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Rusia, Ucrania y el “nazismo” de Godwin Opinión

Rusia, Ucrania y el “nazismo” de Godwin

Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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Al contrario de lo que sostiene la mayor parte de la historiografía internacional, que ubica al fascismo como un régimen con historicidad de entreguerras mundiales –con versiones neo después de la Segunda Guerra Mundial–, una parte relevante de las izquierdas se fascinó con la tesis de Umberto Eco respecto al “fascismo eterno”, producto de una conferencia que el brillante semiólogo italiano pronunció y en la que acuñó el concepto de Ur-Fascismo como categoría ahistórica, con un repertorio de rasgos comunes: el culto a la tradición y rechazo al modernismo, intolerancia a posturas críticas, miedo al otro diverso, paranoia política obsesionada por las conjuras, ánimo bélico, heroarquía, machismo y creación de una neolengua, entre otras.


Al anunciar que iniciaría una «operación militar especial» contra Ucrania durante la madrugada del jueves 24 de febrero, el presidente ruso, Vladímir Putin, justificó su acción en la necesidad de «desnazificar y desmilitarizar Ucrania». La argumentación era algo novedosa para Occidente, respecto de la demanda rusa permanentemente reiterada, basada en su seguridad vulnerada por la expansión de la alianza militar de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) en Europa del Este. La acusación fue actualizada en los últimos días cuando el principal negociador ruso para el diálogo con Kiev, Vladímir Medinski, aseguró que aunque Moscú avanzaba en la desmilitarización de Ucrania y se encontraba más cerca de convencerla de adoptar un estatus neutral, aún quedaba pendiente «desnazificar» a su vecino. El delegado aseguraba que Ucrania albergaba «formaciones militares nazis» con su propia simbología y entrenamiento.

Las autoridades ucranianas han replicado, en cambio, que es Rusia la que conduce las hostilidades a la manera nazi, al destruir ciudades en una guerra que ya suma miles de muertos y millones de refugiados huyendo del país. Esta respuesta fue galvanizada por el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, quien durante un  discurso por videoconferencia ante los miembros de la Knéset, el parlamento israelí, solicitó a Israel que tomara una decisión y respaldara a Ucrania frente a Rusia: “Es hora de que Israel tome una decisión (…), la indiferencia mata», dijo el jefe de Estado de orígenes judíos, haciendo una analogía con la Shoah.

Sin duda que el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial, o Gran Guerra Patriótica para Rusia, pende sobre las cabezas de los principales líderes del conflicto armado referido. La memoria colectiva de los ataques de Adolf Hitler sobre uno de los frentes más sangrientos del conflicto más letal en la historia humana, está demasiado fresco, así como sus secuelas de genocidio y limpieza étnica. En una de las estribaciones de la operación Barbarroja, la Wehrmacht entró en territorio ucraniano hacia 1941, estableciendo el Reichskommissariat UcraniaComisariado Imperial de Ucrania–, que además comprendió Bielorrusia y parte de Polonia. Mientras una parte de la población colaboró con los alemanes, otra no menor sufrió la persecución y el exterminio, como ocurrió con más de 1 millón y medio de judíos.

Al respecto, cabe recordar que una parte de los colaboracionistas afincaban sentimientos separatistas respecto de una Moscovia que consideraban que, ya fuera versión zarista o soviética, había sojuzgado a Ucrania. Evidentemente los procesos de etnogénesis desatados después a la irrupción mongola de Batú Khan, a mediados del siglo XIII, marcaron a Moscovia durante su sometimiento y tributación al que denominó “Yugo tártaro” hasta finales del siglo XV, al tiempo que la estepa ucraniana se hizo parte de la mancomunidad polaco-lituana, fraguando su inclinación occidental, hasta que mediante el Tratado de Pereiaslav, en 1654, aseguró la protección zarista a los cosacos de Zaporozhia. Más tarde, y después de una breve autonomía durante la Revolución bolchevique, la adhesión a la Unión Soviética tuvo su punto de inflexión durante la época de la Gran Hambruna de 1932-1933 (u Holodomor) bajo el estalinismo, que aunque golpeó a varios territorios de la federación comunista, fue de tal profundidad en Ucrania que tempranamente se consideró por parte de historiadores ucranianos un genocidio dentro del proceso de colectivización compulsiva de la propiedad rural ucraniana. Así, el plato estaba servido para un germinal nacionalismo ucraniano que contempló la ocupación nazi como una oportunidad, aunque una parte del mismo terminó de desencantarse con el tratamiento expansionista alemán a la población eslava (que el arianismo consideraba subhumana).

Después del proceso de separación abierto en 1991, Moscú y Kiev lograron ciertos acuerdos en materia de armamento nuclear (del cual Ucrania se deshizo) y respecto del arriendo de la base naval crimeana de Sebastopol a Rusia. Sin embargo, durante la revuelta de la Plaza Maidán en 2013, que concluyó con la fuga del presidente ucraniano Víktor Yanukóvich, quien se había negado a firmar un acuerdo de convergencia con la Unión Europea, las acusaciones de nazismo reflotaron. Primero, debido a que manifestantes durante las protestas enarbolaron banderas del patriotismo de la década del 40 del siglo XX, y enseguida porque como la reacción rusa fue anexar Crimea (después de un discutido referendo de autodeterminación) y alentar el separatismo del Dombás, aparecieron milicias nacionalistas ucranianas de extrema derecha para golpear a los territorios de Donetsk y Lugansk. Se trata de Pravy Sektor y el Batallón Azov, que sin embargo nunca consiguieron escaños en la Rada.

Por lo tanto, la constante evocación nazi en el conflicto armado en Ucrania responde más bien a parte de una propaganda en línea con la célebre Ley de Godwin. Sin obviar que dicho enunciado de interacción social está emparentado con la categoría del conspiracionismo y el “estilo político paranoico”, la creencia popular de que el poder no reside en la autoridades elegidas democráticamente sino en poderes ocultos (Hofstadter, 1964), su centro está en las comparaciones con el dictador alemán. Mike Godwin propuso en 1990 que, mientras más se alargara una disputa en la cyber red, era más probable que se mencionara a Hitler, luego de lo cual el diálogo se interrumpía abruptamente. La analogía con Hitler correspondería a una argumentación irrebatible. Aquello también ocurre en otros debates mediáticos en los cuales todo lo sea de desagrado o inaceptabilidad política es comparado con el führer nazi, quien encarna el punto de referencia para la definición del mal absoluto.

Desde luego esta constante apelación al fascismo en cada una de sus variantes –como la nazi– va más allá de la situación específica de Ucrania. Es además parte de las fobias de la sociedad occidental o, como dice uno de los mayores especialistas en la materia, Emilio Gentile, en su obra ¿Quién es fascista? (2019), al fascismo se le atribuiría “una extraordinaria capacidad mimética, la vocación de volver camuflado por otros ropajes». Y aunque desde el marxismo heterodoxo ha habido precoces intentos de desmitificar el tema, como Nicos Poulantzas, quien distinguía al fascismo de otros “regímenes capitalistas de excepción” como el bonapartismo y otras dictaduras militares (Fascismo y Dictadura, 1970) las omnirreferencias hitlerianas nunca cesaron.

Al contrario de lo que sostiene la mayor parte de la historiografía internacional, que ubica al fascismo como un régimen con historicidad de entreguerras mundiales –con versiones neo después de la Segunda Guerra Mundial– una parte relevante de las izquierdas se fascinó con la tesis de Umberto Eco respecto al “fascismo eterno”, producto de una conferencia que el brillante semiólogo italiano pronunció y en la que acuñó el concepto de Ur-Fascismo como categoría ahistórica, con un repertorio de rasgos comunes: el culto a la tradición y rechazo al modernismo, intolerancia a posturas críticas, miedo al otro diverso, paranoia política obsesionada por las conjuras, ánimo bélico, heroarquía, machismo y creación de una neolengua, entre otras.

Muchos se entusiasman con esta definición amplia nacida de una charla académica realizada el 25 de abril de 1995 ante un auditorio de estudiantes de Estados Unidos, poco después del atentado de Oklahoma City, provocado por un militante de una secta radical cristiana, en el aniversario de la liberación nazifascista de Italia y poco después de la caída de la Primera República italiana. Pero así como no todo lo que brilla es oro, tampoco todos los fantasmas sociales tienen un mismo origen. Y la sobreutilización del registro incluso puede ser un óbice para identificar y entender la divulgación de otras formas de extremismo político.

También en tiempos de polarización es común recurrir a teorías conspirativas que faciliten la división del mundo en buenos y malos (como lo hace la lógica y la idea populista), pero no se puede perder de vista que la guerra en Ucrania es, en definitiva, el choque de dos nacionalismos acendrados: uno provisto de una idea dominante del papel “misional” de Rusia entre el mundo eslavo y euroasiático, y otro de más reciente estirpe, que cuando termine el episodio bélico será aún más fuerte que cuando comenzaron las hostilidades y estará provisto de un profundo revanchismo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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