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Las negociaciones para un nuevo proceso constituyente y los límites del pragmatismo II Opinión

Las negociaciones para un nuevo proceso constituyente y los límites del pragmatismo II

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En mi opinión, el límite –la línea roja, que para los negociadores del oficialismo parece ser móvil, en alguna medida– es el órgano constituyente, sus características y su funcionamiento, y el procedimiento de sanción final del texto: si el órgano no es 100% electo, paritario, con escaños reservados para los pueblos originarios y con participación de independientes; o si se impone un quórum de aprobación mayor a los dos tercios o se imponen procedimientos adicionales al mero plebiscito de salida; o si se limita de alguna otra manera (aún más) la soberanía popular constituyente, el proceso podrá terminar con un texto aprobado, pero se tratará de una Constitución tutelada, “protegida” de la soberanía popular, que, por lo mismo, no clausuraría la cuestión constituyente.


París bien vale una misa”. ¿O no? Quizá el primer pragmático fue Enrique IV (si en verdad dijo esa frase), quien a finales del siglo XVI se convirtió al catolicismo para poder reinar en la Ciudad Luz. Faltaban tres siglos todavía para que Charles Sanders Peirce publicara su Máxima pragmática, e inaugurara esta corriente filosófica, que aplicada a la política promueve un mayor apego a las circunstancias y los objetivos prácticos, que a los principios u objetivos ideológicos. Bajo esta mirada, es perfectamente válido renunciar a cuestiones ideológicas, aun valiosas (como el protestantismo de Enrique IV), si con ello se obtiene el resultado práctico deseado (la corona que obtuvo Enrique IV).

Como adelantábamos en otra columna, pareciera estar primando una visión eminentemente pragmática en la actitud con la que el oficialismo y la DC han enfrentado las negociaciones con la oposición para acordar un nuevo proceso constituyente. Nos preguntábamos acerca de qué otra razón podría existir para que no se resista con más firmeza la clara tendencia de la oposición a desdibujar el proceso e imponerles límites difícilmente compatibles con un verdadero poder constituyente. Al momento de esa columna, los negociadores habían acordado ya 12 puntos o bases institucionales que, a pretexto de evitar a toda costa “nuevas aventuras refundacionales”, limitaban en los hechos, de una manera inaceptable, el ámbito de discrepancia legítima dentro del potencial nuevo órgano constituyente.

Recuérdese que se decide ya, dentro de esas bases institucionales y sin consulta a la ciudadanía, que el Estado no podrá ser regional, ni federal, ni plurinacional, ni podrá reconocer autonomía a los pueblos originarios; que será obligatorio que los derechos sociales sean satisfechos siempre a través de instituciones privadas, además de las públicas; que el Poder Legislativo deberá ser siempre bicameral; que no se podrá consagrar ningún tipo de pluralismo jurídico; que se debe mantener la existencia de una Corte constitucional (eliminando la posibilidad de que la Corte Suprema asuma el control de constitucionalidad); en fin, que se deben consagrar obligatoriamente los mismos cuatro estados de excepción actuales (de Asamblea, de Sitio, de Catástrofe y de Emergencia). Ello, naturalmente, además de esos principios básicos obvios que ya funcionaron como bordes de proceso anterior, tales como el carácter de república democrática, el respeto de las sentencias judiciales firmes y ejecutoriadas, el principio de la soberanía popular y separación de los poderes públicos, el carácter indivisible del Estado.

Todo esto es, sin duda, difícilmente compatible con un proceso constituyente libre, sujeto solo a la soberanía popular. Pero todo parece indicar que la praxis política, el pragmatismo, le aconsejó al oficialismo someterse, con la esperanza de que con estas renuncias se podría lograr al fin reiniciar el proceso constituyente. Pragmatismo, probablemente. Candidez, seguro.

Mientras no se logre un acuerdo completo, la oposición seguirá utilizando su poder negociador para limitar aún más el futuro proceso constituyente. Y mientras más limitado, menos riesgo para el statu quo, obvio.

Esto es, exactamente, lo que ocurrió el viernes pasado, 4 de noviembre. El oficialismo aceptó, primero, que existiera una especie de árbitro que tutele el cumplimiento de las bases institucionales, cuestión que introduce un elemento distorsionador de la voluntad soberana, ya que ese árbitro no emana de la soberanía popular y estará llamado a decidir cuestiones sustantivas. Una vez aceptado lo anterior, el oficialismo esperaba poder acordar que ese árbitro fuera la Corte Suprema, con lo que lograba al menos una garantía de seriedad e imparcialidad en su funcionamiento; pero tuvo que inclinarse nuevamente y aceptar que se cree un “comité técnico de admisibilidad”, órgano paritario compuesto por 14 integrantes (juristas connotados, supuestamente), nombrados por ambas cámaras del Congreso Nacional, cuya tarea será resguardar “la neutralidad y el respeto de las bases institucionales del proceso constituyente”. El secretario general de RN, Diego Schalper, declaró triunfante y satisfecho que con ello habrá “un mecanismo que le va a dar eficacia a bases institucionales y que les va a permitir a los chilenos tener la certeza de que vamos a tener un proceso sobrio y que no va a pretender refundar el país desde cero».

Quedó pendiente para negociaciones futuras regular la manera en que actuará este comité, por lo que esto puede empeorar: desde un funcionamiento más o menos deferente con el órgano redactor elegido por el pueblo (por ejemplo, si el comité solo actúa excepcionalmente, a petición de un quórum elevado de los miembros de ese órgano), hasta un funcionamiento activo e “inmiscuyente” (por ejemplo, si debe pronunciarse obligatoriamente respecto de cada norma, en alguna etapa de su redacción), pasando por diversas alternativas intermedias, según la ya conocida creatividad de los negociadores.

La verdad sea dicha: estamos llegando al límite de lo aceptable. Y eso que todavía no se ha acordado el mecanismo concreto para el órgano constituyente ni su itinerario. En mi opinión, el límite –la línea roja, que para los negociadores del oficialismo parece ser móvil, en alguna medida– es el órgano constituyente, sus características y su funcionamiento, y el procedimiento de sanción final del texto: si el órgano no es 100% electo, paritario, con escaños reservados para los pueblos originarios y con participación de independientes; o si se impone un quórum de aprobación mayor a los dos tercios o se imponen procedimientos adicionales al mero plebiscito de salida; o si se limita de alguna otra manera (aún más) la soberanía popular constituyente, el proceso podrá terminar con un texto aprobado, pero se tratará de una Constitución tutelada, “protegida” de la soberanía popular, que, por lo mismo, no clausuraría la cuestión constituyente. Se trataría de un pragmatismo mal entendido: en este caso, París no valdría una misa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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