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Mediocracia: síntomas de mediocridad en el cuerpo de la clase dominante Opinión

Mediocracia: síntomas de mediocridad en el cuerpo de la clase dominante

Sebastián Villarroel González
Por : Sebastián Villarroel González Médico Especialista en Salud Pública
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Mediocracia es el término empleado por el filósofo franco-canadiense Alain Denault para describir la mediocridad en las sociedades, desde las gerencias corporativas hasta el poder de la institucionalidad pública. Para sobreponerse a los rasgos distópicos de una sociedad se requieren ideas con rasgos utópicos. Si la crisis social y política del país es refractaria a la política ordinaria, necesitamos entonces pensamiento público extraordinario y una política radical para desplazar el cerco de la mediocridad y avanzar a una superioridad aún desconocida.


Mediocracia es el término empleado por el filósofo franco-canadiense Alain Denault en su libro de 2015. Su ensayo advierte sobre la extensa presencia de la mediocridad en las sociedades, desde las gerencias corporativas hasta el poder de la institucionalidad pública. En el diccionario de la RAE, la palabra mediocre asume 2 acepciones: de calidad media; y de poco mérito, tirando a malo.

Citando parte de una entrevista reciente, Denault señala: “Ser mediocre es encarnar el promedio, ajustarse a un estándar social, en resumen, es conformidad. Pero esto no es en principio peyorativo, pues todos somos mediocres en algo. El problema de la mediocridad viene cuando pasa a convertirse, como en la actualidad, en el rasgo distintivo de un sistema social”.

Agrega asimismo que “también constituye una herramienta para desmantelar la soberanía del Estado a favor de las corporaciones multinacionales”. En el Chile de nuestros días, la semiología nos ayuda a mapear un conjunto de signos y síntomas en política para elaborar diagnósticos y luego reclutar mejores intervenciones. En este contexto, la propuesta de mediocracia amplía el análisis y permite algunas licencias retóricas para biopsiar el cuerpo del poder y la clase dominante. La mediocracia bien podría ser un trastorno sindromático cuyo síntoma patognomónico es el promedio o el extremo-centro mediocre.

La clase dominante goza de un centro robusto de recursos, retroalimentado por los partidos políticos y la elite. Fuera de los márgenes de este gran extremo-centro, está la mayoría de los ciudadanos hace al menos 30 años, empujados a la periferia territorial precarizada como síntoma de la desigualdad social extrema que experimentamos y que reflejaría, según Harvey, el eje central del proyecto neoliberalizador, como proyecto político que restablecer las condiciones de la acumulación de capital y restaurar el poder a las elites económicas. El cuerpo del poder se nutre de un paquete de recursos estandarizados y metabolizados eficientemente para mantener activo al modelo país que tenemos, los que se uniforman alrededor del centro obeso de capitales y privilegios que pierde movilidad y capacidad de cambio.

El potente yo del cuerpo del poder económico y político, distanciado de la otredad lejana de los desaventajados, ha promovido que el pensamiento del interés público se desarrolle con un conformismo centrado, con un espectro de programas políticos concentrados en el promedio existente, neutralizando las diferencias.

Los partidos políticos se vertebran en un gran partido central políticamente correcto, con líderes cuyas discrepancias sobre el interés común parecen más una cuestión de símbolos que de acciones, representando frugalmente una democracia subordinada a los procesos electorales y al gran capital. Las medidas equilibradas y el consenso se han convertido en fetiches, señala Denault, mostrando escasa tolerancia a aquello que sea ajeno a este comportamiento medio que los poderes establecidos no deploran, sino que convierten en obligatorio.

Se promueve la generación de normas de convivencia que permiten estandarizar hábitos y discursos, decantando en una institucionalidad que arrastra los extremos hacia un mediocre centro común. La corrección política promedio no permite pensar ideas de un modo incorrecto, porque se asume el bando perdedor, lo que desempolva al viejo Marx cuando nos decía que no en vano las ideas dominantes son siempre las de la clase dominante. Los únicos modos incorrectos de pensar que han emergido se anidan en la corrupción que hemos conocido, elemento corrosivo que perpetúa la mediocridad.

Ejemplos recientes sobran. Un proceso constituyente que gira centrípetamente en un mismo cuerpo político; un discurso político de oposición que parece más fuerte y coherente en los márgenes del centro (los roles de RN y la DC son ejemplificadores); el Frente Amplio aprueba un proyecto del Ejecutivo; parlamentarios del Partido Radical respaldan rechazo de acusación constitucional del Presidente, o el informe de “inteligencia” de Gobierno. Mientras la derecha más extrema está ausente creando ficciones para su mundo inventado, la izquierda del otro extremo está afónica, incapaz de tender un puente con la ciudadanía.

Por su parte, el Gobierno protege un statu quo que estabiliza el país en las grandes cifras promedio y en los medios tecnocráticos antes que democráticos, refugiándose en la norma autoritaria, por defecto mediocre. La extensión del desempeño promedio es generosa con sus ministros y ministras: la ministra Schmidt presidiendo COP25, el canciller Ribera aterrizando en la medianía de la tabla el informe ONU o la secretaria de Estado Plá, absteniéndose de pronunciamientos sobre áreas de sus competencias. Para Carabineros, su histórica disciplina vertical siempre recurrirá a la norma institucional como garante de su desempeño promedio, no ajustándose a las situaciones extraordinarias que hoy vivimos. A escala global, vimos cómo la clase dominante propició la tiranía del consenso mediocre en la COP25. Es la mediocracia que protege a la clase política.

La retórica de nuestros políticos refuerza la mediocracia: ambigüedad y falta de sustrato en el discurso, y el uso excesivo de frases estereotipadas. Ello impide deliberar sensatamente y contraponer: no puede contradecirse algo si no se dice nada. El pragmatismo del realismo político se ancla en un extremo-centro funcional a la clase dominante, que promueve la inercia de las instituciones públicas rebosantes de misiones, objetivos e indicadores importados de la gestión empresarial privada que expanden la cordillera de burocracia antes que su capacidad de dar respuesta a la ciudadanía. Una suerte de estalinismo de mercado, según Mark Fisher.

Si bien la retórica política promedio y el mandato normativo implica un menor gasto energético de recursos cognitivos, en tiempos de crisis son estériles, perpetuando el conformismo institucional y los resultados mediocres; peor, la simulación de resultados, práctica común empleada más para justificar tiempos de trabajo que para cumplir propósitos nobles de lo público. Hoy, “Dejar que las instituciones funcionen” es un pecado que la ciudadanía no está dispuesta a seguir tolerando.

La elite, clase premium que trasciende al propio sistema de clases, también se mueve en la mediocridad. Hacer “crecer” la economía sin duda genera riqueza y la distribuye, pero no bajo un principio democrático. Protege la economía especulativa para sí y deja la desvalorizada economía de la producción para el resto, ampliando la brecha entre trabajos desechables y trabajos magníficos. La riqueza de esa brecha arrojará un honroso promedio: el PIB per cápita.

La soberanía privada de su estructura orgánica, obesa de acumular, y la habilidad de economizar todo, les permite fagocitar eficientemente cualquier amenaza al modelo establecido, porque prefieren la ordinaria estructura de las cosas. El autocelebrado esfuerzo de subir sueldos que inició hace semanas A. Luksic y un grupo de empresarios es mediocre: no excede los límites de su conocido corporativismo. La expropiación del valor del trabajo se solapa con la pompa de la innovación y el marketing, antesala de un cambio de disfraz que siempre retorna a su mediocridad habitual.

Fuera de los bordes de esta, se apropian también de la deliberación del movimiento sindical, hibridándolo con los mecanismos de gestión privada carentes de política, dejando los subproductos y residuos para ser administrados por los trabajadores y sus familias, por las instituciones públicas y el medio ambiente.

Pareciera que la elite entiende a los ciudadanos como hamburguesas del sistema que han mantenido: recursos ultraprocesados de bajo precio, ampliamente disponibles, digeribles y reemplazables. Del consumo y desecho masivo, solo quedan las huellas fisiopatológicas en el cuerpo social enfermo, con menor expectativa de vida. Los trabajadores se convierten en inmigrantes de su propio país: sin derechos, sin arraigo y con salarios miserables, en palabras del polémico Diego Fusaro. Los privilegios inmerecidos, la autocomplacencia y la promoción del discurso Being Smart, llevan luego hasta puestos de mando en las corporaciones privadas y, sobre todo hoy, en las instituciones públicas, modelando el país al ritmo de una religión corporativa que promueve un paraíso de marcas y consumidores feligreses, creando un estamento uniforme de gustos y placeres alrededor de un promedio común.

La clase dominante tiene otro promedio favorito fruto de la cultura interclasista del capitalismo: la clase media. Esta categoría aparece como una banda extensa e hipertrofiada, que funciona como un atrápalo-todo sociológico en palabras de Erriguel, quien, citando a Preve, agrega que se presenta como “espacio liso y homogéneo, fundado sobre el intercambio mercantil, sin ser atravesado por contradicciones sociales”.

El esfuerzo de la clase dominante por suprimir la lucha de clases procura una clase media globalizada de consumidores (Global Middle Class), como estado fisiológico del capitalismo y relato conductor de su discurso. La vaguedad conceptual de la clase media permite la confusión de clase entre los perdedores y ganadores del modelo económico: lo importante es entrar a un supuesto pro-medio que permita luego la movilidad social. La lucha de clases nunca se ha retirado, solo la han anestesiado por largo tiempo y su latencia ha sido interrumpida en estos días. El magnate W. Buffett lo recordó hace pocos años: “La lucha de clases sigue existiendo y la están ganando los millonarios”.

Los medios masivos de comunicación con respaldo del gran capital encierran el mismo problema. El pensamiento crítico queda secuestrado por la edición pro statu quo. Fortifican un gran escaparate central y homogéneo de noticias en distintos canales, pero con casi idénticas formas y deslucido tratamiento, excluyendo las ideas fuera de la media y dejándolas en los bordes de la vitrina.

Nuestras reacciones subjetivas son editadas para digerir un espectro de colores grises, sin contraste, que verán destellos solo con alguna innecesaria frivolidad o un gran auspicio corporativo. Las fisuras que vemos estos días en los matinales con personajes que rompen la edición habitual, sean rostros televisivos o supuestos invitados expertos, desarticulan esa red de artificial normalidad y desajustan las sinapsis de flujo mediano entre la pantalla y el televidente. Las redes sociales, agencias de comunicación multiplicadoras del ego, podrán exponer las diferencias, aunque siempre bajo la sombra de la estandarización digital, por definición un regreso vitalicio a la media.

La apertura de nuevas ideas que permiten las crisis, también puede consolidar viejas convicciones. ¿Cuánto invierte la clase dominante en sus viejas convicciones? Cuando la calle desplaza sus símbolos y privilegios, los enfrenta a una realidad que colisiona con sus convicciones más profundas, obligándolos a recalibrar sus intereses. Ante la vacuidad semántica de discursos y medidas concretas en términos de sintonía con las demandas sociales, la clase dominante recurre a un orden público cuyas definiciones de orden y de público han caído en desgracia.

La crisis, la crítica y los criterios son una fabulosa tríada enlazada etimológicamente, que aún transita sin rumbo. Transformar la indignación crónica en un criterioso cuerpo de ideas, reclama un pensamiento colectivo que sacuda la centrípeta impotencia reflexiva de la clase dominante hacia una genuina deliberación centrífuga de ideas, que luego precipiten en una práctica política y una institucionalidad legitimada y validada. La mediocracia se asienta en el realismo político y capitalista, pero no hay que olvidar que su poderoso centro vive gracias a los extremos, igual que la campana de Gauss no puede olvidar que sin extremos la curva de distribución normal no existe.

Como propuesta de análisis político, la llamada ventana de Overton es un marco que agrupa ideas sobre lo sensato, lo popular y la política en su interior. Los bordes del marco son lo aceptable, permitiendo cierta continuidad en el poder, de duración variable. Fuera de sus bordes, están lo radical y lo impensable, que pueden ser incorporados cuando la ventana se desplaza. El neoliberalismo lo hizo hace décadas y lo ha hecho Trump en años recientes. El Chile actual también puede hacerlo y son precisamente estos bordes los que estarían fracturados y los que, desde mi mediocre tribuna de fronteras rotas, permiten pensar lo otrora impensable y radical.

Para sobreponerse a los rasgos distópicos de una sociedad se requieren ideas con rasgos utópicos. Si la crisis social y política del país es refractaria a la política ordinaria, necesitamos entonces pensamiento público extraordinario y una política radical para desplazar el cerco de la mediocridad y avanzar a una superioridad aún desconocida. Es la radicalidad la que descompone la mediocracia, la que se manifiesta en las calles y sus paredes, en la expresión un violador en tu camino o en las niñas y niños que denuncian las violaciones de los DDHH en las ceremonias de sus colegios. La tendencia al pensamiento binario de oposición, que resume sus diferencias en un extremo centro de acción parsimoniosa, en tiempos de crisis no sirve. Recuperar la congruencia temática entre representantes y representados es deber de la clase política que sigue en un estado de amplia fortaleza administrativa y deleznable debilidad política.

Las instituciones públicas anquilosadas por el peso de su burocracia y de toneladas de mecanismos de gestión, también deben recuperar la representación ciudadana y el gobierno de lo público. En particular, establecer más mecanismos intermedios de democracia directa que permitan descomprimir el descontento acumulado, recomponiendo confianzas entre procesos electorales. Esta vez, es necesario que la institucionalidad se aglutine respondiendo a un nuevo colectivo común en el proceso constituyente, que, involucrando la propuesta del Antropoceno y la crisis climática, ahora convoque lo social y lo natural, lo humano y lo no humano, como saben mejor los pueblos ancestrales y las mujeres.

También deberán reconocer y valorar las capacidades adaptativas de la ciudadanía. Las formas de adaptación y resiliencia ante las adversidades, de las personas y sus organizaciones, son mucho más variadas, innovadoras y económicas que aquellas que las instituciones archivan. Una participación ciudadana incidente, amenaza de la clase dominante, ahora puede introducirse en las fracturas de la crisis del cuerpo del poder, reensamblando sus partes con la apropiada dosis de técnica disciplinada y de pragmatismo político, pero con sobredosis de justicia social.

La mediocracia encuentra eco en “el infierno de lo igual” de Byung-Chul Han, donde el pensamiento homogéneo y uniforme no tolera lo diferente, formando un condensado de discursos y acciones pasivas. La crisis país nos levanta de un consumo narcótico que nos tenía anestesiados y el cuerpo social recupera reflexividad. El pueblo como campo de acción ahora puede recoger la comunidad fragmentada y la historia olvidada para reformularse en nuevas formas corporales, más sanas, recuperando el sujeto colectivo extraviado para acordar su propia soberanía.

Extraer los malos humores institucionales para regenerar nuevos tejidos sociales. Es bueno recordar que la conciencia individual y la capacidad de elección racional se forman debido a la conciencia colectiva y no al revés como promueve la clase dominante. Sobre la conciencia colectiva que vemos hoy en los espacios públicos y privados se articulan las razones y los afectos para hacer funcionar al cuerpo social. La calle lo ha dejado claro hace meses e ignorarlo es una mala conciencia y pésima forma de gobierno.

No esperamos que la clase dominante tenga la extraordinaria capacidad de Wittgenstein para renunciar a algunos supuestos de su pensamiento y abrir nuevas formas de pensar, pero debemos asumir su rúbrica en la salida de esta crisis. Aunque el cambio de hábitos puede tomar años, deberá erradicar su obesa mediocracia para un Chile más justo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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