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¿Qué significa aprobar el proyecto de Constitución en Chile? Opinión

¿Qué significa aprobar el proyecto de Constitución en Chile?

Carlos M. Herrera y Eugenia Palieraki
Por : Carlos M. Herrera y Eugenia Palieraki Herrera es jurista, especialista de derecho comparado y Palieraki es historiadora, especialista en América Latina, CY Cergy Paris Université, Francia.
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Sobre todo, la propuesta quiebra la matriz neoliberal de la Constitución de 1980, y dejada incólume por las reformas posteriores, incluso por la llamada “Constitución de 2005”, que borró las herencias del autoritarismo en lo institucional. Ciertamente, la actual propuesta de Carta Magna lo hace por una vía específica, a través del reconocimiento extendido (como nunca antes en la historia chilena) de los derechos sociales, en particular en materia de vivienda, educación, jubilaciones, salud, etc., y la obligatoriedad de servicios públicos. En cambio, descuida otras técnicas constitucionales de intervención estatal en la economía, como las nacionalizaciones (que no lograron el apoyo necesario en la asamblea), sin dejar de reconocer, empero, la función social y ecológica de la propiedad privada.


Una Constitución es un artefacto complejo, a la vez reflejo de su tiempo histórico y promesa de futuro. Una Constitución es invariablemente un compromiso entre visiones diversas, incluso cuando resulta de un diseño homogéneo o de una revolución triunfante. Las constituciones actuales son siempre más que una hoja de papel; su significación desborda su texto, que necesita ser activado por otras vías, parlamentarias o sociales. Es a la luz de estas proposiciones que podemos analizar la propuesta de Constitución presentada el 4 de julio pasado por la Convención Constitucional, que será sometida a plebiscito el 4 de septiembre.

Por lo pronto, se trata del proceso constituyente más abierto de la historia chilena, en un país donde siempre contrastó el dinamismo de sus sectores populares con el conservatismo institucional. El canal propiamente jurídico se inició tras un pacto entre las principales fuerzas parlamentarias, en plena movilización popular, que excluyó opciones más radicales como la reunión de una asamblea constituyente soberana, con disolución del Parlamento. Luego que un plebiscito, en octubre 2020, apoyara masivamente la opción más democrática que se ofrecía para redactar una nueva Constitución, las posteriores elecciones de convencionales dieron lugar a una asamblea formada de manera paritaria por actores y colectivos alejados mayoritariamente de la vida parlamentaria chilena, pero estrechamente vinculados con movimientos sociales (estudiantil, feminista, ecologista, mapuche) en pleno auge durante los últimos años. El tan temido quórum de bloqueo quedó desarticulado por la presencia de nuevas fuerzas en el recinto (el 66% había sido electo por listas independientes de los partidos tradicionales), marcadas por ideas netamente progresistas e, incluso, radicales.

Tras muchas polémicas sobre el funcionamiento de la asamblea, la calidad de sus propuestas, el retardo con los plazos, la Convención propuso un texto que, con sus luces y sombras, expresa los mayores avances del derecho constitucional. En particular, el proyecto dialoga con las grandes líneas del constitucionalismo contemporáneo, ya sea con el constitucionalismo normativo que surge luego de la Segunda Guerra Mundial (desde la definición como Estado social y democrático de derecho hasta la especialización de una Corte Constitucional, pasando por una visión garantista de los derechos), como con el nuevo constitucionalismo latinoamericano (como el reconocimiento del buen vivir, los derechos de la naturaleza, el pluralismo jurídico, etc.), innovando incluso en algunas definiciones (“república solidaria”), instituciones (el Defensor de la Naturaleza) o materias (derechos de la neurodiversidad, derechos digitales, etc.). El reconocimiento de los derechos de las mujeres, diversidades y disidencias sexuales y de género difícilmente encuentre parangón en el mundo. Pero también implica una poderosa transformación del Estado chileno y sus tradiciones centralistas, en particular, por el reconocimiento de la plurinacionalidad.

Sobre todo, la propuesta quiebra la matriz neoliberal de la Constitución de 1980, y dejada incólume por las reformas posteriores, incluso por la llamada “Constitución de 2005”, que borró las herencias del autoritarismo en lo institucional. Ciertamente, la actual propuesta de Carta Magna lo hace por una vía específica, a través del reconocimiento extendido (como nunca antes en la historia chilena) de los derechos sociales, en particular en materia de vivienda, educación, jubilaciones, salud, etc., y la obligatoriedad de servicios públicos. En cambio, descuida otras técnicas constitucionales de intervención estatal en la economía, como las nacionalizaciones (que no lograron el apoyo necesario en la asamblea), sin dejar de reconocer, empero, la función social y ecológica de la propiedad privada.

Pero las constituciones tienen vínculos complejos con la transformación social. En última instancia operan como un freno o como un vehículo de los cambios. No hay duda de que el texto que se propone a la ciudadanía chilena se inscribe en la segunda perspectiva. Como tal, estamos ante una estructura normativa que, en el mejor de los casos, facilita un (nuevo) proceso de cambio, lo deja abierto más que corona cambios (sociales, económicos e incluso políticos) que ya se hubieran producido. Cualesquiera sean sus límites, llevará las marcas del proceso que lo inició, nacido de la revuelta popular de octubre de 2019. Esto aparece en el carácter paritario y plurinacional que tuvo su elaboración, en particular. con la participación activa de los colectivos feministas y de los pueblos autóctonos, que dieron un carácter innovador, radical a muchos de sus enunciados.

La proposición de Constitución se encuentra, a dos semanas del plebiscito de salida, en una encrucijada. Lo peor que pudiera suceder es que el proyecto fuera derrotado. Los discursos a favor del Rechazo se han amalgamado con argumentos diversos (de la reivindicación de la dictadura del general Pinochet al miedo por la radicalidad de los cambios propuestos), pero sería un retroceso sustancial con respecto a las expectativas que se despertaron desde las grandes movilizaciones de 2019. En uno de los intentos por revertir los sondeos desfavorables, los partidos que apoyan al actual Gobierno del Presidente Boric, que hizo del apoyo al trabajo de la Convención una bandera, suscribieron un documento, donde se comprometen, si la propuesta resultara aprobada, a modificar la Constitución en 5 puntos urticantes para las clases dominantes (pluralidad, derechos sociales, seguridad, Poder Judicial, sistema político). 

En la consigna de “aprobar para reformar” hay, sin embargo un riesgo: deslegitimar la potencialidad transformadora del texto, en nombre de un “consenso”, al reabrir la discusión sin la participación del poder constituyente, es decir. a través de representantes parlamentarios que no fueran electos para tal tarea (el quórum para proponer reformas acaba de ser reducido). Las características de las clases políticas chilenas hacen temer un retroceso en términos de participación y decisión democráticas, inusual en la historia constitucional reciente.

La aprobación de la proposición constitucional elaborada por la Convención representará no solo un avance incontestable en la protección de los sectores sociales más frágiles de la sociedad chilena, sino incluso una auténtica ruptura con respecto al orden vigente. Como dijimos: las normas constitucionales no son la transformación en sí; representan un nuevo punto de partida, a través de un conjunto de herramientas específicas (que siempre podrán ser profundizadas), para un renovado combate por la igualdad y la libertad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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