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Radicalización y autoritarismo: Rimas de un pasado que se resiste a morir Opinión

Radicalización y autoritarismo: Rimas de un pasado que se resiste a morir

Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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El crecimiento de la extrema derecha suele estar vinculada a contextos de radicalismo político y agonismo maniqueo –esta última una característica que comparte con segmentos de la izquierda populista (Mouffe, 2018) como el madurismo en Venezuela-. Finalmente hay que considerar lo poco efectivas que han sido las políticas de “cordón sanitario” y exclusión –sobre todo si ya tienen representación parlamentaria de ciudadanías- esgrimidas contra este tipo de partidos en Europa. En Alemania y Francia no implicó su contención electoral por lo que pareciera que el debate directo y honesto, que alerte sobre los aspectos anti plurales y autoritarios del discurso posfascista, es una mejor fórmula para abordarlo.


“El pasado nunca está muerto. No es ni siquiera pasado” declamaba melancólicamente el poeta William Faulkner para enfatizar la gravitación de la memoria en las historias nacionales y locales. La frase es oportuna en días que no pocos recuerdan campañas propagandísticas del terror de 1988, o la polarización política de inicios de los setentas, sin olvidar a historiadores que subrayan la histórica continuidad de la violencia.  

A esa dirección también apuntan quienes aprecian en determinados proyectos políticos contingentes la manifestación actualizada de “religiones políticas” (Voegelin 1988; Gentile, 2005), laicas y totalitarias, como fue el fascismo en el siglo XX. Por cierto, este enfoque suele pasar por alto “aspectos ascéticos intramundanos” de aquella religiosidad (Gil Calvo, 1994), en abierta oposición al narcisismo extra-mundano que supone la sociedad de consumo, típica del así llamado neoliberalismo. Por lo tanto existen continuidades e inflexiones a este respecto.

Entre las continuidades, hay que destacar que el registro autoritario ha sido un fenómeno de larga duración en el mundo contemporáneo. Desde la premonición, el expresionismo alemán de época Weimar (1918-1933) reflejó la ansiedad de la alemana República debatiéndose entre pulsiones a la rebeldía y la búsqueda de una autoridad que restituyera el orden. La profunda crisis económica, política y social, complementada por un obligado aislamiento internacional, impulsó al repliegue interior del que nacería “El Gabinete del doctor Caligari”. La Película de Wiener (1918), narra la historia de un misterioso anciano que hipnotiza a un sonámbulo para cometer crímenes, anticipando el control y manipulación social que ejercería sobre los germanos un poder desquiciado. Sin olvidar que la última parte del filme sugiere que la locura radica en la gente, por lo que el médico -un “cirujano de hierro”- sería “la cura”, no se puede dejar de notar la prognosis del Tercer Reich. Los miedos de la época los resume Siegfred Kracauer en su ensayo psicológico “De Caligari a Hitler” (1947) al afirmar “para los alemanes no había otra alternativa que el cataclismo de la anarquía o el régimen tiránico”.

En otras palabras, el miedo al terror del reinado de una turba -como aquella descrita por Dickens en “Historia de dos ciudades” (1859) a su vez inspirada en el París de los albores de la Revolución- engendra un despotismo no tradicional como el de 18 de brumario. La represión del Estado a menudo alcanzará cumbres aún mayores a la de la violencia de la calle. Sobre esto hay episodios elocuentes en todas partes.

En su obra “La destrucción de la democracia española” (1986), Paul Preston se centró en los límites de la adhesión de los partidos ejes al sistema: Por una parte la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDAS) desafectas a la República y por otra un Partido Socialista Obrero Español (PSOE), con sectores escépticos de la democracia representativa. La profundidad de los cambios implementados en un contexto de crisis  polarizó aún más el conflicto asumiendo el protagonismo los sectores más radicalizados y menos propensos al pactismo. Preston afirma: “En 1931 sólo los sectores más exaltados de la extrema izquierda y la extrema derecha creían que los problemas (…) tendrían que resolverse a través de una guerra. Cinco años y tres meses más tarde, gran parte de la población políticamente instruida había llegado a la triste conclusión de que la guerra era inevitable, sino simplemente deseable”. De esa hoguera de pasiones surgió primero la expresión española del fascismo, la Falange primorriverista, y más tarde el franquismo, que combinó la cultura política fascista con el nacionalcatolicismo de Acción Española (Saz, 2008). En parte reacciones al rupturismo planteado en la lucha política.

En Chile el fascismo ha sido una de las varias manifestaciones del archipiélago de derechas radicales criollas. Hacia 1911 se fundó en Iquique la primera organización nativista con el fin de “des-peruanizar” el norte del país compulsivamente: Las Ligas Patrióticas (Deutsch, 1999; González, 2004). En 1933 fue creado el Movimiento Nacional Socialista de Chile (MNS) por Jorge González Von Marées y Carlos Keller. En 1938 como resultado del respaldo de MNS al candidato del Frente Popular, Pedro Aguirre Cerda, se constituyó alternativamente el Partido Nacional Fascista de Chile (PNF). En 1942 la Vanguardia Popular Socialista se fusionó con el MNS para crear la Unión Nacionalista de 3 años de aliento. Le siguió en 1946 la Acción Chilena Anticomunista (ACHA). Mismo derrotero siguió el Movimiento Revolucionario Nacional Sindicalista (MRNS), que emulando a Falange Española, promovió el nacional sindicalismo hasta su desaparición en la década del sesenta. En los sesenta existía el Partido Nacional Socialista Obrero (PNSO), creado sobre una sección chilena del Ku Klux Klan  (Basso, 2020). De esta misma época data el establecimiento de la ignominiosa Colonia Dignidad (1961), secta ultra-ortodoxa y hermética, bajo el liderazgo del criminal pedófilo Paul Schäfer –un ex miembro de las juventudes Hitlerianas y ex cabo de la Wehrmacht-, así como la consolidación del Miguel Serrano como exégeta de la corriente esotérica del nazismo. En 1991 reapareció el Movimiento Nazi Chileno, empujando un nuevo ciclo de xenofobia política al declarar la prioridad de todo chileno sobre cualquier extranjero (Caro, 2007). Esta versión neonazi apeló al fracaso del marxismo leninismo y del liberalismo democrático a los que consideró caballos de Troya de una conspiración judeo-sionista, y propugnando un retorno a la naturaleza. El grupo que recibió más atención fue Patria Nueva Sociedad (PNS), fundado por Alexis López con existencia entre 2000 y 2010. Ciertamente, en esta lista no se puede dejar de citar a la agrupación de “la araña negra”, el  Frente Nacionalista Patria y Libertad (FNPL), que también respondió al desafío frontal al sistema que entrañó la “Nueva Izquierda” foquista inspirada en la Revolución cubana. Todas estas corrientes de extrema derecha abrazaron un nativismo mítico, que fungió de epoxi más allá de sus diferentes métodos, algunos ascéticos, otros activamente violentos como el caso de Patria Libertad. Y desde luego mención aparte son las dictaduras militares del cono sur, que aunque con ecos fascistoides y vínculos documentados con el franquismo y el neofascismo del Movimiento Social Italiano (Ravelli y Bull, 2018), expresaron la alianza entre Fuerzas Armadas, Tecnocracias y sectores conservadores descrita por Guillermo O’Donell como Regímenes Burocráticos Autoritarios.

Desde estas diversas genealogías brotan movimientos políticos de tendencia populista y extrema como el Social Patriota, y se distingue como específico y distinto un partido de derecha radical, como el Republicano liderado por José Antonio Kast, ambos tema de un libro de autoría conjunta con Alberto Bórquez, próximo a lanzarse e intitulado “Nuevos partidos y Liderazgos. Globofóbicos versus cosmopolitas en la era populista” (Editorial Universitaria). En dicha obra apuntamos como abundante literatura estaría en desacuerdo con clasificar experiencias como la del Partido Republicano, el Trumpismo, VOX, La Liga de Salvini, o incluso Bolsonaro, de fascistas (Paxton, 2004; Müller, 2016; Griffin, 2018). 

Un elemento para distinguir este populismo radical de derechas de la ideología fascista es su adaptación parcial al canon demo-liberal de los primeros. El fascismo es esencialmente antinómico a la democracia en cualquiera de sus formas, particularmente la liberal representativa. En cambio la derecha radical populista acepta participar del sistema político, oponiéndose al pluralismo ínsito que supone el respeto y protección de las minorías. Por tanto otra forma de aproximarse a este tipo dinámicas puede ser el concepto de nacional-populismo (Taguieff, 2002; Eatwell y Goodwin, 2018), que subraya la impronta nativista conjugada con un estilo populista. A su vez, inspirado en Traverso, Federico Finchelstein (2018) propone que este populismo es un ensayo posfascista que se acopla a la democracia electoral mientras simultáneamente cuestiona y/o asedia, sin suprimir -como si haría el fascismo-, ciertos derechos civiles y/o políticos. Es la tónica de propuestas como la clausura del Instituto Nacional de Derechos Humanos, la salida del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, o la denuncia del convenio 169, esgrimidas por el candidato del Partido Republicano.

Pero agreguemos otro punto epocal: Trump y sus émulos son parte de la catalaxia neoliberal, de la era del capitalismo financiero y del individualismo competitivo desatado de todo control estatal, de escasa relación con la gramática fascista de las comunidades orgánicas y del Estado imperialista y hegeliano. Al decir de Traverso se puede llegar hasta una analogía -considerando elementos matriciales comunes-, pero nunca a la homología, sugiriendo hablar de posfascismo sin fascismo.

El elemento neoliberal presente en las nuevas derechas radicales no es menor. Y si pensamos en la multiplicidad de significados del estallido social de octubre 2019 uno que salta a la vista es que el malestar con dicho modelo –cuestión denunciada por partidos de izquierdas tradicionales y recientes-, fue esgrimido por un conjunto de actores sociales en clave anti política. Menos explorado ha sido el papel de aquella parte de la protesta callejera de ribetes más violentos en el fortalecimiento de la opción nacional populista y posfascista. Una premisa podría ser que el posfascismo es una reacción desde el interior del sistema para defenderse de lo que percibe como desbordamientos disruptivos. 

Adicionalmente, está la cuestión de cómo discursos políticos maniqueos potencian a sus contracaras. A partir del miedo ciertos segmentos de los electores comienzan a coquetear con la “novedad radical” -a decir de Stuart Hall (2008)- de aquel “populismo autoritario” de tipo thatcherista (“No hay alternativa”), expresión de un neoliberalismo antiplural que promete restituir el Orden. La elección de Bolsonaro en Brasil, parece menos exótica que hace algunos años, y en países como Argentina y Chile se consolida como posibilidad futura. Así gana terreno la narrativa de una “redención incorrupta”, aunque signifique sacrificar ciertos derechos. 

Se entiende entonces que a menudo el crecimiento de la extrema derecha suele estar vinculada a contextos de radicalismo político y agonismo maniqueo –esta última una característica que comparte con segmentos de la izquierda populista (Mouffe, 2018) como el madurismo en Venezuela-. Finalmente hay que considerar lo poco efectivas que han sido las políticas de “cordón sanitario” y exclusión –sobre todo si ya tienen representación parlamentaria de ciudadanías- esgrimidas contra este tipo de partidos en Europa. En Alemania y Francia no implicó su contención electoral por lo que pareciera que el debate directo y honesto, que alerte sobre los aspectos anti plurales y autoritarios del discurso posfascista, es una mejor fórmula para abordarlo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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