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El subterfugio del consenso Opinión

El subterfugio del consenso

Rafael Alvear
Por : Rafael Alvear Investigador Postdoctoral del CEDER, Universidad de Los Lagos
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Ya en plenos años 90 del pasado siglo, la Concertación de Partidos por la Democracia ofreció sistemáticamente el “joker” del consenso como subterfugio para poder evadir las demandas por mayor democracia, igualdad, justicia –sobre todo en materia de derechos humanos–, inclusión social, etc. La devaluación del concepto de consenso permitió desplegar la democracia “en la medida de lo posible”, so pretexto de los riesgos asociados a su ruptura –llámese retorno autoritario, inestabilidad institucional, volatilidad económica, etc.–. El consenso apareció así como la excusa y el motivo para resignarse a discutir, a debatir, a pelear discursivamente por las ideas que nos parecen idóneas en nuestra sociedad, en pos de asegurar una cohesión que, al fin y al cabo, era en todo caso inexistente. Esto se basaba en la convicción de que lo “correcto”, lo “justo”, lo “equitativo”, etc., eran cuestiones que atacaban directamente el “corazón” de la sociedad chilena, toda vez que ponía a sus ciudadanos(as) en un escenario de conflicto. De ahí la intuición de converger con la derecha, como admitió alguna vez Edgardo Boeninger, vistiendo dicha renuncia con los ropajes de un malentendido consenso.


En semanas particularmente polémicas por lo que ha sido el devenir del proceso constitucional, ad portas de un plebiscito que debe dirimir si la Carta Fundamental diseñada por la Convención Constitucional pasará o no el test final de la ciudadanía, la discusión acerca de los índices de arrastre que asumen las opciones del Apruebo y Rechazo vuelve a estar en la palestra, en particular con un concepto que tiene largo soporte filosófico, a saber: el concepto de “consenso”.

Desde las teorías de la comunicación lingüística de Karl-Otto Apel y, sobre todo, de Jürgen Habermas, la idea del consenso ha aparecido como una forma de comprender las relaciones humanas. Si bien ha sido utilizado con recurrencia como sinónimo de la idea de “acuerdo”, el consenso apela a una instancia mucho más ambiciosa. Este sobrepasa la mera correlación o acomodo de intereses, para entregarse al debate argumentativo sobre la presuposición del respeto y simetría entre los(as) hablantes, y la posibilidad de poner en entredicho los 3 presupuestos mínimos de toda comunicación (verdad, legitimidad y veracidad).

Más allá de aquel esqueleto filosófico construido por Habermas, con esto se apela a una instancia de debate en que se abre la posibilidad de resolver los conflictos mediante la discusión racional. A partir de esto, el consenso tendría la capacidad de dirimir o, más bien incluso, canalizar los enfrentamientos a través de la comunicación, de suerte que lo consensuado emerja como resultado de aquella confrontación, esto es: como consecuencia de lo que Habermas entiende justamente como pelea o disputa argumentativa –en alemán: Streit der Argumente–. El consenso no sería entonces en ningún caso un acto bondadoso o bonachón, en que dos posturas antagónicas encuentran un camino intermedio equidistante, sino que una forma de sublimar o vehiculizar esa antagonía mediante las palabras y los argumentos.

Ahora bien, al observar el devenir de la discusión constitucional en las últimas semanas, se percibe una evidente devaluación del concepto de consenso. El primer ejemplo de este caso se encuentra en la carta publicada por el ex Presidente Ricardo Lagos Escobar. En dicha misiva, Lagos sostiene que “Chile necesita y merece una Constitución que suscite consenso” y que, dado que “ninguno de los dos textos que puedan resultar del plebiscito del 4 de septiembre está en condiciones de lograrlo, estoy convencido de que el desafío político relevante es encontrar la manera de abordar la continuidad del debate constitucional hasta alcanzar un texto capaz de concitar un alto grado de aceptación ciudadana”.

En esa línea, el desafío, según Lagos, “consistirá en construir una buena Constitución que nos una, a partir del texto que resulte vencedor”, en virtud de que, “como otras veces en nuestra historia”, “Chile podrá hablar con una sola voz interpretando a la inmensa mayoría de chilenas y chilenos, que esperan de este ejercicio un país unido en su carta constitucional para el siglo XXI”. Pues bien, la devaluación que sufre el concepto de consenso es evidente: aquí el consenso aparecería una vez más como un mero acuerdo salomónico entre dos partes (llámese izquierda y derecha), que permitiría la unidad de todos y todas. Es decir, “ellos(as)” deben ceder un poquito para que “aquellos(as)”, cediendo en esto otro, puedan contribuir a la convivencia en un mismo país.

Esta idea abraza, a su vez, una forma de concebir la democracia sustancialmente depreciada, en que “lo mejor” es siempre resultado de la mera negociación entre las partes interesadas, renunciando a cualquier posibilidad de razonabilidad mayor. Cuento aparte para la alusión a que “como otras veces en nuestra historia, Chile podrá hablar con una sola voz interpretando a la inmensa mayoría de chilenas y chilenos”. No resulta sencillo pensar en algo como eso en la historia republicana reciente.

El segundo ejemplo se encuentra en la columna de mi colega-amigo, el académico Daniel Chernilo, publicada en este medio. En aquel texto, Chernilo hace una breve reconstrucción del concepto de consenso, que atiende a su disimilitud con la idea de “acuerdo” y rescata el cariz deontológico del mismo. Si bien aquí se encuentra un análisis multifacético de dicho concepto, se pasa por alto un elemento basal, el que apunta al mencionado carácter de “disputa”, sino incluso de “conflicto”, que asume la idea misma del consenso. Para Chernilo, la propuesta de nueva Constitución estaría construida sobre una “idea de democracia donde el conflicto es visto como un valor en sí mismo y, por oposición, el consenso es mirado con recelo. Es una visión maniquea donde se asume que las disputas generan necesariamente una profundización de la democracia, mientas que los acuerdos se entienden como claudicación frente a los principios…“.

Lo que Chernilo pasa por alto es, dicho con Habermas, que el consenso apunta justamente a un Streit der Argumente, a una pelea o disputa argumentativa, en que la relevancia del “poder sin frase”, como medio de disolución del conflicto, es reemplazada por el “poder de la frase”, el poder de las razones, el poder de los mejores argumentos, etc. De allí la idea del mismo Habermas de la coerción inherente que supondrían los buenos argumentos al interior del debate discursivo. Esto último nos recuerda además aquello que el joven Karl Marx –aún abierto al reformismo– adujera respecto de la democracia parlamentaria, esto es: que el régimen parlamentario habría de entenderse como una suerte de régimen de la “intranquilidad”, en tanto “vive de la discusión”, del contrapunto, de la negación respecto de lo dado, etc. En aquella disputa, sin aquel conflicto argumentativo, la democracia devendría en un armatoste muerto, sin sentido alguno, relegado a la mera fuerza dominante de quien puede gritar más fuerte.

En cualquier caso, más allá de estos ejemplos, el problema con la idea del consenso en Chile no es reciente. Ya en plenos años 90 del pasado siglo, la Concertación de Partidos por la Democracia ofreció sistemáticamente el “joker” del consenso como subterfugio para poder evadir las demandas por mayor democracia, igualdad, justicia –sobre todo en materia de derechos humanos–, inclusión social, etc. La devaluación del concepto de consenso permitió desplegar la democracia “en la medida de lo posible”, so pretexto de los riesgos asociados a su ruptura –llámese retorno autoritario, inestabilidad institucional, volatilidad económica, etc.–. El consenso apareció así como la excusa y el motivo para resignarse a discutir, a debatir, a pelear discursivamente por las ideas que nos parecen idóneas en nuestra sociedad, en pos de asegurar una cohesión que, al fin y al cabo, era en todo caso inexistente. Esto se basaba en la convicción de que lo “correcto”, lo “justo”, lo “equitativo”, etc., eran cuestiones que atacaban directamente el “corazón” de la sociedad chilena, toda vez que ponía a sus ciudadanos(as) en un escenario de conflicto. De ahí la intuición de converger con la derecha, como admitió alguna vez Edgardo Boeninger, vistiendo dicha renuncia con los ropajes de un malentendido consenso.

La historia, sin embargo, ya la conocemos: por un consenso tergiversado, la evasión de los grandes temas confluyó en la explosión de una serie de crisis sociales, coronadas todas por el denominado “estallido social” de 2019. El pensamiento cortoplacista de la mal-llamada “unidad” hizo imposible atacar las cuestiones estructurales que aquejaban a la sociedad chilena, con lo cual no solo no se pudo resolver el problema de dicha “unidad”, sino que se perpetuaron los fundamentos objetivos que la explicaban.

Hoy día nos encontramos nuevamente ante dicho dilema: ya sea por su devaluación como sinónimo de acuerdos salomónicos o por el desgajamiento de su impronta confrontacional, el consenso parece asomar nuevamente como subterfugio posible para la evasión de los grandes problemas que aquejan a Chile. Si queremos construir un mejor país, un país en que incluso la “unidad” sea posible, necesitamos por tanto hacernos cargo de aquellos grandes problemas y avivar la discusión, lo que no significa otra cosa que: permitir el despliegue de procesos de debate y construcción de consensos no devaluados. Quizás desde allí será posible comprender que el consenso no es un acto de ofrenda frente al otro, sino que una forma para procesar las diferencias de manera pacífica, mas no por ello bonachona. Procesar las diferencias exige discusión y confrontación racional.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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