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La inquietante liviandad de (cierta) izquierda chilena Opinión

La inquietante liviandad de (cierta) izquierda chilena

En la proposición 7 del Tractatus, Ludwig Wittgenstein dijo: si no se puede hablar con claridad, es mejor guardar silencio. En política, esta sentencia es muy severa. En estos tiempos constitucionales debemos hablar, aunque a veces las cosas no estén completamente claras. Debemos hablar con realismo y reconocer que, si bien la nueva Constitución es necesaria, por sí sola no solucionará todos nuestros problemas. Sí, definitivamente, debemos hablar los unos con los otros y establecer un gran diálogo nacional. Pero al hacerlo, debemos superar el infantilismo y la liviandad; debemos dialogar con la verdad, apegarnos a los hechos, y sopesar la evidencia con respeto y estrictez.


Hace dos semanas publiqué una columna titulada “Buenismo, enfermedad infantil del izquierdismo”. El texto produjo molestia entre (ciertos) sectores de la izquierda, y generó una docena de réplicas, además de los consabidos comentarios en las redes. Hubo de todo. Respuestas buenas y malas, largas y breves, rigurosas y frívolas. Los epítetos fueron más o menos los de siempre. Me llamaron “payaso”, “neoligarca”, “converso” y “administrador”. Lo más original fue que me acusaron de “falocentrismo político”.

Un grupo político exhibe “infantilismo” cuando actúa en forma impulsiva; cuando tiene buenas intenciones, pero procede en forma desprolija; cuando, ante la ausencia de argumentos sólidos, recurre a argumentos de autoridad.

Permitir a los súper ricos retirar el 10% de sus fondos pensionales, sin pagar el impuesto adeudado fue, sin dudas, desprolijo. Es incuestionable que esta es una pésima política pública en un país tan desigual como Chile, en un país con un coeficiente Gini de 0.46 y un Índice de Palma que se empina por sobre 2.

En columnas en El Mostrador, los doctores Roberto Pizarro Hofer y Eugenio Rivera Urrutia intentaron defender esta política regresiva. Pero no convencen. Dicen que no importa regalarles hoy dinero a los más ricos; ya arreglaremos todo con la nueva Constitución. Yo respondo que sí importa, e insisto que un mejor ordenamiento tributario en el futuro no justifica hacerles un obsequio hoy a las familias pudientes. Lo correcto es decir: “Regalarles un millón y medio a las personas del 10% superior fue un error, que ojalá no se repita”.

Mi alusión a los países nórdicos también generó un debate. Un posteo del profesor Claudio Fuentes en Twitter, confirmó que estas naciones no incluyen todos los derechos sociales en sus constituciones. En una carta en El Mercurio, la profesora Claudia Heiss estuvo de acuerdo con este hecho y llamó a un análisis profundo sobre el proceso constitucional y cómo aumentar el bienestar de la población. Ambas consideraciones son muy útiles para avanzar en lograr una amplia visión de país.

Sin embargo, los doctores Pizarro Hofer y Rivera Urrutia criticaron mi análisis, afirmando que estos países me producían “enojo”. Para evitar malos entendidos, me interesa dejar este punto claro. Los hechos son estos: los cinco países nórdicos tienen menos derechos en sus constituciones que los que tiene Chile en su actual Carta Fundamental, y menos que el promedio de los 190 países tipificados en la literatura.

Además, los nórdicos tienen constituciones más breves que el promedio, incluyendo Chile. De los cuatro derechos sociales fundamentales –salud, educación, pensiones, y vivienda–, solo uno es reconocido en la Constitución de Dinamarca. Finlandia e Islandia reconocen tres en sus actuales constituciones; Noruega, ninguno; y Suecia, tan solo uno. Quien tenga dudas al respecto, puede consultar dos masivos archivos con información detallada sobre 202 constituciones: Project Constitute y Comparative Constitutions Project.

Lo anterior no significa, de ninguna manera, que la nueva Constitución deba excluir los derechos sociales. Desde luego que debe incluirlos. Como signatario original de la Declaración de las Naciones Unidas y del Pacto sobre Derechos Sociales, Chile tiene que consignarlos en su Carta Magna. Pero al hacerlo debemos entender que este es solo un primer paso en un proceso largo y complejo por lograr servicios públicos universales y de calidad. Para alcanzar esa meta, serán vitales leyes, decretos y reglamentos. También la eficacia de la gestión administrativa y la probidad funcionaria. Además, hay que cuidar que la exigibilidad judicial de estos derechos no genere efectos colaterales que dañen el tejido social del país y produzcan más desigualdad y desamparo social.

También causó molestias mi aseveración en relación con que buscar una matriz de exportaciones más “compleja” podía resultar en políticas contraproducentes. El doctor Pizarro Hofer aseveró que El Salvador era un mal ejemplo de un país que, siendo mucho más pobre que Chile, tiene una matriz más compleja. Dijo que se trata de un caso especial, afectado por la maquila.

Pero si el estimado doctor hubiera mirado los datos con detención, habría notado que el caso de El Salvador no es único en la región.

Como se puede ver en https://atlas.cid.harvard.edu/rankings, Chile se encuentra en el lugar 72 (de 133 naciones) en el ranking de complejidad. Además de El Salvador, dentro de América Latina nos superan Colombia, Costa Rica, Brasil, México, Uruguay y la República Dominicana, todos más pobres y con peores indicadores sociales que Chile.

Esto indica que “complejidad” productiva no es una condición suficiente para lograr el desarrollo económico. Si uno escarba un poquito, descubre que, con la posible excepción de Uruguay, todas estas naciones tienen una característica en común: están cerca de los grandes mercados mundiales, lo que les permite participar en “cadenas globales de suministro”. Esta es una de las razones (pero no la única) por las que sus niveles de “complejidad” superan los de Chile.

El desafío, entonces, es el planteado por José Miguel Ahumada y Nicolás Grau en una constructiva nota en Ciper. ¿Existen mecanismos que le permitan a Chile aumentar su complejidad y valor agregado en forma eficiente? La respuesta es que sí es posible, pero que no es fácil. Más aún, la política industrial tradicional, con sus resabios proteccionistas, no es la mejor manera de lograr este objetivo.

Al sociólogo Carlos Ruiz –un amigo lo describe como “el Jaime Guzmán del Frente Amplio”– tampoco le gustó mi escrito sobre el infantilismo. Una deconstrucción de su texto permite reconocer dos elementos que avanzan entrecruzados, formando una filigrana áspera.

El primer elemento es intensivo en adjetivos como “neoligarca”, “payaso” y “bananero”. Ninguno de esos me inquieta.

Pero lo que sí me preocupa es que, en su sermón, Ruiz use, en forma repetida, el término “cosmopolita” para intentar descalificarme. Y me preocupa, porque “cosmopolita” era el epíteto favorito de los nazis y del estalinismo para humillar y perseguir a los judíos. Esto es aún más alarmante cuando uno nota que, en el título de su queja, el doctor Carlos Ruiz intenta hacer un juego de palabras con el más famoso de los escritos de esa cosmopolita insigne y desafiante que fue Hannah Arendt.

El segundo elemento en el edificio barroco de Ruiz es más interesante, ya que nos permite atisbar lo que él y, eventualmente, sus seguidores, desean para el futuro.

Por ahora, tan solo un comentario: a don Carlos no le gusta que el Banco Central sea autónomo. Desde luego, está en su derecho. Pero es importante consignar que hay evidencia sólida y masiva que indica que un menor grado de autonomía del instituto emisor tiende a resultar en mayor inflación.

Y, como (casi) todo el mundo sabe, los costos de la inflación los pagan los más pobres, los que no tienen asesores financieros, los que no se pueden llevar el dinero a Miami. Esto puede no preocupar a don Carlos, pero a mí sí me importa.

En la proposición 7 del Tractatus, Ludwig Wittgenstein dijo: si no se puede hablar con claridad, es mejor guardar silencio. En política, esta sentencia es muy severa. En estos tiempos constitucionales debemos hablar, aunque a veces las cosas no estén completamente claras. Debemos hablar con realismo y reconocer que, si bien la nueva Constitución es necesaria, por sí sola no solucionará todos nuestros problemas. Sí, definitivamente, debemos hablar los unos con los otros y establecer un gran diálogo nacional. Pero al hacerlo, debemos superar el infantilismo y la liviandad; debemos dialogar con la verdad, apegarnos a los hechos, y sopesar la evidencia con respeto y estrictez.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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