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Los insurrectos de la modernización: de la revuelta plebeya a la movilización edípica Opinión

Los insurrectos de la modernización: de la revuelta plebeya a la movilización edípica

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
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El «progresismo neoliberal», cual cadáver sin gloria, vendió el futuro infinito, cuando de lo que se trataba era de aferrarse al presente para abrir un porvenir. Y así el caso chileno ha quedado consagrado como un modelo de «subdesarrollo exitoso». Quizá por obra y gracia del progresismo neoliberal fuimos expulsados del presente y, ello, merced a los capataces simbólicos de la modernización. Parafraseando a Camus: hemos sido lanzados al «mutuo desprecio».


Ha llegado el otoño con su don de obispo triste y se agolpan las imágenes mudas de una muchedumbre (año 2006) donde irrumpió una fuerza de autenticidad que se apropió del «movimiento estudiantil». Un momento de plebeya verdad con raíces sureñas se alzó desde el Liceo Carlos Cousiño A 45 de Lota. Fue así como la María Jesús, la Luisa Huerta y el «Dago», hasta el «chascarriento» episodio de María Música –jarrón de agua adversus bombas lacrimógenas– fueron parte del carácter inaprensible de aquel tiempo joven.

Un estudiantado castigado por el vocabulario de la dominación tomó nota de sus precariedades lectoescriturales, de su ausencia de futuro y marchó, con claros clarines, sin tener que exhibir la cordura política que la difunta gobernabilidad requería para aquel momento: una multitud de rebeldías genuinas libradas al disturbio lúdico de las palabras, no respondía a ninguna «economía del cálculo». Un tiempo joven es un tiempo indeterminado, donde acontece la disolución de toda teleología.

Pues bien, ¿qué paso allí en términos de estratos o clases sociales? O, bien, ¿qué suerte tuvo el menguado sujeto popular?

Aquí se deslizó una subjetividad que fue capaz de suspender los arreglos simbólicos de la escena transicional e interrogar, temporariamente, el «comisariato neoliberal». Esta vez los Liceos Emblemáticos que se alzaron contra la LOCE –Barros Borgoño, Manuel de Salas y el insigne Instituto Nacional, entre otros– hacían sentir el peso de su tradición y de, cuando en vez, obstruían la dimensión insurgente del movimiento, pero sin amilanar expresiones genuinas que desde un «bajo fondo», una zona underground, daban muestras del malestar popular respecto a las teorías del «capital semilla».

Aquí tuvo lugar una multitud lúdica que denunciaba de modo disperso, untada en el garabato, en el ¡vamos cabros! de la actitud «cachorril», en las estéticas de la cesantía y en los escarnios de la modernización de turno. Por aquel entonces, habló el sujeto de La Legua, La Victoria, de PAC, La Pintana, Estación Central y tantos otros colegios, donde pernoctan los «sujetos del riesgo». Aquellos cuerpos mestizos que padecen cotidianamente los embates de la periferia: la condena estetizante del mercado y los matinales que suelen retratar a una «muchedumbre flaite», desde un relato narcotizante o, bien, diluyen mordazmente al movimiento en el melodrama delictual.

Sin duda, aquellos días presenciamos una estampida menos orgánica, invertebrada y mucho más prescindente de la «maquinaria política» que acompañó a los momentos tácticos del año 2011, a saber, más distanciada de las complicidades, filiaciones partidarias, que a muy poco andar entendieron –cual bancada universitaria– que el camino irremisible era la parlamentarización del movimiento.

Si bien el 2011 representó una experiencia imborrable, qué duda cabe de aquello, fue una movilización guiada –al menos en lo global– por una «mesocracia en forma», donde se congregó un laicado reformista que hunde sus raíces en intereses secretamente elitarios. A ello cabe sumar una gruesa «capa media» (ubicua e in-domiciliada), que no estaba dispuesta a sacrificar los goces de la modernización y que supo leer «oportunamente» las coordenadas institucionales del poder.

El petitorio del 2006, en cambio, respondía a un tiempo de «trenzas y almacén», donde aún era posible olfatear, leer, acariciar o mirar de reojo, un sujeto periférico, marginal o excluido y algo incognoscible por su vocación de márgenes y trayectorias precarias. Aquel año de la «subasta», aún era posible –por cuestiones no solo generacionales– oír las voces averiadas y sus sones, con cantos, con clarines y laureles.

[cita tipo=»destaque»]En buenas cuentas, el 2011 fue un proceso de parlamentarización que restó todo el potencial disruptivo de las primeras marchas y que consumó una especie de circulación de elites. Para el 2011 quedó al descubierto una «mesocracia del acceso» –Jackson Drago, Vallejo Dowling y Boric Font– que aprendió rápidamente la lección: la inocencia se pierde solo una vez. Y aquí nuestro ruiseñor epocal, aquella figura totémica que virtuosamente ha hecho de la modernización una «filosofía del capitalismo» (¿filosofía de la historia?) no tuvo mayores dificultades para leer en esta movilización una «vuelta de tuerca» que iba desde y contra los logros de la modernización.[/cita]

Tras esta multitud sin «certezas de cuna», que no debe ser concebida como una «esfinge moral» por su déficit estratégico, aún era posible leer las secuelas más genuinas de los sujetos del trauma y el «progresismo neoliberal» que dedicó sus energías a inmovilizar las pasiones de la adolescencia, municipalización mediante.

Por aquel tiempo, la Concertación seducida por los intercambios simbólicos de un progresismo binominal, ya había iniciado sendos procesos de «gentrificación» en colegios de la zona oriente. ¡Chapeau! Sin embargo, con mayor eficacia mediática, el movimiento 2006 fue auscultado, invisibilizado y puesto en continuidad por los «pastores letrados» –ideólogos y cortesanos del mapa académico– que exaltaban la voluptuosidad del movimiento.

¡Vaya herejía!, se trata de dos procesos disimiles que forzosamente pueden ser inscritos bajo un «paradigma de la continuidad». Aludimos a modos de subjetivación dispares que implican discontinuidades y yuxtaposiciones. Contra la relatoría del oficialismo universitario de «las izquierdas», transitamos de una movilización plebeya (2006) al litigio cuasiedípico e institucionalista del año 2011. Pese a los intereses en juego, la movilización «pingüina» no respondía a una economía del cálculo y a los procesos de oligarquización que –por etapas– enlazaron a la FECH con el Parlamento.

En buenas cuentas, el 2011 fue un proceso de parlamentarización que restó todo el potencial disruptivo de las primeras marchas y que consumó una especie de circulación de elites. Para el 2011 quedó al descubierto una «mesocracia del acceso» –Jackson Drago, Vallejo Dowling y Boric Font– que aprendió rápidamente la lección: la inocencia se pierde solo una vez. Y aquí nuestro ruiseñor epocal, aquella figura totémica que virtuosamente ha hecho de la modernización una «filosofía del capitalismo» (¿filosofía de la historia?) no tuvo mayores dificultades para leer en esta movilización una «vuelta de tuerca» que iba desde y contra los logros de la modernización.

De este modo, por la vía de un rectorado semiótico, Carlos Peña devolvía las certezas cognitivas a una élite que no podía compatibilizar el acontecer de la protesta social con la «empatía ciudadana». Y, cabe subrayarlo, los teólogos del progresismo son los ideólogos de todo tiempo para delimitar, codificar, normar, reglar e invalidar la dimensión del «acontecimiento». La «arrogancia ilustrada» sin tragedia, es una clave de aquellos que suelen entregar a las elites el «descanso cognitivo» sobre la temperatura de la «cuestión social».

Ergo, la muchedumbre del 2006, rotulada como movilización pingüina, donde «los muchos», «los nunca», aquella «parte no parte» –los descontados del orden social dirá Rancière– se rehusaron a perpetuar el lenguaje normativo del poder y renunciaron a elaborar un antagonismo estratégico.

Junto al sujeto de los márgenes, al apoderado desdentado, al abuelo de la olla flaca y la pobreza franciscana, también irrumpió el «lumpen», el «muerto de hambre», el «facho rojo». En lo medular, un «Chile de huachos» que, pese a todo, pudo visibilizar unas demandas populares que no tenían cabida en el oficialismo cultural de la escena transicional. De otro modo, la movilización estudiantil no tenía entrada en la iconografía hedonista de la modernización, porque no expresaba una clara «vocación de poder» y aún arrastraba las secuelas de nuestra modernidad oligárquica.

En cambio, el performativo 2011 con sus titulares instrumentales, con sus desplazamientos en sordina, abrazó la tarea de promover una lengua institucional («no insurgente») que articuló una cripta de intereses promiscuos donde estudiantes morosos, profesores taxi, rectores y grupos de presión delinearon un juego de posiciones dentro del «capitalismo académico».

No sabemos con certeza si la bancada estudiantil –y toda la «sangre jubilosa»– ha reflexionado a fondo sobre ese sujeto secundario que venía a desordenar la arquitectura institucional del Chile neoliberal. Pero nada es casual y ello incluye al mentado «paradigma de la continuidad», la bullada memoria histórica, que busca fomentar analogías entre 2006 y 2011. El dispositivo de «silenciamiento» que desde allí se activó se asemeja a las memorias líquidas o gaseosas de Bauman. La movilización del 2006 aún brilla por haber generado un sujeto no domesticado por los códigos de la renta infinita.

Finalmente, contra la porfía del FA en la obra de Ernesto Laclau, al menos de un sector, el significante vacío «educación gratuita y de calidad» lo que hizo fue torcer o «infectar» la soberanía de la movilización social, por cuanto el «no lucro» tuvo un efecto perturbador, donde se impuso el «lenguaje de los endeudados» –el cliente descontento– en desmedro de la reivindicación más primordial sobre educación pública.

¡Y quién lo diría!, el «progresismo neoliberal», cual cadáver sin gloria, vendió el futuro infinito, cuando de lo que se trataba era de aferrarse al presente para abrir un porvenir. Y así el caso chileno ha quedado consagrado como un modelo de «subdesarrollo exitoso». Quizá por obra y gracia del progresismo neoliberal, fuimos expulsados del presente y, ello, merced a los capataces simbólicos de la modernización. Parafraseando a Camus: hemos sido lanzados al «mutuo desprecio».

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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