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Luis Suárez: obsesivo, rebelde y romántico Perfil del protagonista de la polémica de Brasil 2014:

Luis Suárez: obsesivo, rebelde y romántico

La historia del futbolista implacablemente castigado por la FIFA luego de que mordiese en el hombro a Giorgio Chiellini, es una historia de rebeldía y amor. En el libro Vamos que Vamos (Aguilar, 2012) la periodista Ana Laura Lissardy escribió el perfil del delantero que en Sudáfrica obtuvo el cuarto lugar con La Celeste y que hace tres años fue campeón de la Copa América. A continuación se reproduce el capítulo “Luis Suárez: la actitud”.


Sofía se iba para España. Estaba decidido y no había vuelta atrás. Se habían ennoviado un año antes, cuando él tenía 15 y ella 12, pero en poco tiempo era ya un pilar fundamental de su vida. Lo había cambiado completamente, transforma­do. Lo había renacido. Porque era la primera persona que, manifiestamente, había creído en él. La primera que expre­samente le había dicho “vos podés”. Y eso lo había cambia­do, lo había encauzado, lo había hecho plantearse objetivos y sentir que los podía lograr. Y ahora se iba. Emigraba. De Uruguay, de él.

Tenía miedo y se sentía perdido. Se verían, viajarían cada algunos meses (comprarían todo el tiempo que pudieran con el poco dinero que tenían), se comunicarían por internet, por teléfono… Pero no sería igual. Así que había un solo modo de combatir la inercia de los acontecimientos y de las decisiones de los adultos. Y ese modo era entrenar. Como nunca. Luis jugaba en inferiores de Nacional y, si llegaba al fútbol profe­sional, después tendría la oportunidad de ir a jugar a Europa, y así estar más cerca. Así que había que hacerlo. Y había que empezar lo antes posible.

“Ahí fue cuando más cuenta me di de que si quería es­tar cerca de ella me tenía que esforzar mucho —recuerda ahora—. Me tenía que poner las pilas. Y me puse a trabajar mucho más de lo que tenía que trabajar. No tenía libertad de irme o ella de venir, por un tema de dinero. Así que tenía que entrenar al máximo para poder triunfar en Europa”. Pasaron dos años de entrenamientos, partidos, y de algunos viajes interoceánicos robados a la suerte, cuando debutó en primera de Nacional. “Estoy a un paso de lo que quiero”, se dijo Luis. El Luis que, poco tiempo después, se convir­tió en promesa y realidad del fútbol de Uruguay. El Luis que brilló en Europa. El que fue capitán e ídolo del fútbol holandés. Y el que luego fue fichado por el inglés por 26,5 millones de euros. El Luis que con una mano cambió el destino de su país en un Mundial. Con una cachetada al escepticismo y al temor. Con esa mano con la que, en un gesto instintivo e inmediato, hizo levantar millones de ma­nos a su vez, para festejar.

Y todo eso comenzó por amor. Comenzó por querer es­tar más cerca de Sofía. Así empezó, y después se fue dando cuenta de que era cierto que podía (¡claro que podía!), y en­tonces siguió planteándose objetivos, uno tras otro, y alcan­zándolos también. Y Luis iba pudiendo, cada vez más.

Fue ese siempre su modo de jugar. “Si una jugada me sale mal, quiero seguir intentándolo, y seguir y seguir. Quiero, quiero y quiero hacer gol. Y capaz que en la vida me pasa lo mismo. Si quiero algo, quiero y quiero ese algo. Y si no lo tengo, me enojo.” Quiere y quiere. En la cancha, como en la vida. “Hay que pegarle con confianza y convic­ción, con ambición de que sea gol. Es cuando te va mejor.” Dice Luis, y ya no se sabe si habla de fútbol o de la vida. O de las dos. Pero tanto da. Porque lo que cuenta es la deci­sión del golpe, la confianza y la convicción. Dentro o fuera de la cancha.

Aquí están, ocho años después de la partida de Sofía. Aquí están, juntos, en su casa de Solymar, adonde vienen a descansar. Sofía ya no es una adolescente. Luis ya no es el que no sabe bien adónde va. Aquí están y ya son tres. Porque nació Delfina, cuatro meses atrás. Aquí está Sofía yendo y vi­niendo por la casa, atendiendo el teléfono, a su hija, la cocina y lo que haga falta. Aquí está Luis, el futbolista, el ídolo en su país y el exterior, atento y concentrado permanentemente en ellas dos (“Se levanta de madrugada a hacerle la mema —lo confiesa ella por él—, la cambia todo el tiempo; no puede estar más de media hora sin ella. Y Delfina también. Llora y, cuando se la das a él, se calla.”) Aquí están los tres, de chine­las, bermudas y minifalda, en una mañana de diciembre de 2010. Descansando de tanto remate y tanto gol. Y Luis toma un refresco, mientras empieza a rebobinar su historia.

Sofía tenía 12 años cuando lo conoció, lo intuyó y le dijo “vos podés”. Y esas dos palabras, seguras y repetidas, le cambiaron la vida. “Fue un cambio muy grande en todo sen­tido. Yo era muy vago para estudiar y ella me ayudó a darme cuenta que no era por burro que no me iba bien, sino porque no quería.” Dejó de salir tanto, empezó a ir a clases habi­tualmente y a llevar una vida más ordenada. “No sé por qué no me iba bien. Pero son cosas que uno piensa ahora que es padre y se pregunta: ¿Cómo le vas a explicar a tu hijo que hi­ciste hasta segundo de liceo, o que no querías estudiar? Uno reflexiona y se da cuenta de que tomaba decisiones de adoles­cente, de rebelde, que fueron malas.” Pero por suerte Sofía llegó y lanzó, con la dulzura de esa mujer rubia y angelical que se mueve por la casa, el disparador que Luis necesitaba.

No había tenido una vida fácil, Luis. Era el del medio de siete hermanos en Salto, y a los siete años su familia se trasla­dó a la capital. Luis no quería (tanto no quería que se quedó con su abuela un mes más cuando todos viajaron, porque no lo podían convencer). Pero no había opción. No había mucho trabajo en su ciudad y el padre estaba empleado en la fábrica de galletas El Trigal en Montevideo. Así que, cuando la madre consiguió un empleo en el área de limpieza de Tres Cruces, estaba claro que se tenían que mudar todos juntos. Luis no quiso entenderlo, pero al final lo aceptó. Estaba en Montevideo todo el año y, apenas terminaba las clases, se iba a pasar el verano a Salto otra vez, porque extrañaba.

“El cambio de la ciudad, la forma de hablar, porque allá se ha­bla distinto y obviamente que a uno se le reían.” Extraña­ba la tranquilidad, la seguridad, el poder dejar la puerta de la casa abierta mientras dormían y, sobre todo, el pasar el día jugando descalzos en el pasto. “Veníamos a una ciudad donde era prácticamente imposible jugar descalzo en el pas­to. Está claro que lo iba a extrañar. Pero nos teníamos que acostumbrar como fuera a todo eso.” Y así fue. Empezó a ir a la escuela número 171 de Tres Cruces y a baby fútbol en el Urreta y luego en Nacional de aufi. Se hizo nuevos ami­gos… “Martín, Leonardo y Víctor. Prácticamente vivía en la casa de ellos, porque los padres me querían como a un hijo y nos tratábamos como hermanos.” Y con ellos y los padres de ellos es que iba a las canchas y a entrenar.

Pero entonces, cuando todo se estaba acomodando otra vez, los padres de Luis se separaron y fue un golpe duro para él. Tenía nueve años y lo sintió muy hondo. Se le desacomo­dó la tierra bajo los pies. En dos años le cambió el paisaje alrededor, la rutina, los amigos, la escuela, la familia tal como la conocía. Y, quizás por eso, se rebeló contra tanta realidad que le fue lanzada encima sin previo aviso y sin la posibilidad de elegir, sin opción. “Fueron momentos muy complicados. Mis padres se habían separado y todo el problema de que éramos una familia que nunca tuvimos la posibilidad de ele­gir nada. Nunca tuve la posibilidad de decirle a mi madre o a mi padre ‘quiero estos championes’ y que me compraran esos championes. Era lo que había y a uno le dolía todo eso que pasaba.”

Y fue su rebeldía, tal vez, el modo que encontró con 12 años de reivindicar su libertad de decir no. No a la ciudad nueva. No a una vida nueva. No a que el matrimonio de sus padres no funcionara. No a las nuevas rutinas, al pasto en el que no se puede jugar descalzo, al tener que vivir de puertas cerradas. Y les dijo que no a los estudios y al fútbol también, porque fue su manera de rebelión. “Hasta los 12 sabía que quería jugar fútbol, pero después, de 12 a 14, tuve una etapa en la que no me estaba yendo bien en el fútbol y no quería estudiar. No me gustaba entrenar. Me gustaba solo jugar los partidos y así iba a ser muy difícil que lograra algo. Me eno­jaba mucho. Era muy rebelde y eso me jugaba en contra.”

Su necesidad de gritar no a una realidad que le dolía y lo asfixiaba fue tanta que casi le grita no a su carrera de futbolis­ta, cuando estuvo a las puertas de comenzar. O de naufragar. Estaba en séptima de Nacional. Él y unos 25 más. Al año siguiente tres o cuatro quedarían fuera y Luis sería uno de ellos. Se lo dijo, muy decidido, Daniel Enríquez, el coordi­nador de divisiones formativas, a Wilson Pírez, delegado de Nacional. Pero Wilson le pidió:

—Dale otra oportunidad.

No fue sencillo, pero finalmente aceptó: sería la última. Wilson fue hasta Luis, lo apartó y le dijo, muy seriamente:

—Es la última oportunidad que tenés. Tratá de aprove­charla. No me dejes mal a mí.

Luis lo miró en silencio.

—Luis, si vos querés llegar lejos en el fútbol, tenés que aprovechar esta oportunidad.

Finalmente, tenía la posibilidad de elegir. Entre jugar o no jugar. Entre cambiar su vida o mantenerla igual. Entre la libertad de labrarse su propio destino o de quedar librado a las circunstancias. Finalmente podía optar. Y pensó: “Tengo 14 años y no puedo saber ahora si voy a ser jugador profesional. Pero tengo que tratar de llegar lo más lejos posible. Tengo que intentarlo. Tengo que pensar en mi familia, en mis hermanos, en que, si llego, los voy a poder ayudar… Tengo que ponerme las pilas”. Y, al ver que algunos compañeros llegaban a entre­nar con zapatos nuevos que les había dado el club, también pensó: “Si querés tener esos zapatos tenés que entrenar”. Fue el primer objetivo de su vida. Su primera misión. Lo miró, lo observó y sopesó, y apuntó a él. Disparándole con entrena­mientos y prácticas, pero aún en la incertidumbre de si podría lograrlo. Con un dejo de incerteza e incredulidad.

Pero, al poco tiempo, conoció a Sofía y ella dijo ese “vos podés” que lo cambió (“Antes era un adolescente que salía, que no me gustaba entrenar, y cambié todo eso cuando me ennovié”). Que le hizo ver otra imagen reflejada en el espejo, y empezar también a estudiar más, a salir menos, a actuar con responsabilidad.

Wilson le había dado la posibilidad de elegir su futuro. Le había dado libertad. Y Sofía le dio la confianza en sí mismo ne­cesaria para alcanzar eso que decidiera. Le había dado seguri­dad. Dos elementos que lo ayudaron de ahí en más a ir trazán­dose objetivos y e ir alcanzándolos. Que lo hicieron enfrentarse a las metas y desafíos con la actitud necesaria para conseguirlos.

“Empecé a hacer goles. Y se me dio la posibilidad de que casi hago un récord en juveniles de Nacional. El récord era de 64 goles en un año entero (creo que era de Rubén Sosa) y yo hice 63. Fueron cosas que a uno le fueron dando confianza.”

Fue entonces, con 16 años y jugando en tercera, cuando Sofía se fue a España, él se sintió perdido y se dijo que tenía que conseguir llegar al fútbol profesional. Y ser tan bueno como para que lo ficharan en Europa.

Todas sus ganas de llegar Europa las puso en sus pies, y empezó a patear con todas sus fuerzas, buscando el gol. Porque ese podía ser su pasaporte sellado al viejo continente, a Sofía. Y fue tanta su voluntad de gol, que lloraba cuando no los con­seguía. Como cuando (recuerda hasta hoy) en cinco partidos erró entre 20 o 30 goles. “Luis, no es tan difícil —se decía a sí mismo—. ¿Por qué errás tanto gol?” Y le siguió pasando cuan­do debutó en primera, ya con 18 años. Pero entonces Martín Lasarte, el entrenador, vio cómo lo sufría y, sin saber que había una mujer rubia esperando del otro lado del océano, le dijo:

—Luis, yo confío mucho en vos. Quedáte tranquilo que las cosas te van a salir. No le hagas caso a la gente. No hagas caso a nada de lo que te digan.

La confianza renovada. Se relajó. Confió. Y metió un gol de media cancha hasta el arco del FC Groningen, de los Países Bajos.

Luis está contando todo esto cuando se detiene y mira alrededor. Se mueve inquieto en el sillón. No quiere ser des­cortés, pero está claro que algo lo preocupa. Pide disculpas y sale un momento. Vuelve con Delfina —en pañales y sin ropa— en brazos, sonriente. La apoya en las rodillas y la sos­tiene frente a él. Dice que podemos continuar, mientras le hace todo tipo de caras y sonrisas. Había pasado más de me­dia hora sin verla.

Los dirigentes de Groningen lo habían visto en un par­tido con Nacional y lo ficharon. Finalmente obtuvo su obje­tivo; se embarcó para Europa con Sofía y se fueron a vivir a Groninga, al norte de los Países Bajos. Él tenía 19 y ella 16. Era una ciudad chica, de 190 mil habitantes, fría, muy fría, y con gente “muy especial”, cerrada a los extranjeros. Estaban juntos los dos otra vez, pero tanto cambio lo desacomodó a Luis, y en sus primeros partidos no le fue tan bien. “Era un desastre. Estaba gordo y todo.” Así que los dirigentes empe­zaron a preguntarse:

— ¿Qué jugador trajimos?

— ¿Nos habremos equivocado?

Y Luis empezó a hacerse la misma pregunta también: “¿Habré tomado la decisión correcta?”. Quizás porque ha­bía logrado ya su objetivo y necesitaba otro, que aún no se había impuesto. Pero entonces llegó un partido, en setiem­bre de 2006, contra el Vitesse, que vestía camiseta amarilla y negra. Y fue una motivación especial para él, hincha de Nacional. Perdían 3 a 1 y corría el minuto 80. Dos minutos después, su equipo marcó un gol de penal. “En el minuto 89 me quedó una pelota, un compañero la tiró al medio y yo la empujé. Ese 3 a 3 ya fue emocionante. Pero en el minuto 92 hice un gol que hasta yo me sorprendí, mano a mano con el golero y de zurda. Sentí una felicidad enorme. Un desahogo.”
Pero más se sorprendió cuando, a partir del día siguien­te, la gente lo empezó a reconocer por la calle y a felicitarlo o pedirle autógrafos. Y la confianza se renovó otra vez. En esa tierra extranjera y desconocida, logró construir su fortaleza.

Los dirigentes dijeron:

—Bueno, empezó a hacer algo de lo que habíamos vis­to de él.

El entrenador le dio total confianza a partir de ese mo­mento, y él se dijo:

—Ahora puedo demostrar a lo que vine y lo que valgo.

“Después de ese partido es cuando empieza todo. Em­pecé como jugador con confianza. Y es totalmente distinto a jugar sin confianza. Me dio tanta confianza que hasta a mí me sorprendió”, dice ahora, mientras Delfina vuelve un rato con su mamá.

Por esa época habló con Sofía y se dieron cuenta de que tenía que inventar un modo de festejar los goles. Había llega­do el momento. Quería ver a los niños repitiendo su festejo. Así que, durante una concentración, se paró frente al espejo del baño y empezó a hacer distintas “payasadas”, hasta que surgió la que usa hoy: con las manos como pistolas, movién­dolas arriba y abajo. Poco después se empezó a cruzar con niños que, a modo de saludo, le movían así los dedos. A pesar de que, cuando se emociona mucho con el gol, se le mezcla la alegría entre los dedos y puede llegar a hacer toda una serie de festejos juntos y entreverados.

Después de convertirse en un jugador con confianza, Luis se planteó un nuevo y permanente objetivo: seguir cre­ciendo cada vez más. Y, a medida que lo iba consiguiendo, la confianza y la seguridad iban aumentando; se potenciaban aún más. Así llegó hasta el Ajax de Ámsterdam, en el 2007, donde puso en escena su festejo más de un centenar de veces, y donde fue también capitán. En enero de 2007 debutó en la selección. Y luego dio otro paso fundamental en el Mundial, que lo llenó de seguridad. Y entonces fue el Liverpool inglés, que lo compró por 26,5 millones de euros.

Pero eso aún no lo sabe, porque será un mes después, en enero de 2011. Así que Luis cuenta hasta lo del Ajax y el Mundial y, mientras lo hace, mira para afuera por la ventana y juega con su anillo y su reloj.

Luis es tímido. No lo era, pero ahora lo es. La exposi­ción pública lo volvió así. Sofía dice que, cuando recién se conocieron, ella lo llevó a su casa y ya los primeros días él entraba, iba a la heladera y la abría como si fuera la suya. Y luego iba con total desenfado a pedirle al futuro suegro si podía quedarse a dormir.

—Me daba vergüenza a mí —cuenta Sofía meciendo a Delfina en brazos—. No sabía dónde meterme. Pero ahora le vino la vergüenza porque sabe que lo están mirando, porque se siente observado.

—Soy tímido porque no sé qué decir cuando la gente me dice “muchas gracias por todo” —interviene Luis—. Yo hice mi trabajo y lo que me salía del corazón. No es que la gente me tenga que agradecer nada. Me da timidez.

Le da timidez a ese hombre que salvó a su país en un Mundial. Al terminar la entrevista, Luis pide disculpas por su seriedad de los primeros minutos: “Estaba nervioso”. Me voy y los dejo a los tres en su refugio. Me voy y me llevo la última imagen: Luis de pie con Delfina entre sus manos, haciéndole caras, gestos, con esa sonrisa de dientes grandes que es ya un sello de Uruguay. Y, sobre todo, con esa mano que frenó un bombardeo enemigo, y que ahora sirve de altar para sostener en alto a su bebé.

***

Con esa imagen me alejo de la casa frente a la playa de Solymar y entonces me vuelve a la mente lo que Luis acaba de contar de ese instante fundamental del Mundial.

El marcador iba 1 a 1 en el partido contra Ghana y te­nían la pelota los africanos, por una falta que habían cobrado en el minuto 119. Era, probablemente, la última jugada del partido. La definitiva. La que podía llevar a todos los urugua­yos en el país y en el mundo a emocionarse, abrazarse y feste­jarse.

O podía llevarlos a la tristeza, al no puede ser, al no lo merecían y no lo merecemos. El ghanés Pantsil lanzó el tiro libre y Appiah remató. Muslera se adelantó a atajar y Luis, que no iba en esa jugada y que tenía que tomar una marca, se metió atrás de él, puro instinto, como lo hacía siempre que el golero se alejaba. Se metió por atrás porque se rebeló otra vez y dijo, como en su infancia, no. ¡No!, gritó al disparar su cuerpo hasta atrás del golero. ¡No!, gritó con la corrida hasta el arco. ¡No!, como cuando la realidad lo golpeaba de niño y él se resistía. ¡No!, defendiendo la libertad de elegir su destino. Y ese no del cuerpo fue tan fuerte que la sacó con el pie primero y con la mano después. Fue tan fuerte que no solo fue su destino el que definió, sino el de todo el Uruguay. ¡No!, gritó. Y salvó con ese grito a todos los que tampoco sentían la posibilidad de elegir. A los escépticos o aneste­siados por la realidad.

Porque con esa pelota que sacó para afuera de la red les regaló un sueño. Se lo lanzó de un mano­tazo. Con una mano que era rebelión y voluntad. Que era es­tirpe y era pueblo. Con una mano que eran tres millones de manos juntas. Tres millones quitándose de encima la inercia y la resignación. Tres millones empujando simbólicamente el país hacia adelante, hacia los mejores del mundo. ¡No!, dijo con una mano que era mano y era la garra de un león.

Mientras, ocho mil quilómetros al norte, en Barcelona, Sofía miraba el partido y sufría como todos los uruguayos esos instantes finales. Con su panza de ocho meses, entre los nervios y los 35 grados de calor, vio esa pelota que quería entrar al arco uruguayo y salía, rechazada por todo el Uru­guay. Y, en medio de la confusión de ese manotazo, Sofía le dijo a su padre, casi gritando, casi suplicando que no fuera así:

—Fue el Salta —que es como llamaban en su familia a Luis.

—No, no fue él. Quedate tranquila.

—Sí, fue el Salta. No lo puedo creer. ¡¿Qué hizo?!

En la cancha del sur expulsaban a Luis y cobraban penal. Con cara de ingenuidad, intentó decir que él no había sido. Pero todos los ghaneses lo indicaron y el juez le mostró un cartón rojo irreversible. Y, mientras Sofía seguía preguntán­dose en Barcelona “¿Qué hizo? ¿Qué hizo?”, Luis salía de la cancha dolorido y avergonzado, diciéndose para sus adentros: “¿Qué hiciste, tarado? ¿Por qué la tocaste con la mano?”.

Entró al pasillo que lo llevaría a los vestuarios, vio una pantalla transmitiendo el partido y se detuvo a mirar. Y, mientras los ghaneses se aprontaban para patear el penal, pensó: “No puedo creer la forma en la que estamos quedan­do eliminados” y “No sé por qué la toqué con la mano”. Pero entonces Asamoah Gyan pateó y pegó en el travesaño y Luis gritó con todas sus fuerzas, emocionado, como si hubiese he­cho un gol. Más aún que cuando hizo el gol contra Corea en el Mundial. Y entonces repensó lo pensado: “¡Lo hice nota­ble! ¡Lo hice bien!”. Abrazó a Eguren, que lo fue a felicitar, y se fue al vestuario expectante y conmovido. Llamó a Sofía, que lo había visto salir de la pantalla y que, casi de inmediato, oyó sonar su celular.

—Quedáte tranquila, que, si no, vas a tener a Delfina en cualquier momento. Vos quedáte tranquila —le dijo desde los vestuarios.

Cortó el teléfono y se instaló frente al televisor a mirar la definición por penales con Guillermo Revetria, utilero de la selección. Pateó Forlán e hizo gol. Y Luis escribió en su celular “goool” y lo mandó a Barcelona. Y lo mismo hizo con los goles de Scotti y Victorino. Pero, cuando lanzó Maxi Pe­reira y erró, Luis tiró el celular contra la pared, entre nervios y pavor. Y llegó el penal picado de Abreu y Luis había perdi­do la cuenta. Fue cuando vieron a todos festejar por la pan­talla que tomaron conciencia de que Uruguay había ganado y Luis salió corriendo y gritando hacia la cancha. Recién en ese momento tomó conciencia de lo que había hecho. Corrió hasta donde estaba el resto; a festejar.

Con todo el país, que saltaba encima de Muslera, de Abreu, que lloraba emocio­nado entre los abrazos. Y, mientras Luis festejaba y todo el Uruguay festejaba a Luis, Sofía se extendía con cuidado en un sillón, con Delfina en su vientre, mientras su madre in­tentaba tranquilizarla. Y, a pesar de las contracciones cada 40 minutos, Sofía sonreía, exhausta.

Esa noche, cuando los gritos y cánticos se acallaron, Luis se fue a acostar. Y, en el silencio y la soledad de su cama, pen­só en su infancia. En su familia, que él creía por entonces sin la oportunidad de elegir. En su vida, que en aquella época la sentía preestablecida y sin alternativas. Y, con su cabeza en la almohada y mientras todo el Uruguay seguía festejando, Luis pensó en ese niño de siete años que llegó a la capital. Que luchó por su derecho a elegir. Por su libertad. Ese niño que peleó por conquistar su esperanza. Y que combatió con tal de­terminación por ella, que llenó de esperanza a todo su país.

(*) Luis atravesó un tornado. Fue después de haber recibido el premio al Mejor Jugador de la Copa América 2011 (con un gesto de serenidad que solo lo da la satisfacción del deber cumplido). Fue a partir de 2012, cuando, estando en el Liverpool de Inglaterra, fue cuestionado por prensa, jugadores, dirigentes, acusado y criticado. Fueron meses en los que prender el televisor podía ser una amenaza para la tranquilidad de la familia Suárez, en Inglaterra. En esos momentos, Sofía le estuvo cerca, como siempre en su vida. Y no solo ella, sino también los amigos. Como su compañero de selección y entonces del Liverpool, Sebastián Coates, con el que pasaban tardes de mates, comidas y conversaciones sobre todo, menos sobre fútbol, para poderlo distraer. Fue la manera que encontró Sebastián de apoyarlo. “Prendías la tele y todos hablaban de eso —dice Sebastián hoy—. Así que nuestro apoyo consistía en estar ahí para distraerlo. Para tomar mate y charlar. No opinar ni hablar del tema. Solo apoyarlo”.

Se distraían también con las ocurrencias de Delfina, la hija de Luis. Y, aún desde ese lugar complicado, Luis siguió estando para sus compañeros. “De Luis aprendí el profesionalismo, lo que insiste. Él va a todas, su estilo es así; es una virtud que no muchos tienen. Y afuera de la cancha es espectacular con su familia, con sus hijos”, dice Coates.

Luis pasó a través de un tornado. Y salió más fuerte. Volvió a gritar no a una realidad que le dolía y lo gritó como él sabe, a su manera: con fútbol. Tan fuerte lo hizo que en 2014 fue elegido Futbolista del Año de la Premier League, por la Asociación de pe­riodistas de fútbol de Inglaterra, y también Jugador del Año por la Asociación de Futbolistas Profesionales. Y fue el goleador de la Premier League. “Hay que pegarle con confianza y convicción, con ambición de que sea gol —había dicho en 2010—. Es cuando te va mejor”.

Y su fuerza y rebeldía, esa que lo hizo siempre gritar no a lo que —parecía— no se podía cambiar, esa fuerza que lo hizo salir adelante siempre, es también Sofía. Y quizás esa fuerza se multiplique cada vez más, porque ahora a ella se suman también Delfina y Benjamín, su hijo menor. Y no hay un momento en el que Luis olvide esto.

Por eso, cada vez que marca un gol, incluso antes de correr, de festejarlo, se besa los tatuajes de sus hijos en la muñeca y el anillo que sella la unión con Sofía. Una unión que convierte en brisa los tornados.

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