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La ordalía del balotaje francés y la crisis de la democracia liberal Opinión

La ordalía del balotaje francés y la crisis de la democracia liberal

Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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Este fin de semana una parte sustantiva del electorado –entre otros, la izquierda gala– deberá decidir entre el presidente Macron y Le Pen, un guión que replica el escenario de hace 4 años, cuando la representante de una singular derecha radical pasó a la segunda vuelta contra el joven representante de “Francia en Marcha”. Por ese entonces, ya se insinuaba la debacle de los partidos históricos franceses que en esta ocasión han acabado por desfondarse. Una temática que se repite en Occidente y sus periferias. Nuevos referentes más radicales en algunos casos, más laxos ideológicamente en otros, y con un estilo populista que reemplaza al eje izquierda-derecha –por la representación de los de abajo–, han irrumpido poniendo en aprietos a sistemas políticos tradicionales y, de paso, colocando en jaque a la democracia liberal.


Las ordalías o juicios de Dios fueron una costumbre medieval que dirimía la inocencia o culpabilidad de un acusado de delito o crimen mediante determinadas pruebas, como el duelo o tomar un hierro incandescente. En psicología, apunta a una serie de castigos para que un paciente opte por el camino menos gravoso. Es lo que puede ocurrir en las segundas vueltas electorales cuando lo que prima es la identidad negativa hacia una candidatura, como ocurrió en Francia en 2002, 2017, y este fin de semana, en el que una parte sustantiva del electorado –entre otros, la izquierda gala– deberá decidir entre el presidente Macron y Le Pen, un guión que replica el escenario de hace 4 años, cuando la representante de una singular derecha radical pasó a la segunda vuelta contra el joven representante de “Francia en Marcha”. Por ese entonces, ya se insinuaba la debacle de los partidos históricos franceses que en esta ocasión han acabado por desfondarse. Una temática que se repite en Occidente y sus periferias. Nuevos referentes más radicales en algunos casos, más laxos ideológicamente en otros, y con un estilo populista que reemplaza el eje izquierda-derecha –por la representación de los de abajo–, han irrumpido poniendo en aprietos a sistemas políticos tradicionales y, de paso, colocando en jaque a la democracia liberal.

El año de 1989 comenzaba una “Tercera ola democratizadora” (Huntington, 1993) sobre el otrora espacio soviético de Europa Central y Oriental que se agregaba a otras expansiones de la poliarquía. Un trienio, Francis Fukuyama profetizaba que la díada entre Capitalismo y Democracia Liberal sería inexpugnable (El fin de la Historia y el último hombre, 1992) y su símbolo, Estados Unidos. Pero dicha hegemonía fue contestada por el ataque de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, mientras la confianza en la articulación entre democracia y liberalismo comenzó a erosionarse con la crisis subprime de 2008.

La década siguiente comenzó con las movilizaciones conocidas como “Primaveras árabes”, siguió con el ingreso de migrantes sirios a Europa en 2015, la aparición de la pandemia del COVID-19 y, hoy, la guerra en Ucrania, todos eventos que terminan removiendo los supuestos de la globalización demoliberal. Es lo que había advertido el economista Dani Rodrik con su célebre trilema (Rodrik, 2011), al apuntar a la incompatibilidad en la consecución simultánea de hiperglobalización económica, políticas democráticas y soberanía nacional. Su tesis es que necesariamente se debilitaría una de las tres fuerzas, lo que suponía elegir entre: un Estado globalizado económicamente con una democracia a nivel global, sacrificando parte de la soberanía nacional; o, bien, conservando plena soberanía nacional y democracia doméstica, sin integración plena en la globalización; o, incluso, finalmente ser parte de la globalización, preservando autonomía nacional, aunque con el costo de omitir la democracia interna. En 2015 agregó: “Los populistas de hoy son los únicos explícitos sobre lo que están dispuestos a abandonar: la hiperglobalización”, pensando básicamente en los nacional-populismos europeos.

El big bang político no ha cesado de expandir el universo populista, que en sus diversas variantes siempre impugna a la globalización o algunos de sus aspectos. En el caso de Marine Le Pen correspondería a lo que el historiador Enzo Traverso denominó Las nuevas caras de las derecha (2018). Esta derecha radical destaca por su destreza para apropiarse del malestar de amplios sectores sociales, el usufructo online de una estética contracultural, a la vez que ensayando la transgresión de lo políticamente correcto (Forti, 2021). Es decir, asume las posiciones críticas que usualmente eran de izquierda. Solo con esto sería un error pensar que esta derecha radical es más de lo mismo de siempre.

El propio partido de Marine Le Pen –la Reagrupación Nacional, que reemplazó al viejo partido de su padre, el Frente Nacional– agregó nuevos giros que completaron su especificidad: el chauvinismo social, que no tiene complejo al referirse a la prioridad de los derechos humanos de los franceses, siempre y cuando apele a quienes hayan nacido en Francia y estén impregnados de la cultura francesa de la modernidad, es decir, sin considerar migrantes. O sea, exigen políticas sociales, aunque solo para nativos, y desde luego sin la intromisión de la Unión Europea en temas domésticos, de ahí el nacional soberanismo, como también se les define. Otras corrientes como la de Trump, Bolsonaro, Vox o Republicanos, en cambio, proveen un populismo que se descuelga del liberalismo conservador más radicalizado para volver a la idea de una nación homogénea, aunque con supremacía del mercado y un Estado más pequeño. En uno y otro caso la retórica de esta nueva derecha radical –o ultraderecha si se prefiere– hostiliza con las minorías étnicas, disidencias sexuales y otros colectivos no mayoritarios, pretendiendo representar un sentido común estático en el tiempo, y socavando la estricta separación de poderes típica del liberalismo político.

Volviendo a la elección francesa, frente a Le Pen se erige el actual presidente de Francia, al que Michel Wieviorka (2017) designara en 2017 como “populista desde arriba”, por sus posturas de extremo centro caracterizadas por promover una política tecnocrática basada en la administración “neutral” de los asuntos públicos (Stuart Hall, 2008). Se trata de una reedición de la “la tercera vía” de Blair o el social liberalismo de Clinton, Cardoso o incluso la criolla Concertación entre 1990 y 2010. La feminista Nancy Fraser va más lejos al caratular estas experiencias como “neoliberalismo progresista”, signado por una alianza entre la corriente principal de los nuevos movimientos sociales (feminismo, multiculturalismo, LGBTQ) y el capital financiero (Wall Street), la industria digital (Silicon Valley) y del entretenimiento (Hollywood). Es el enfoque de ciertas izquierdas posmodernas e identitarias que no advierten diferencias entre neoconservadores (neoliberales) y la socialdemocracia post Guerra Fría.

Sin embargo, la paradoja es que para poder acceder/participar del poder, estas nuevas izquierdas posmodernas han tenido que mimetizar su discurso con el de la vieja socialdemocracia a la que originalmente trataron de reemplazar (Stefanoni, 2021). Es lo que ocurrió con Sanders en Estados Unidos o Podemos en España. El lugar de convergencia es a menudo la noción de progresismo que, según el antropólogo Alejandro Grimson (2018), presenta bordes laxos hacia la izquierda y hacia el centro, encontrando eco en un precariado y clases medias urbanas demandantes de una menor desigualdad social, respeto a los derechos humanos, tolerancia a las diferencias y rechazo a la corrupción. La cuestión es que en estas coaliciones progresistas amplias subsisten sectores escépticos a que dicho progreso y las transformaciones requeridas puedan realizarse dentro del marco demoliberal, apostando por contender contra toda elite desde una democracia radical (Laclau y Mouffe, 1985), que coloque el énfasis en la igualdad y la soberanía popular y, por lo tanto, desprovistas de contrapesos a la voluntad general, incluso si existe una minoría política porcentualmente considerable.

Una exacerbación escasa aunque no inexistente sería la izquierda rojiparda –datada desde los años 20 y 30 del siglo XX con el nacionalbolchevismo– que abrazaría las posiciones nacional-populistas desde un registro que hace del antiliberalismo, y hoy una furiosa retórica antiglobalización, su sedimentación dominante, ignorando el imperialismo de ciertos regímenes iliberales –si no francamente autoritarios– que son celebrados, lo que relativiza su potencial emancipador.

En la actualidad la democracia liberal enfrenta el mayor desafío desde entreguerras hace 100 años, cuando precisamente después de la aparición de la “gripe española” emergieron una serie de liderazgos carismáticos que aseguraban encarnar a la nación y al pueblo, retando al orden democrático y liberal en construcción.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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