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Hay dos J. A. Kast Opinión

Hay dos J. A. Kast

Hugo Herrera
Por : Hugo Herrera Abogado (Universidad de Valparaíso), doctor en filosofía (Universidad de Würzburg) y profesor titular en la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales
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No debe perderse de vista el contexto mayor nacional: que estamos en la hora de la crisis más honda en un siglo, la “Crisis del Bicentenario”. En esa situación histórica es menester operar buscando la producción de reformas que alcancen amplios grados de adhesión. No contribuyen, ni en la nueva Constitución, ni en las próximas presidencias, posiciones estrechas o excesivamente partidistas. Es la hora de los “traidores”. Así como el eventual Gobierno de Boric será dañino si él no traiciona el estreñido credo del PC (sus adhesiones a cuanto dictador asoma en el continente o el planeta, a Lenin y al leninismo) y la doctrina fanática de Atria, así también el eventual Gobierno de José Antonio Kast será dañino si este no traiciona, de su lado, varios dogmas que ya es tiempo de superar en aras del afecto al país: el neoliberalismo friedmaniano, el abstencionismo estatal predicado por Guzmán durante la etapa de la dictadura, las llamativas actitudes de algunos de los compañeros de ruta “republicanos” del candidato.


Vivimos tiempos de velocidad y partidarios y opositores tienden a hacerse imágenes simples de los candidatos. Toda caracterización es también una simplificación, pero vale la pena intentar tematizar posibles diferencias, matices, aperturas donde la premura nos inclina a uniformar. Así como –al menos– hay dos Gabriel Boric, hay dos José Antonio Kast. 

La UDI de los noventa era un partido con altas dosis de motivación y la figura y el pensamiento de Jaime Guzmán se hacían notar intensamente. A diferencia de RN, se trataba de un partido de cuadros, desplegado en zonas urbanas pobres de Santiago, Valparaíso y Concepción, donde le disputaba las poblaciones a la izquierda. Guzmán, asesinado en 1991, era valorado por su claridad mental y su testimonio de vida. En la UDI el recuerdo, el cariño, la admiración, así como la falta, en su interior, de capacidad reflexiva y crítica, condujeron a enaltecerlo, a volverlo canónico, a fijarlo, al punto que sus doctrinas fueron convertidas en cuerpos fijos, se lo fosilizó. 

El Guzmán asesinado solo alcanzó, en verdad, a asomarse a lo que sería un mundo sin Guerra Fría. Apenas poco más de un año se contaba de la caída del Muro de Berlín o de la Unión Soviética, cuando las balas del FPMR lo atravesaron la primera tarde de abril de 1991. 

Nunca sabremos lo que Guzmán hubiese pensado de las tres décadas de la Transición o del estallido de octubre. Lo que sí se puede aventurar, empero, es que hubiese cambiado sus posiciones, probablemente de manera drástica. Guzmán era una mente atenta a las situaciones y modificaba a menudo, con rapidez y sentido de la oportunidad, sus posturas políticas. Fue corporativista y admirador de Franco en su adolescencia y juventud temprana. Durante la UP emergió como demócrata liberal ejemplar, partidario, además, de la participación de los trabajadores en el gobierno y las utilidades de las empresas. Apoyó luego la dictadura, cuya Constitución redactó. Advenida la Transición, se sumó entusiasta a la nueva democracia, como senador y votando, pragmáticamente, por el candidato de la centroizquierda para presidente del Senado. Era, sin dudas, la cabeza descollante de su partido y su muerte desvencijó su operación. La reverencia hacia su persona y la fijación de sus tesis, por falta de poder de reflexión e imaginativo, en una especie de cuerpo dogmático, marcaron también el inicio del final. Apareció una UDI típicamente liberal: desentendida de la política, concentrada en asuntos morales (de moral de alcoba) y en cuestiones económicas. La idea del Guzmán de la dictadura, acerca de la subsidiariedad como exigencia de la abstención estatal, operó en el modo de perfecto complemento jurídico del neoliberalismo de Friedman, seguido por las cohortes de chilenos educadas en Chicago.

Y así pasaron los noventa y la primera y la segunda década del siglo XXI, manteniéndose la UDI en exactamente las mismas posiciones de abril de 1991, más dos añadidos. Primero, el fortalecimiento de la veta neoliberal, apalancada por una maquinaria montada con donaciones oscuras, al partido (igual que a otros partidos) y al “think tank” o centro de operadores y tráfico de influencias que es Libertad y Desarrollo. La comprensión política fue simplificada a niveles brutales. Segundo añadido: la emergencia del liderazgo leve o “cosista” de Joaquín Lavín, un pragmático que vinculaba la noción de “cambio” a una gestión más eficiente. Las expectativas del triunfo en las elecciones presidenciales de 1999-2000, con el candidato Lavín y su pragmatismo, descompensaron al antiguo pequeño partido de cuadros muy comprometidos, convirtiéndolo en una maquinaria electoral que se llenó de oportunistas. 

Ahí quedaron echadas las bases del proceso que terminó con la salida de muchos militantes “históricos” de la UDI. Ahí, la explicación del malestar y la final renuncia de Kast al partido de su juventud. Hay que reconocerle a Kast un afán de resistir la ola de pragmatismo, activismo testarudo y corruptela que terminó campeando. Pero eso no puede conducir a soslayar que Kast tendió a mantenerse también en los planteamientos del Guzmán de comienzos del otoño del año 91.

Ese es el Kast “duro”, el que decidió iniciar sus aventuras presidenciales, el dirigente tras el inquietante Partido Republicano, el líder de personajes como Johannes Kaiser. El de la combinación de visión dicotómica o de Guerra Fría, moral sexual conservadora, neoliberalismo económico y un énfasis en el orden público lindante en el autoritarismo. 

La combinación de marras fue –parcialmente– diagnosticada en los ochenta, en la crítica de Mario Góngora a las “planificaciones globales”. Si hay un racionalismo abstracto de izquierda, que condena moralmente al mercado (como “mundo de Caín”) y adhiere sin matices a la “deliberación política” y los “derechos sociales universales” (= prohibición del mercado) como maneras de alcanzar una extraña parusía comunista, hay también un racionalismo abstracto de derecha, súbdito del mercado como modo ideal de articulación de los intereses individuales, que rechaza al Estado como ineficiente y desconoce el significado de la participación política, los espacios comunes y las experiencias comunitarias (para este asunto, remito a mi artículo: “Los caminos ideológicos de la derecha chilena”, descargable aquí).

La combinación liberal de moral conservadora (eminentemente sexual), economía capitalista y énfasis policial, es la que mantiene a la derecha, hace mucho tiempo, en la incapacidad de elucidar con pertinencia la situación. Esa combinación está en la base del masivo fracaso político de los dos gobiernos de Piñera. Este no logró comprender la situación: ni las manifestaciones de 2011, ni el estallido de 2019. Ambos simplemente lo sobrepasaron, tal como una asonada de hordas “alienígenas”. Lo sobrepasaron porque su pañol de herramientas conceptuales –de Piñera y de la derecha en general– era demasiado pobre como para entender.

Esas mismas bases ideológicas estreñidas son las que explican al Kast que soslaya el significado histórico de 2019; que minimiza o esquiva el problema político de la pérdida masiva y constante de legitimidad de las instituciones, de la inadecuación fundamental de los discursos políticos usuales con la situación popular. Esas bases son las que lucen estar, asimismo, tras los “patinazos” de la primera versión de su programa de gobierno. Hay también algo así como un marco comprensivo demasiado estrecho, de talante policial, tras la insistencia en elevar a símbolo medidas extremas, como la zanja o las detenciones en lugares especiales. El vínculo con ese marco estreñido permite explicar el fenómeno de individuos de posiciones francamente funestas, que se le pegan a Kast como a la miel, cual el mentado Johannes Kaiser, Sergio Melnick o Gonzalo de la Carrera.

Lo rudimentario de las posiciones no solo pone en riesgo la viabilidad de su candidatura. Además, molesta y hace temer por los resultados de un eventual Gobierno suyo. En fin, deben sumarse al cuadro las consecuencias negativas que su candidatura –sea que gane o pierda– podría tener para las pretensiones de una centroderecha social, claramente comprometida con un pensamiento republicano-popular.

Ahora bien, de manera parecida a cómo en medio de actitudes, compañeros de camino y doctrinas extremas, a veces despunta un Boric con visión de Estado, dispuesto, por ejemplo, a distanciarse de la fanaticada del PC y a cerrar el acuerdo del 15 de noviembre, así también por momentos aparece un Kast más nítidamente comprometido con el devenir de la República entera y no solo el de un sector particular. 

Consta un Kast capaz de percatarse de un asunto que la izquierda hipersofisticada de jóvenes burgueses, de colegios privados y universidades de élite tiende a perder de vista: la importancia fundante, basal, primigenia, inaugural, del orden público y la economía para la subsistencia y viabilidad de la comunidad política. 

La máxima inicial de la política, el “pienso, luego existo” en este ámbito, es la relación de protección y obediencia entre el Estado y el pueblo. Es el “protejo, luego obligo”. Solo en la medida en que es capaz de asegurar a todos sus miembros un espacio pacificado y las condiciones de conservación y reproducción de la vida, puede el Estado recién exigir legítimamente obediencia y esperar la adhesión del pueblo. 

La necesidad de producción de un ámbito de paz y la cuestión del orden público no responden necesariamente a añoranzas perversas de autócratas. Ocurre que la alternativa a las medidas de control y policía no es necesariamente la paz de las praderas y las plazas de pueblo. En Sudáfrica, por ejemplo, el colapso de la policía no ha culminado en la placidez sin coacción, sino, en cambio, en la tragedia de ricos que acuden a policías privadas con escasa o nula sensibilidad con los derechos humanos de quienes no son sus clientes y muros perimetrales, para sus asépticos vecindarios; y de pobres que quedan abandonados al “arréglenselas como puedan”, la delincuencia campante, el deterioro masivo y persistente de la vida en común en sus barrios. Paradójicamente, es aquí el neoliberal Kast el que tiene clara la importancia de fortalecer una policía “pública y gratuita”, mientras que la sofisticación frívola del frenteamplismo rebelde estaría volviendo a Boric y sus aliados inconscientemente cómplices del avance de la privatización de la seguridad pública.

No es filisteísmo banal, de su lado, la preocupación por la economía. Hay, por cierto, la codicia. Está, asimismo, el economicismo superficial, que reduce la política a la economía y la gestión, y que ha estado en la base de los fracasos de Piñera. Sin embargo, hay también una preocupación correcta por la cuestión económica, entendida en un sentido fundamental como la conservación y reproducción de la vida. Existe una atención pertinente y necesaria por las condiciones solo bajo las cuales resulta posible mantener a raya el hambre, el frío, la desnutrición, la enfermedad, el desamparo. Las juventudes hermosas del FA y el PC tienden a carecer del “miedo inconcebible a la pobreza”, del que escribe el Gitano Rodríguez (un habitante de Valparaíso), especialmente si esas juventudes privilegiadas son santiaguinas. Ellas pueden darse así el lujo de descuidar la cuestión económica e incluso de hablar con frívolo descaro de “meterle inestabilidad al país” o postergar el crecimiento. 

Si deben ser criticadas las medidas excesivas y dañinas sobre seguridad, el énfasis dogmático en cierta ortodoxia económica o su conservadurismo moral, Kast da, sin embargo, con un asunto neurálgico, masivo, central, cuando busca restablecer la consciencia sobre la tarea inicial de la política: asegurar un ámbito de paz y garantizar las condiciones de la conservación y la reproducción de la vida. 

El segundo Kast asoma también en otra manera. Puede llamársela una cierta disposición a la apertura. Se manifiesta como la capacidad de pedir disculpas, de enmendar planteamientos erróneos y modificar, incluso en partes importantes, su programa de gobierno. Ha mostrado, en este mismo sentido, la aptitud para distinguir con nitidez sus posiciones personales de las actitudes que deberá adoptar como eventual Presidente: en el aborto en tres causales, en el matrimonio igualitario, en la nueva Constitución; manifestando su voluntad de respetar las leyes ya aprobadas y colaborar con el trabajo de la Convención Constitucional. Queda esperar, ciertamente, qué ocurrirá en los hechos, si resulta elegido Presidente, mas la expresión de aquella diferencia, sutil pero fundamental, entre las adhesiones personales y los deberes del cargo, permite notar un poder de distanciamiento que se separa fundamentalmente de la inmediatez propia del fanatismo y entra en la lógica de la prestancia y la responsabilidad política.

No debe perderse de vista el contexto mayor nacional: que estamos en la hora de la crisis más honda en un siglo, la “Crisis del Bicentenario”. En esa situación histórica es menester operar buscando la producción de reformas que alcancen amplios grados de adhesión. No contribuyen, ni en la nueva Constitución, ni en las próximas presidencias, posiciones estrechas o excesivamente partidistas. Es la hora de los “traidores”. Así como el eventual Gobierno de Boric será dañino si él no traiciona el estreñido credo del PC (sus adhesiones a cuanto dictador asoma en el continente o el planeta, a Lenin y al leninismo) y la doctrina fanática de Atria, así también el eventual Gobierno de José Antonio Kast será dañino si este no traiciona, de su lado, varios dogmas que ya es tiempo de superar en aras del afecto al país: el neoliberalismo friedmaniano, el abstencionismo estatal predicado por Guzmán durante la etapa de la dictadura, las llamativas actitudes de algunos de los compañeros de ruta “republicanos” del candidato.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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