en función de los motivos que animan la existencia de sus personajes: erotismo, melancolía y venganza, como afectos atávicos que despiertan las pasiones animales ocultadas por los seres humanos para convivir en sociedad, pero siempre latentes, esperando ser desatadas en circunstancias donde no hay normas de convivencia civilizada, la única ley es la del más fuerte contra los más débiles, y hasta el más mínimo rasgo de humanidad es reducido a bienes y servicios intercambiables por mejores oportunidades de subsistencia que nunca llegan a consumarse; o nunca del todo.
Así, y a través de una prosa ágil, sin contemplación por el “buen gusto”, compuesta de frases y oraciones cortas que describen descarnadamente el paisaje social e histórico de una estirpe nacida con la certeza de la derrota, Yícara nos sumerge en una vorágine de horrores múltiples, en medio de un desierto irreversible de miseria, donde el peligro está constantemente al acecho, y suele ser mejor no querer saberlo todo para no morir en el intento. Lugares heterotópicos en los que pareciera que ni siquiera cuidar de sí mismo –o también, cuidarse de si mismo–, es suficiente estrategia de sobrevivencia para enfrentarse a la amenaza permanente de dolores irreparables. Pequeños infiernos en la tierra, donde el arrepentimiento no se debe a las fechorías que se cometió a lo largo de la vida, sino que al hecho mismo de estar vivo con una identidad portátil que resulta inconveniente para lograr el éxito.
Desde la mezcolanza de registros de habla que oscilan entre el uso docto, jergas de oficios y profesiones, localismos y coprolalia a granel, el autor configura una potente voz narrativa, que somatiza la fragmentación social en la que se sitúan sus personajes, cuyas trayectorias vitales tan precarias y disímiles –entre la delincuencia, trabajos devaluados en su prestigio, el narcotráfico, la Universidad y el arte contemporáneo–, adquieren sentido en la medida de la unión en el fracaso de su porvenir. Yícara es una verdadera caja de pandora que excede los límites de lo decible, más allá de lo real y lo imaginario, además de superar la barrera entre ficción y no ficción –como en una notable aparición circunstancial, y cita a Foucault desde el anonimato–, entregando pistas interpretativas, y referencias directas a otros autores que han abordado el infierno en su producción literaria, como Borges y Bolaño.
En ese sentido, y a partir del desdibujamiento de la noción de “identidad” –en una actualidad de producción y consumo cultural sobresaturada de discursos autobiográficos y terapeúticos que se aferran al bien superior de la reivindicación identitaria–, los cuentos de Rodrigo Cortés Muñoz abren un espacio reflexivo, en la medida de que dichos personajes antisociales renuncian a la condena de su propia biografía, como manera de desprenderse de un pasado que no escogieron portar, y un presente distópico que preferirían no vivir desde el apego a la moral y las costumbres cívicas.
Una singular corte de los milagros contemporánea, criada bajo las condiciones de posibilidad dispuestas por la alianza corporativa e incestuosa entre Estado y mercado desde fines de los años 70, que se asemeja peligrosamente a la actualidad chilena y latinoamericana. Huele a cadáveres, pólvora, y cocaína. Plástico quemado y ropa usada de muertos, que cometieron el pecado de nacer en un país más gringo que Estados Unidos. Mentir, falsificar, omitir y reproducir son los más comunes de los sentidos. Entre la soledad, y la desesperación por el deseo de sí, la pillería y andar vivaracho parecieran ser las únicas herramientas cognitivas que quedan para aplazar el castigo, evadir la vigilancia, posponer la muerte por asesinato, o evitar el suicidio.
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