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La paradoja del consenso Opinión

La paradoja del consenso

Daniel Chernilo
Por : Daniel Chernilo Profesor Titular de Sociología en la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez en Santiago y Director del Doctorado en Procesos e Instituciones Políticas.
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El consenso tiene valor porque no es un acuerdo meramente acomodaticio entre grupos que defienden sus posiciones y privilegios a todo evento, sino porque responde el hecho humano básico de que somos capaces de persuadir, y de dejarnos convencer, por argumentos y razones que aceptamos cuando ellas tienen razón. La idea de consenso solo tiene sentido a partir de la existencia previa de ideas y posiciones que son realmente distintas y es deseable solo una vez que hemos decidido vivir juntos en nuestras diferencias.


La semana en que se hizo la entrega formal de la propuesta de la nueva Constitución ha sido muy movida. Como se esperaba, distintos actores han comenzado rápidamente a expresar sus opiniones a favor del Apruebo y el Rechazo –o, como en el caso del expresidente Ricardo Lagos, opiniones que pueden interpretarse en uno u otro sentido–.

Entre las razones que más han circulado en estas semanas, una que ha generado especial debate es en qué medida la nueva Constitución puede o debe generar “consenso”. Del lado del Rechazo, la crítica es que los constituyentes desaprovecharon la oportunidad de ofrecer al país un texto que genere unidad y, por ello, esta nueva Constitución no será una verdadera “casa de todos”. Desde el Apruebo, se retruca no solo que la Constitución que nos ha regido por más de cuatro décadas no fue nunca una casa de todos, sino que es indeseable e incluso imposible cargar a la Constitución con ese fin consensual. Me parece que en la base de ambas críticas hay tres problemas en la forma de comprender qué es el consenso en una sociedad democrática.

El primero de ellos es de credibilidad histórica. Durante el ciclo político que se inauguró con el plebiscito de 1988, la derecha se aprovechó abiertamente de su sobrerrepresentación electoral para bloquear cualquier posibilidad de reformas consensuales. Puesto que se dedicó casi únicamente a proteger sus posiciones de privilegio, su llamado actual a buscar una propuesta constitucional consensual no es creíble en relación con su comportamiento anterior. Desde el otro lado, durante ese período la centroizquierda se quejaba de que no podía hacer reformas, pero al mismo tiempo le llamaba “consenso” a su propio acomodo con unas reglas del juego que no les gustaban demasiado, pero con las que finalmente aprendió a vivir (y vivir bastante bien). Entonces, el así llamado “consenso” de nuestra transición no fue nunca tal, sino más bien un juego de suma cero entre dos grupos relativamente pequeños: quienes diseñaron unas reglas para su propio beneficio y quienes se acomodaron a ellas.

[cita tipo=»destaque»]La paradoja es que el tan maltratado consenso es, justamente, la mejor forma de promover la diversidad y profundizar la democracia.[/cita]

El segundo problema es de diseño constitucional. La Constitución de 1980 se construyó explícitamente sobre la base de distinguir entre amigos y enemigos: los primeros eran aquellos chilenos que compartían (o llegaron a compartir) una forma determinada de comprender la nacionalidad, el Estado, la familia y la religión; los segundos éramos todos los demás. Se trató sin duda de una Constitución redactada para impedir el consenso, una que se hizo para separar entre quienes quisieron o pudieron ajustarse a esas visiones homogéneas y quienes no. Lamentablemente, muchísimos de los convencionales que acaban de cesar en sus funciones ven el rol de la Constitución en términos similares.

No se trata de equiparar el proceso de redacción de una Constitución por ocho abogados mientras en Chile se asesinaba y torturaba, con una redactada por un grupo diverso elegido democráticamente. Pero la comprensión de la democracia de la nueva Constitución está construida también sobre la base de una pugna entre amigos y enemigos. Es una idea de democracia donde el conflicto es visto como un valor en sí mismo y, por oposición, el consenso es mirado con recelo. Es una visión maniquea donde se asume que las disputas generan necesariamente una profundización de la democracia, mientas que los acuerdos se entienden como claudicación frente a los principios, cuando no derechamente como traición.

El tercer problema es filosófico. El consenso se demoniza porque pareciera ser la ausencia o, peor aún, la negación de la diversidad. Pero en realidad es justamente lo contrario: si todos pensamos o creemos lo mismo, lo que hay es uniformidad o identidad, pero no consenso. El consenso tiene valor porque no es un acuerdo meramente acomodaticio entre grupos que defienden sus posiciones y privilegios a todo evento, sino porque responde el hecho humano básico de que somos capaces de persuadir, y de dejarnos convencer, por argumentos y razones que aceptamos cuando ellas tienen razón. La idea de consenso solo tiene sentido a partir de la existencia previa de ideas y posiciones que son realmente distintas y es deseable solo una vez que hemos decidido vivir juntos en nuestras diferencias.

Como defensa o como ataque, por acción u omisión, la desconfianza en la importancia del consenso en una sociedad democrática es algo que muchos en el Apruebo y en el Rechazo comparten. La paradoja es que el tan maltratado consenso es, justamente, la mejor forma de promover la diversidad y profundizar la democracia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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